Durante los últimos días del año de 1664, un cometa atravesó los cielos de Inglaterra y fue visto con claridad y con asombro, y hasta con pánico, por los más de 250 mil pobladores de Londres. Por aquellos tiempos, Europa y Asia se enfrentaban con todo su arsenal de conocimientos, supersticiones, medicinas, inventos y dioses a una larga epidemia a la que los historiadores llamarían luego la gran pandemia de peste bubónica, y que se había iniciado en 1330 como consecuencia de las picaduras de pulgas contagiadas por ratas. Cuando el cometa brillante de diciembre apareció, el pueblo extremó sus medidas de precaución y comenzó a prepararse para salir de la ciudad.
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A mediados del 65, la situación se había vuelto trágica. El rey, Carlos II, su corte y decenas de altos mandos salieron hacia Oxford y Salisbury. Como lo describió Daniel Defoe en 1722 en “El jornal del año de la peste”, No se veían nada más que carros y carretas, con bienes, mujeres, sirvientes, niños, coches llenos de personas de la mejor clase y jinetes que los atendían, todos se apresuraban”. Los registros de los muertos subían día tras día, igual que las supuestas soluciones para la peste. Se encendían hogueras en cada cuadra, y en cada caso la chimenea ardía. El humo, decían, ahuyentaba la peste. Había rezos y rutinas a las que los devotos llamaron brujerías.
Había restricciones, y hubo violencia, engaños, negocios turbios y farsantes que actuaban como médicos y médicos que recetaban falsos tratamientos. Las víctimas cada vez se amontonaban más, pues los cementerios no tenían suficiente espacio. Los trabajadores del ayuntamiento cavaban y cavaban fosas por donde hubiera terrenos disponibles, y los carruajes mortuorios botaban allí los cadáveres. Pocos estaban identificados, y menos, eran reconocidos por sus parientes o amigos. Si había que salir de la casa se hacía para huir de la ciudad. Entre tantos migrantes de todas las clases y oficios estaba Isaac Newton, quien abandonó Londres para ir a Woolsthorpe, Lincolnshire.
Allí había nacido el 4 de enero de 1643, aunque por aquella época se usaba el calendario juliano y su día de nacimiento correspondía al 25 de diciembre del año 42. Según sus biógrafos, nació casi de milagro, de parto prematuro, y su madre, Hannah Ayscougabh, una campesina puritana que había enviudado de Isaac Newton padre, estaba prácticamente resignada a que falleciera. El bebé sobrevivió por sus continuas oraciones y por la fé que tenía en Dios y en su bondad y justicia, dijeron. Pese a todo, su madre lo abandonó a los tres años, luego de casarse con un hombre llamado Barnabas Smith. Newton terminó en la casa de los padres de Smith.
Jamás logró tener una buena relación con ellos. Nueve años después de que Smith pereciera, Newton hizo una lista de sus pecados, entre los que incluyó “Amenazar a mi padre y a mi madre Smith con quemarlos a ellos y a su casa”. Aquel odio se había ido gestando día tras día, en parte por la indiferencia con la que lo trataban sus abuelos, en parte por los castigos que le imponían. Cuando su padrastro, Barnabas Smith, murió, su madre regresó a su hogar con dos hermanastros de Newton. Él no soportó la situación. A los 12 años lo enviaron a estudiar como interno en el The King’s School, en Grantham, y allí estudió latín, griego, geometría y aritmética, y más adelante se interesó en la Biblia. La leía. Durante las clases y en las noches.
Las relaciones con sus compañeros del colegio eran complejas, no sólo por su pasado y sus resentimientos, sino porque se creía inmensamente superior a ellos. Les hacía bromas, los hacía quedar mal ante los profesores y la mayoría de las veces, los ignoraba. Uno de ellos, William Stukeley, escribía sobre Newton y su vida en Grantham, y relató que los niños se apartaban de él pues consideraban que se burlaba de ellos por su inteligencia. Más allá de que aquello fuera o no cierto, prefería estar con niñas, y a una de ellas, Catherine Storer, le fabricó unos muebles para sus muñecas con materiales prácticamente desechables. Cuando crecieron, tuvieron una relación muy especial. Ella definió a Isaac Newton como un ser pensativo y callado.
Luego se casó. Con el paso del tiempo, quienes investigaron la vida de Newton llegaron a la conclusión de que la señorita Storer fue el único amor de su vida, o por lo menos, su única relación romántica. Más allá de sus amoríos platónicos, y sobre todas las demás cosas, se dedicaba a inventar y a hacer y de vez en cuando, a estudiar. En hojas sueltas, copiaba los diseños que hallaba en un libro de John Bate titulado “Los misterios de la naturaleza y el arte”, que había comprado por dos peniques y medio, y fabricaba molinos de viento impulsados por ratones, linternas de papel que llevaba a la escuela en las tardes de invierno y que usaba por las noches colgadas de cometas para asustar a sus vecinos, y tintas de distintos colores.
Uno de aquellos días, le hizo una de sus habituales bromas a Arthur Storer, hermano de su amada, quien le respondió con una patada en el estómago. Newton se recuperó, se levantó, lo miró fijamente, casi que poseído, y lo desafió a que se liaran a trompadas a la salida de clases. Aunque Storer era más fuerte, o eso aseguraron quienes los conocieron, fue vencido y humillado por su contrincante, mucho más decidido y certero en sus golpes, y quien después de la pelea se dedicó a ser el alumno más destacado del colegio. Cada vez que lo lograba, escribía su nombre en los bancos de los pupitres, como diciéndole a Storer, a su hermana y a todos los alumnos del King’s School que él era el amo y señor del estudio y de la sabiduría.