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Un paso al frente (Fiesta del Libro de Medellín)

Transcribimos el discurso inaugural de la Fiesta del libro de Medellín, a cargo de la escritora chilena Sara Bertrand, quien habló de Chile, de la nostalgia de los viajes, del exilio y de la importancia de la lengua.

Sara Bertrand

13 de septiembre de 2019 - 05:24 p. m.
Imagen de la escritora chilena Sara Bertrand, quien tuvo a cargo el discurso inaugural de la Fiesta del Libro de Medellín 2019. / Cortesía
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Buenas tardes señoras, señores, autoridades presentes, quisiera comenzar agradeciendo a la alcaldía de Medellín, a los organizadores de la Fiesta del libro, a la embajada y al Consejo de la Cultura y las Artes de Chile y a todos los responsables por hacer de esta FERIA una FIESTA de cultura y encuentro y que, este año, bajo el lema Somos expedicionarios, tiene como invitado especial a mi país, Chile. Una larga raya al final del planeta, apenas una rajadura, línea de valles transversales entre la cordillera y el mar, en definitiva, un país minúsculo; 17 millones de habitantes, a todo lo largo y ancho.

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Somos ese rincón, y, quizás, por lo mismo, podríamos decir que sabemos de expediciones, abrirnos paso supone franquear el macizo de Los Andes o atravesar las aguas del Pacífico, fronteras gigantescas que nos obligaron a forjar cierto carácter, cierta porfía y, en nuestro imaginario, ese chiste nacional que asegura que, en toda catástrofe mundial o evento de importancia, siempre habrá un chileno para contarla. Ese ciudadano de a pie, ese caminante que un día abandonó el estado de hibernación en que vivimos atrapados y salió de casa.

Si le interesa leer otr texto de este especial, ingrese acá: Un escritor con algunos de sus demonios (Fiesta del Libro de Medellín)

Hasta hace poco, esa travesía, cruzar la cordillera o surfear el mar, suponía una cuota importante de coraje, no habíamos descubierto la luz eléctrica ni mapeado el océano con GPS, se viajaba a oscuras, en medio de esa forma vaga y tenebrosa de la niebla, con fantasmas y monstruos que se levantan en la oscuridad y el corazón vibrante, cierto temblor de quien espera, porque esperar tiene algo de búsqueda y, un día cualquiera, el caminante entiende. 

Que viajar puede ser una epifanía.

Que va solo

o sola.

Que los encuentros se agradecen cuando te vence la fatiga y las fantasías de deserción te dominan y sueñas con volver a tu lugar seguro, en mi caso, mi biblioteca, mi café, mi música, una cápsula de protección, porque en el camino entiendes que sentir a veces duele, mucho, que salir al encuentro del otro es una posibilidad, esa distancia; Eros, ese deseo; una caída libre, golpe seco contra el pavimento, y saltan pedazos de estructura y pensamiento. Todo contacto es crisis y las preguntas, ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ronronean a tu lado. Como si hubieses permanecido en estado de latencia, como esos hongos en medio de la selva, bastan unas gotas de rocío para multiplicarse, en el momento en que te echas a andar, en tu cuerpo, tu mente, tus formas de hacer y sentir, el extrañamiento. Otra geografía, otro clima, otra temperatura que te mantiene sudando, ese acento que, si te pilla desprevenida, no comprendes y te transformas en un nervio capaz de alucinar con cualquier estímulo.

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Si desea leer más de este especial, ingrese acá: La ballena blanca, el grial de Chile (Fiesta del Libro de Medellín)

Quién soy. ¿Qué quiero? Todo entra en 3 o 4 D.

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Personas y paisajes te hablan al oído, llegaste a una cima, abajo, la ría y el valle y más allá, ¿cuánto falta? ¿Cuánto más tendrás que caminar? A veces, te domina la ansiedad, llegar, llegar, ¿a dónde quieres llegar? En el camino aprendes a valorar el fin del viaje. Soñar ese momento, entregarte a su finitud.

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Para salir de casa necesitas tener fe, creer que afuera está lo que buscas, de todas formas, te preguntas por qué, por qué caminas lo que caminas, yendo de pueblo en pueblo, de conversación en conversación, de lengua en lengua. Por qué. También aprendes a no hacer preguntas inútiles, como esa que repites, entiendes que la vida es movimiento continuo y la cabeza corriendo a mil kilómetros por hora, todo es posible, nada tiene sentido.

A veces, sientes rabia.

A veces, quieres hacer trampa;

a veces, mientes;

a veces, quieres escapar de ti misma, no saber que te engañas dando vueltas en las

mismas preguntas, la misma gente. Siempre todo igual.

¿El viaje es una especie de exilio? En momentos, se le parece mucho. ¿Todos los caminantes son viajeros? En cierto sentido. ¿Exploradores?, ¡de todas maneras!, basta con mirar por la ventana para entender que nuestra existencia en este planeta frágil y hermoso es un milagro de azar.

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Nuestra exploración del espacio físico comienza de pequeños, muchas veces, con una maceta y esos chanchitos de tierra que se vuelven pelotita en la palma de tus manos, la hipnosis de ese movimiento es definitiva: la vida que se manifiesta afuera es distinta a la tuya, allá, al otro lado del cerco, las cosas son de otra forma. 

Pero nuestra exploración no es solo física, sino, hoy no estaríamos celebrando libros, relatos e imágenes. En toda cultura, lo primero que exploramos es la música de la lengua, su prosodia, algo que no siempre se enseña, pero se transmite en canciones, juegos de palabras, ta-ta, na-na, la-lá, comenzamos nuestro andar balbuceando palabras que no necesariamente sentimos propias, pero que nos permiten apropiarnos del mundo, pequeños exploradores de sonidos y silencios, nuestra poética nos abriga y, poco a poco, nos introduce en el mundo. Debiéramos atender a la lengua infantil, los niños borran fronteras a cada rato y buscan saber de la Iliada, ¡de Homero!, aunque vivan en Latinoamérica, esos dioses caprichosos y malgenio los llenan de curiosidad; más cerca, Quetzacoatl, Huitzilopochtli, mitos y aventuras en palabras imposibles de pronunciar, esas zetas y te-eles, la complejidad del lenguaje, sus interdicciones se vuelve un juego. Plasticina.

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Nuestra lengua no es un instrumento neutral, lo aprenderemos en el contacto con el otro. Contar es escuchar, nos dice Úrsula K. Le Guin, porque el silencio de los libros, ese efecto colateral que devino con Gutember y la imprenta, a los niños les tiene sin cuidado. Suenan y prestan oído a la lengua, la suya, la de otros, la de cualquiera.

Por eso nuestros viajes comienzan desde pequeños, como esas miniaturas representadas en El señor de los anillos, una idea y una vuelta de Bilbo Bolsón, vamos y volvemos, sin importar cuánto nos tome la ruta, los niños se toman todo el tiempo para aprender y cito a Gabriela Mistral cuando escribió: “continúo viviendo a la caza de la lengua infantil, la persigo desde mi destierro del idioma, que dura ya veinte años. Lejos del solar español, a mil leguas de él, continúo escudriñando en el misterio cristalino y profundo de la expresión infantil”.Hoy celebramos esa fiesta de exploración.

Salimos al encuentro de esa música, nosotros, los chilenos invitados, deseosos del acento paisa que proyecta cavidades y valles, ansiosos porque algo de esa forma fonética se vaya con nosotros a casa, para devolverle la música a sus libros, para que suenen y podamos escucharlos.

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Pero también, celebramos esta fiesta en un momento particular de la historia de la humanidad, cuando la migración, ese movimiento de aquí para allá, que ha sido parte de las exploraciones de nuestra especie, nuestra forma de apropiación del mundo, se ve con desconfianza e intentamos colonizar la lengua, territorio e imaginario, de la misma manera en que los yaquis colonizaron el Lejano Oeste: a manotazos y patadas.

Alambradas, niños separados de sus padres, formularios ridículos repartidos entre caminantes muertos de miedo, metralletas, anteojos de larga distancias, tanques, verdaderos corredores militares se levantan entre países, porque el otro, el distinto, es mi enemigo, mi amenaza. Y recibimos al recién llegado con una sonrisa congelada, ¿quién es? ¿qué quiere? Mis preguntas y las suyas bajo sospecha. Y hacemos lo imposible por cortarles el paso y si logran franquear el alambrado, pasar por el ojo del fusil e instalarse, la desconfianza se vuelve contra su acento, su lengua.

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Nadie debiera desterrarse de su lengua.  Nunca. Eso debiera estar prohibido bajo apercibimiento, porque migrar no tiene que ver con perder mi prosodia, tiene que ver con la capacidad que demostremos de escuchar la música del otro.

Con nuestra capacidad de traducirla, lo que equivale a entender y quererla, como se quiere todo lo que nos enriquece y complementa.

Y cito a Giorgio Agamben: “Escribir significa contemplar la lengua, y quien no ve ni ama su lengua, quien no sabe deletrear la tenue elegía ni percibir el himno silencioso, no es un escritor”.

Los libros son expertos migrantes, se abrieron paso entre fronteras desde que existieron, así, en maletas y morrales viajaron mitos, conocimientos naturales y elaborados, fantasías e imaginarios. Decir soy escritora es asumir esa migración, porque no sabemos dónde irán a parar nuestras palabras, donde caerá nuestra música, pero esperamos que llegue a otro para cargarlo de sentido, esperamos que ese otro, en el lugar donde se encuentre, considere necesaria la conversación que proponemos en nuestro libro, nuestro lenguaje.

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Termino citando un fragmento del libro Tipos de agua de Anne Carson que le dio el título a esta charla: “Sería una historia de amor casi perfecta, ¿no? Ésa entre el peregrino y el camino. Sin duda, es una cosa hermosa, el camino. Se extiende lejos de ti. Te conduce hasta el oro real: mira cómo brilla. Y solo te pide una cosa. Que resulta ser precisamente aquello que anhelas dar. Un paso al frente”. En esta tarde de septiembre, en medio de este jardín hermoso, los invito a moverse entre libros, a escuchar su música, sus lenguas, dar ese paso al frente.

Por Sara Bertrand

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