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Alfredo Bryce Echenique (setenta y dos) está sentado en el sillón Voltaire que en 1983 le regaló el gremio de libreros franceses por el éxito de La vida exagerada de Martín Romaña. “Crearon el premio para mí, y los que han venido después se han jodido porque a todos les dan un sillón”, cuenta Bryce, quien escribirá el guion de un documental sobre París para la serie Las ciudades escritas, en el que trece escritores retratarán trece urbes. “Martin Amis va a hacer Londres, Paul Auster va a hacer Nueva York, Umberto Eco hará Bolonia, Juan Marsé va a escribir sobre Barcelona y yo voy a hacer París, un peruano. ¿Por qué? Es algo rarísimo, como si en Francia se hubiera muerto hasta el último escritor. Los empresarios del proyecto han dicho: ‘queremos que sea un francés como Bryce, aunque sea peruano’”, comenta entre risas.
El escritor de Un mundo para Julius, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, No me esperen en abril, Reo de nocturnidad (Premio Nacional de Narrativa de España 1998), El huerto de mi amada (Premio Planeta 2002), entre otros veinticinco libros de novelas, ensayos, memorias y cuentos, está trabajando en su duodécima novela, que titulará Dándole pena a la tristeza, que trata sobre la historia del dinero en el Perú. El autor de la citable frase “Prefiero ser borracho conocido antes que alcohólico anónimo”, asegura que ha dejado de beber porque está a dieta y que, a pesar de estar a puertas de su cuarto matrimonio, nunca fue mujeriego. “¡Ellas eran hombreriegas conmigo!”, exclama. “Me tocó vivir Mayo del 68, donde si tú no terminabas la clase en la cama con una chica, la clase no había sido buena. Ellas se subían al metro, me metían letra y se venían a mi cama. Y yo era violado con 10 Grandes entrevistas con grandes escritores gran placer…”, recuerda. “Ahí nacieron grandes amistades que conservo hasta ahora, cuando esas chicas son unas viejas que me adoran”. Su nueva novia, una puertorriqueña muchos años más joven que él, acaba de regresar a su país porque no soportaba el frío y la humedad de la capital peruana.
Alfredo Bryce se ha refugiado en Santa Inés, un pequeño pueblo a una hora de Lima donde siempre sale el sol. Usted cuenta que el invierno limeño lo enferma y le sienta muy mal. ¿Cómo es su relación con Lima?
La relación de todo el mundo con el invierno de Lima es la misma, en mayor o menor intensidad. Nos entumecemos, literalmente. Nos empapamos por dentro, y nos entristecemos por fuera y por dentro. Pero a mí no me impide hacer mi caminata diaria ni escribir una novela. Además, estoy leyendo a muchos escritores latinoamericanos jóvenes.
Y a los escritores latinoamericanos de la vieja guardia, ¿los sigue viendo? ¿Hace cuánto que no ve a Gabriel García Márquez?
Hace tres o cuatro años estuvimos juntos en su casa de Cartagena de Indias, adonde fui invitado por una amiga común, Lidia Blanco. Gabo no estaba muy bien. Era muy triste para mí, porque yo fui muy amigo suyo, y nos dejamos de ver. Por ningún motivo en particular, sino porque habíamos ido por distintos caminos. Esa vez hubo momentos maravillosos en los que todos teníamos nombre, pero después le podía poner el nombre de otra persona a su esposa. Y, sin embargo, al cabo de una hora, podía ver una película perfectamente bien y comentarla. Después me enteré de que era la visita más larga que Gabo había hecho a su casa de Cartagena, que es tan bonita. Muy cerca hay una estatua de Botero. Él bromeaba y decía: “Creo que me han confundido con la estatua, porque todo el mundo le sonríe al pasar”.
¿Dónde conoció a García Márquez?
Nos hicimos amigos en Cuba, en el año de 1981. En esa época en que todos los escritores del boom, el post boom, el chiquiboom, o lo que fuera, pasaban por la isla, yo estaba en la lista negra. Alguien había soltado el chisme malintencionado de que yo era un furibundo reaccionario. Conocí a Roberto Fernández Retamar en París, entonces director de Casa de las Américas en La Habana, y le dije: “¿Cómo es posible que me den la espalda?” Y congeniamos mucho. Al mes yo ya estaba en Cuba, y ahí hice amistad con Gabo. Pasamos juntos mucho tiempo, durante varios viajes a lo largo de varios años. Yo trabajé con él en la Escuela de Cine Latinoamericano, en la que fui profesor durante un tiempo.
Y cuando no estaban dictando clases o escribiendo, ¿qué hacían?
A veces salíamos a pescar. Recuerdo una expedición muy divertida con Felipe González, entonces presidente del Gobierno español, que venía del Perú hablando pestes de Alan García. Decía que era un loco de mierda, que casi lo había matado rumbo al Cusco en un helicóptero que manejaba el propio Alan García sin saberlo hacer. Venía espantado de lo que había visto en el Perú. “Y aquí me siento tan feliz que la prueba es que todos mis guardaespaldas están en Varadero”, decía González. Y nos fuimos en el yate de Fidel Castro a navegar unos días por los Cayos, con mucho cuidado de no acercarnos a Estados Unidos porque nos mandaban un bazucazo. También estaban Oswaldo Guayasamín, el pintor ecuatoriano, y el secretario personal de González, Julio Feo. Felipe y Fidel hablaban de política pescando en la parte de adelante. Yo creo que Fidel le ponía los pescados a Felipe para que estuviera feliz y llevara bien las discusiones. Eso es la alta política. Yo nunca vi gente que se comportara más como niños que aquellos políticos. Yo, que tengo un desprecio profundo por la política, a cada rato tenía que parar las broncas. Gabo me hacía señas y yo comenzaba a inventar historias y a contar anécdotas de los hijos del editor Carlos Barral, cómo los metían presos todas las noches por borrachos en Cuba y yo los tenía que sacar porque tenía una novia que era viceministra. Gracias a ella, lograba liberarlos porque eran hijos de un íntimo amigo mío. Pero se trompeaban hasta entre ellos mismos, los mellizos. Y, mierda, vivían en un hotel que se llamaba Mar Azul, que quedaba muy cerca de mi casa, a doscientos metros. Y a cada rato me llamaban: “Señor Bryce, los mellizos esos de mierda están borrachos tirados en el suelo, todos llenos de sangre. ¿Lo “llevamo” a la comisaría o no lo “llevamo” a la comisaría?”. Y yo les decía: “M”.
¿Cómo describe al Fidel Castro que conoció?
Fidel es un hombre doble, es dos hombres. Si hay alguien que es bipolar, es Fidel Castro. Es el caso de bipolaridad más extremo que yo haya visto. Si estaba entre amigos y en confianza, si se sentía seguro y no tenía masas delante de él, era el hombre más fino, culto, cariñoso y atento. A mí me mandó operar la vesícula en La Habana de puro bueno. Me hicieron un chequeo porque tenían toda la cuestión soviética y la mejor medicina del mundo en esa época (ahora tienen a los médicos, pero ya no tienen los aparatos. Se malograron, se oxidaron y ya no hay Unión Soviética. Entonces, ya todo se fue a la mierda). Me hicieron un chequeo sin que yo pidiera nada, como parte del cariño, como parte del despilfarro. Yo solo tenía arenilla, pero Fidel, que era muy cariñoso y fino conmigo, me convenció de sacarme la vesícula… (Alfredo Bryce se pone de pie y empieza a imitar el dejo cubano). “Mire, algún día, cuando usted no esté con nosotros que lo queremos tanto, compañero Bryce, esa arenilla se va a ir convirtiendo en piedra. Y algún día, lejos de Cuba, lo va a atacar el dolor más fuerte del mundo. Y sin vesícula se vive cojonudo, no pasa nada”, me dijo. Me operaron y me enteré de que al lado de mi habitación le estaban haciendo la cirugía estética a Alain Delon. Entonces dije, puta madre, déjenme la vesícula y mejor pónganme como Alain Delon, carajo. Y, entonces, Fidel ya no podía más de la risa. Venía a visitarme al hospital todos los días. Una prueba más de que el cojudo no tenía nada que hacer. A veces estábamos conversando a las ocho o nueve de la noche en casa de Gabo, y se oía el ruido del silencio. Ya con la experiencia, uno sabía que estaba por llegar Fidel. Esa tertulia se prolongaba hasta el día siguiente. Veinte para las seis de la mañana, Fidel se levantaba y decía: “Bueno, yo creo que todos tenemos que hacer algo hoy día, ¿no?”. Y se iba. Y yo me iba a dormir, por supuesto.
¿El Gobierno cubano despilfarraba mucho manteniendo a intelectuales como usted o García Márquez?
A mí me dieron una casa con seis camas dobles, y todos los días venía un camión del que bajaban unas negras gigantescas, las camaradas, para dejarme doce jabones y doce toallas. Y vivía solo. Me fui convirtiendo en el rey de la toalla y del jabón. Entonces, organizaba todos los sábados lecturas literarias en mi casa, e invitaba a cuanto escritor inédito conociera. Y les daba toallas y jabones. Reciclaba. Un día traté de corregir esto y llamé a Gabo: “Oye, carajo, no puedo más de toallas y jabones. ¿Qué hago?”. Y él me respondió: “Te jodiste, mi hermano, porque en el Plan Quinquenal a esa casa le han asignado esa cantidad de toallas y jabones y no hay manera de reparar eso nunca más. Y mi casa figura en el Plan Quinquenal como casa de personaje que recibe a muchas personalidades, y me traen todas las mañanas ochenta panes baguettes. ¡Y ya nadie quiere más baguette en el barrio!”. Era una mierda eso, no funcionaba.
¿Era divertido residir en la Cuba revolucionaria?
La parte más aburrida era escuchar esos discursos larguísimos. Yo sé que el único animal que sobrevive a una bomba atómica es la cucaracha porque Fidel lo explicó un día en un discurso. Cuando terminaba, después de haber sido ese monstruo, de haberse convertido en ese loco ante el público que demolía a la humanidad, nos íbamos Gabo, él y yo a un cuarto donde había una botella de whisky con tres vasos. Y el tipo nos preguntaba: “¿Estuve bien? ¿Les ha gustado? Por favor, critíquenme”. Era un monstruo ante la multitud, pero, en privado, era inseguro. Y yo lo critiqué porque nadie en el país apagaba la luz. Como les traían la energía eléctrica de los Balcanes, donde se congelaban de frío, y era gratis, la gente se había olvidado de dónde estaban los interruptores de la luz. Habían sido tapados por muebles en las tiendas. Y yo salía en mi carro, con Carlitos, mi chofer, de tienda en tienda para apagar la luz.
¿Toda su relación con García Márquez fue en Cuba?
Nos vimos mucho en París y en España también. Me lo presentó Mario Vargas Llosa, nada menos, en Barcelona. Recuerdo que una vez no lo dejaron entrar a un cine porque vestía guayabera. La siguiente vez ya tuvo precaución de no llevarla.
¿De qué trata su próxima novela?
Sobre la historia del dinero en el Perú. Es muy distinta de las otras porque es muy dura, es mi primera novela en la que se cometen crímenes, hay una familia que se mata entre ella. En el Perú, las tunas jamás han durado más de tres generaciones. Se llama Dándole pena a la tristeza y la estoy escribiendo, como siempre, con bastante pasión. Sé cuándo la empecé, pero no cuándo la voy a terminar.
Desde “Con Jimmy, en Paracas”, su primer cuento publicado, hasta ahora, ¿qué ha significado la literatura en su vida?
Libertad, felicidad, respiración propia, independencia, una vida hecha por mí mismo, pasión e ilusión… todas esas cosas. Yo tuve que enfrentar una oposición muy fuerte de mi padre, a quien yo adoraba, para ser escritor. Y tenía razón: su hijo mayor era un subnormal profundo, y mi segundo hermano, Eduardo, siempre había rechazado la seriedad. Era muy jaranista, juerguero, se amanecía en peñas criollas, no terminó el colegio, fue un dolor de cabeza para mi padre. Él puso todas sus esperanzas en un chico como yo, que era el primero de la clase y muy buen alumno…, que este chico dijera un día “quiero ser escritor” fue una tragedia para él. Pero mi madre era el otro lado de la balanza, y pesaba mucho. Ella era una apasionada de la literatura. Hubo una componenda: yo estudié Letras y Derecho, me gradué de abogado para darle gusto a mi papá. Pero, como él tenía poder, boicoteaba mis partidas a Europa. Llamaba a las embajadas para pedir que me negasen las becas. Hasta que mi mamá se dio cuenta y me dijo: “No seas cojudo, no hables de eso delante de tu padre”. Conseguí una beca y me fui a París en un barco de carga.
¿Por qué el enorme éxito de su primera novela, Un mundo para Julius, le provocó una profunda depresión?
Porque para mí la literatura era un ideal, un sueño, algo ligado a mi vida más íntima. Cuando descubro que soy ‘famoso’, cuando veo que la gente me saluda por la calle y me para y me jode, me surge una especie de pavor, una depresión, una enfermedad neurótica muy grave. Estuve internado durante cinco años y me trató un gran médico que era, a su vez, psiquiatra de Salvador Dalí. Me tomó tal cariño que me curaba gratis. Y yo decía: este loco no solo no me cobra, sino que me regala medicina, y además se viene hasta París, y además me lleva a los mejores restaurantes. Claro que el huevón de Dalí no hacía más que organizar orgías, y el doctor se aburría y se venía a pasar unos días conmigo. Él y su esposa fueron como mis segundos padres en Europa. ¡Lo que costó sacarme del infierno! Tuve que estar encerrado y atado porque atacaba a la gente que me saludaba por la calle. Tomaba una copa y podía matar violentamente a una persona, me volvía loco. Tenía que tomar una medicación muy desagradable, llena de efectos secundarios atroces, como temblores y vómitos. La medicación en esa época era muy primitiva: estabas locamente enamorado de tu primera esposa y te volvía impotente. Era increíble el itinerario para echarte un polvo: tenías que pasar por unas monjas (era el dispensario más cercano a mi casa) que te ponían una inyección contra la impotencia, y luego correr a tu casa a tirarte un polvo porque dos horas después ya eras impotente de nuevo.
¿Y el amor no lo salvó de la depresión?
No, al contrario. Mi esposa me abandonó. No pudo soportarlo. Ahora es mi íntima amiga y se arrepiente de haberme dejado. Después quiso volver, pero me encontró con otra…, ya me había curado.
Sus personajes suelen encontrar la salvación a través del humor. ¿Usted no recurrió a esa vía?
No creo que mi literatura sea tan autobiográfica como la gente cree. Los críticos más agudos, como Julio Ortega, tienden a decir que son inventos de autobiografías. Son pseudoautobiografías, algo típico de una literatura picaresca como la mía. Esta falsificación, lo dicen todos los psicoanalistas, es utilizada por los seres tímidos para esconder su realidad real. Creas personajes exagerados y chiflados como Martín Romaña, mientras tú en tu casa eres la persona más disciplinada y te espanta la gente.
Pero bajo esa capa de humor sus libros cuentan historias muy tristes…
Yo escribo con humor para que duela menos, como bien lo observó un crítico español muy bueno del diario abc, Juan Ángel Juristo. Él tiene un estudio sobre mi obra que se titula justamente así: Para que duela menos.
¿Cuál es su novela más querida?
La que estoy escribiendo. Estoy muy contento con ella. Del pasado, me gusta mucho Tantas veces Pedro, pero esta apreciación tiene mucho que ver con el mundo en que andaba en ese momento, con qué chica salía, el recuerdo de la escritura de la novela. Porque yo nunca he releído un libro mío. Releo mucho mientras estoy escribiendo, y corrijo, y dale, dale, dale. Pero cuando sale la novela al mercado, ya ni la miro…, ni siquiera creo tener todos mis libros.
¿Cuáles son los autores a los que siempre vuelve?
He leído Las aventuras de Tristram Shandy, de Laurence Sterne, varias veces en mi vida. Es uno de mis escritores favoritos. He releído íntegro a Proust el verano pasado. También releí algunos tomos de Azorín, quien me gusta mucho, y de Pérez Galdós.
¿Qué escritores colombianos jóvenes le gustan más?
He leído mucho a Santiago Gamboa, quien es muy imaginativo y tiene una prosa de gran frondosidad, muy bien controlada. Anoche he terminado de leer una novela de Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer. Me ha sorprendido, es una novela estupenda. Me ha dado gusto porque yo le tengo un gran afecto.
Edición 2 – Octubre de 2011