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Un río en la noche en el Teatro Colón

Sobre el reciente estreno mundial de “Cinco danzas concertantes para violín y orquesta”, de Francisco González, con la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Ricardo Jaramillo, el grupo Ámbar —con el propio compositor en la guitarra— y el violinista ruso Sasha Rozhdestvensky.

Iván Olano Duque * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
12 de diciembre de 2021 - 02:00 a. m.
Las “Cinco danzas concertantes para violín y orquesta” han sido interpretadas por el violinista ruso Sasha Rozhdestvensky, a quien están dedicadas (a la izquierda junto a Francisco González en la guitarra).
Las “Cinco danzas concertantes para violín y orquesta” han sido interpretadas por el violinista ruso Sasha Rozhdestvensky, a quien están dedicadas (a la izquierda junto a Francisco González en la guitarra).
Foto: Cortesía

FAMILIAS MUSICALES

Francisco González viene de una de esas familias musicales que, a pesar de la turbulencia social del siglo XX colombiano, sobreviven en todas las regiones. Se trata de patrimonios culturales en los que el conocimiento instrumental y el repertorio se transmiten a cada nueva generación. Esta es una dinámica exclusiva de la música: en la familia del pintor no todos son pintores; en la familia del poeta no todos son poetas; en la familia del dramaturgo no todos son dramaturgos. En cambio, por su carácter social —fraterno, cotidiano—, en la familia del músico es perfectamente posible que casi todos sean músicos. No es tanto que a los niños les enseñen la música, sino que no pueden evitarla.

Su padre, Pacho González, nació en Manizales en 1882, y es recordado como el más prolífico de los compositores caldenses. Tocaba tiple, bandola, guitarra, órgano en la iglesia, flauta, corneta y cornetín, y después de pertenecer a diversas bandas musicales fundó, en 1922, con seis hermanos y varios sobrinos, la Banda González, que terminaría convirtiéndose en Banda Departamental. Compuso el pasillo Muertos que lloran, el bambuco Morena de la cabaña, y falleció en 1962, cuando Francisco, su hijo, tenía solo ocho años. (Más: La videocolumna del escritor William Ospina sobre cómo se gestó la Colombia contemporánea).

Pero en su casa del barrio San José, en Manizales, y en las casas de los amigos siempre había músicos. Tanto es así, que uno de sus hermanos mayores, Guillermo González Arenas, se convirtió en director de orquesta, arreglista, compositor, y en la segunda mitad del siglo XX colaboró con los cantantes y orquestas más reconocidas del continente. Fue, además, el compositor de la canción El muerto vivo, que fue grabada por Rolando Laserie, Peret, Joan Manuel Serrat, y aún suena en la Navidad en Colombia y en las ferias de hasta el último pueblo de Andalucía. La mayoría recordamos esa canción por su estribillo: “No estaba muerto, andaba de parranda”.

De modo que antes de describir un poco la obra del compositor y guitarrista Francisco González hay que decir que él es, desde luego, sus propias decisiones vitales y artísticas, pero también es el resultado de una familia y una dinámica cultural. Es conmovedor cómo la música se abre paso en el niño que siempre escuchó música, que empieza cogiendo los instrumentos a escondidas de los mayores, se niega a acostarse temprano y se pasa la vida evocando la sonoridad y las letras de las primeras canciones que escuchó. Y los caminos de la música son misteriosos: el hijo mayor de Francisco, Sébastien González más conocido como Hippocampe Fou, es un extraordinario cantante de rap en Francia.

ÁMBAR Y SASHA ROZHDESTVENSKY

En su estreno mundial en el Teatro Colón de Bogotá, las Cinco danzas concertantes para violín y orquesta han sido interpretadas por el violinista ruso Sasha Rozhdestvensky, a quien están dedicadas, y que además de ser un especialista en la obra de Schnittke y Shostakovich es un apasionado por la música de América Latina. Y con él también podemos hablar de familias musicales: Sasha Rozhdestvensky es hijo de Guennadi Rozhdestvensky, uno de los mayores directores de orquesta del siglo XX, y de la pianista Viktoria Postnikova, y además nieto de un profesor de dirección del Conservatorio de Moscú y de una cantante del Teatro Bolshói.

El grupo Ámbar, por otro lado, es un cuarteto especializado en ritmos latinoamericanos; en toda su producción discográfica, incluso en los momentos más festivos, hay una constante de nostalgia. Fue creado hace veintitrés años en París por Francisco González y Sasha Rozhdestvensky, junto al percusionista y flautista Juan Fernando García y el compositor y guitarrista Nelson Gómez. Este último nos devuelve al concepto de familia musical: Nelson es también de Manizales, es amigo de Francisco desde que tenían cuatro años —estudiaron primaria juntos— y lo ha acompañado en casi todos sus proyectos a lo largo de décadas y continentes. Nelson es, pues, otro hermano de Francisco; se enamoró del guitarrón mexicano, adaptó su técnica y sonoridad a los distintos ritmos, y es la fuerza que sostiene el armazón de la música: la raíz que evita que los elementos salgan despedidos al aire.

UN RÍO EN LA NOCHE

El 28 de marzo de 1973, con dieciocho años, Francisco González se fue con Nelson Gómez a México. Un ballet colombiano necesitaba músicos para una gira de seis meses: se quedaron nueve años. Los dos amigos entraron a estudiar composición en la Escuela de Música de la UNAM y se ganaban la vida tocando éxitos populares latinoamericanos en teatros y peñas de exiliados. De nuevo un 28 de marzo, pero de 1982, Francisco decidió ir a Francia por el entusiasmo del triunfo de Mitterrand y de los socialistas.

Ese país ha sido su residencia desde entonces, aunque en realidad ha sido un puerto desde el cual moverse por las salas de concierto de Europa, Asia y América Latina. En estos cuarenta años en Francia, Francisco González hizo parte y creó varios ensambles (entre ellos Recoveco, que todavía existe, junto al violinista venezolano Alexis Cárdenas), invirtió buena parte de su tiempo en investigación y divulgación musicológica, se volvió un especialista en los vasos comunicantes de los ritmos latinoamericanos y en las transformaciones geográficas de la guitarra, compuso la Danza de los amantes efímeros, Preludio y Sanjuanero, el bambuco Lilly, y no ha dejado de grabar y escribir arreglos para orquesta y ensambles.

Cuando tenía veintitrés años, en México, en un examen visual de rutina le diagnosticaron retinitis pigmentaria: la misma enfermedad de Borges. Tarde o temprano iba a perder completamente la visión. No fue sino hasta después de los cincuenta años cuando Francisco González sintió que su mundo se perdía con más intensidad en la bruma (o en un “lento crepúsculo”, como le gustaba decir a Borges), pero esa progresividad permitió que lo asumiera con normalidad y serenidad, y no disminuyó su intensa actividad musical: conciertos semanales, nuevos proyectos con jóvenes músicos, tertulias de musicología, una larga lista de obras por componer, adaptar, orquestar... E incluso hoy sigue escribiendo su música completamente solo en su computador. Hay muchos precedentes literarios como el aedo ciego de Homero (quien también era ciego) y lugares comunes que además son ciertos (una memoria más minuciosa, una mayor conciencia de los sonidos del mundo). En todas formas, en el caso de Francisco González no deja de ser un enigma que su impulso creativo —la necesidad de interpretar y escribir música— no deje de crecer.

El estreno mundial de sus Cinco danzas concertantes para violín y orquesta es, pues, un hecho artístico que merece toda la atención. Son cinco movimientos: un recorrido por varias regiones de Colombia. Después de una primera audición, le pregunté por la primera pieza (la que se titula Amazonas y tiene el lenguaje más contemporáneo), pues todos los demás movimientos tienen ritmos tradicionales bien definidos, y en cambio en este caso no logré identificar el ritmo específico. Me dijo que podría ser una danza maracucha, un sanjuanero, un bambuco negro, una danza paraguaya o un chamamé. Podría ser un ritmo de cualquier país ligado al Amazonas.

—Podría... pero no es nada de eso —dijo—. Yo estaba buscando un río en la noche.

DETRÁS DE LAS NOTAS ESTÁ LA MÚSICA

Hay una larga tradición en Colombia y Latinoamérica de música orquestal y de cámara que dialoga con ritmos tradicionales. Es imposible no pensar en Colombia en Antonio María Valencia y Luis Antonio Escobar, en Guillermo Uribe Holguín y Adolfo Mejía, en Blas Emilio Atehortúa y Francisco Zumaqué. La denominación habitual es “música nacionalista”, pero esta etiqueta suele estar cargada de reproches —como si fuera un período creativo predecible, una reacción propia del romanticismo europeo— y, por lo tanto, es injusta. En todo caso, este es un escrúpulo académico en desuso, y hoy la mayoría de compositores no se plantean hacer música “nacionalista” o “contemporánea”, sino simplemente música, con las herramientas que les interesan y los anhelos que los definen.

El tercer movimiento de la obra empieza con ritmo de habanera —que es ante todo un diálogo entre el Caribe y el Mediterráneo—: la savia de decenas de ritmos en todo el continente. Los mismos temas se desarrollan en un bolero, y luego el violín estalla como un acordeón en ritmo de puya para regresar después de varios arabescos y diálogos con las maderas a la calidez sensual de la habanera. El cuarto movimiento, titulado Andes, empieza en ritmo de huaino: escalas pentatónicas y esa danza vertical que resaltan sus raíces hasta convertirse, en cada descuido, en una pieza del barroco. Luego dice en la partitura “Vidala de la tristeza”, con su ritmo de marcha ritual y su nostalgia endémica, para regresar al fin a la fiesta del huaino. El movimiento está todo como suspendido en el aire.

El quinto movimiento, Llanos, empieza en ritmo de joropo. Hay una última cadencia para que Sasha Rozhdestvensky manifieste toda su fuerza y afinidad con este ámbito cultural, y luego el buen efecto del ritmo de pasaje está reforzado con la adición de un coro de barítonos. Hay un nuevo tema en el violín al que solo le faltan palabras, como un vals, luego hay un regreso al joropo, y antes del acorde final hay una coda del violín, la guitarra, las maracas y el guitarrón.

Ahora bien, he dejado para el final el segundo movimiento: La Gran Colombia. Cuando lo escuché por primera vez me tomó por sorpresa y no pude contener la emoción. No sé si fue ese tema vacilante en una sola nota, que se anuncia en la introducción de los violines, y que insiste en su búsqueda, se aferra a los distintos instrumentos y se resiste a irse hasta el final. No sé si fue ese desarrollo en el que el ritmo de pasillo nos recuerda que el compositor creció con esa música, la escuchó en su familia, la cantó en muchas ciudades, la celebró con sus amigos, y —acaso como todos— solo puede crear lo que ya lo constituye. No sé si fue imaginar la intensidad y la belleza de la cadencia del violín el día del concierto, el recuerdo del tema principal en los armónicos o la entrada de la guitarra sola. No importa la razón y es inútil buscarla.

Por sus años junto a grandes violinistas y su propia interrogación vital, Francisco González ha logrado una asombrosa fotografía de las posibilidades expresivas y los límites del violín en nuestros ritmos mestizos. Es, en suma, una obra digna de gratitud y celebración, pues detrás de todas las notas, las transformaciones, el diálogo cultural, el conocimiento acumulado y el virtuosismo del violín; detrás de todo eso está lo importante: la verdad y la emoción de la música. Detrás de todo eso hay un río en la noche que nos arrastra y nos modifica.

* Músico y escritor colombiano.

Por Iván Olano Duque * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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Giovanni(38945)12 de diciembre de 2021 - 02:14 p. m.
Fascinante artículo!… toda una película…
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