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“Un velorio en La Sierpe”: del archivo de El Magazín Cultural de El Espectador

El Espectador relanza hoy El Magazín Cultural, fortalecido como plataforma digital y con un archivo único. Aquí uno de los textos en los que Gabriel García Márquez exploraba el universo fantasmagórico del caribe colombiano y maduraba la novela “Cien años de soledad”.

Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador
15 de junio de 2021 - 03:39 p. m.
Gabriel García Márquez en los años 40 del siglo XX, tiempos en los que empezó a trabajar en El Espectador y descubrió que el Magazín era un espacio ideal para escribir y publicar sus textos literarios. / Archivo de El Espectador
Gabriel García Márquez en los años 40 del siglo XX, tiempos en los que empezó a trabajar en El Espectador y descubrió que el Magazín era un espacio ideal para escribir y publicar sus textos literarios. / Archivo de El Espectador

Un velorio en La Sierpe

Las amas de casa, en La Sierpe, salen de compras cada vez que muere una persona. El velorio es el centro de una actividad comercial y social de una región cuyos habitantes no tienen otra oportunidad de encontrarse, reunirse y divertirse que la que eventualmente les proporciona la muerte de una persona conocida. Por eso el velorio es un pintoresco y bullicioso espectáculo de feria, donde lo menos importante, lo circunstancial y anecdótico es el cadáver.

Cuando una persona muere en La Sierpe, otras dos salen de viaje en sentidos contrarios: una hacia La Guaripa, a comprar el ataúd, y otra hacia el interior del pantano, a divulgar la noticia. Los preparativos comienzan en la casa con la limpieza del patio y la recolección de cuanto objeto pueda obstaculizar esa noche y en las ocho siguientes el libre movimiento de los visitantes. En el rincón más apartado, donde no constituya obstáculo, donde estorbe menos, es acostado el muerto a ras de tierra, puesto de largo sobre dos tablas. La gente comienza a llegar al atardecer. Van directamente al patio de la casa e instalan contra la cerca ventorrillos de cachivaches, de frituras, de lociones baratas, de petróleo, de fósforos.

El patio anochece transformado en un mercado público, en cuyo centro hay una gigantesca artesa rebosante de aguardiente destilado en la región, en la que flotan numerosas totumas pequeñas, fabricadas con calabazas verdes. Esta última, y el pretexto del muerto, son las únicas contribuciones de la familia. (Recomendamos: “Así salvaron los originales de García Márquez en la Biblioteca Luis Ángel Arango”, crónica de Nelson Fredy Padilla).

El colegio del amor

A un lado del patio, junto a la mesa más amplia, se congregan las doncellas a envolver hojas de tabaco. No todas: sólo las que aspiran a conseguir marido. Las que prefieren por lo pronto continuar en actividades menos arriesgadas, pueden hacer lo que deseen en el velorio, menos doblar tabaco. Aunque, por lo general, las doncellas que no aspiren a conseguir marido no asisten a la feria.

Para los hombres que aspiran a conseguir mujer hay también un sitio reservado, junto al molino de café. Las mujeres de La Sierpe sienten una irresistible atracción, muy convencional, pero también muy simbólica, por los hombres que son capaces de moler a velocidades excepcionales grandes cantidades de café. Los participantes en aquel concurso agotador van accediendo en turnos a la mesa del molino, donde procuran convertir en polvo, por partida doble, el corazón de las doncellas que envuelven tabaco y las desmedidas cantidades de café tostado con que un juez imparcial y oportunista mantiene repleto el recipiente del molino. Más que los diligentes galanes, los aprovechados son casi siempre los propietarios del café, que han aguardado durante muchos días una oportunidad de que un muerto y un optimista les resuelvan el nudo más apretado y difícil de su industria.

Distribuidos en grupos, los otros hombres hablan de negocios, discuten, perfeccionan y cierran transacciones, y celebran los acuerdos o hacen menos ásperas las controversias con periódicos viajes a la gigantesca artesa de aguardiente. Hay asimismo un sitio para los ociosos, para quienes no tienen nada que comprar ni nada que vender; se sientan en grupos, en torno a un mechero, a jugar dominó o al «9» con baraja española.

La Pacha Pérez

Llorar al muerto –una de las actividades que en el litoral atlántico ofrece más curiosos y extravagantes matices– es para los nativos de La Sierpe una ocupación que no corresponde a la familia del muerto, sino a una mujer que a costa de vocación y experiencia se convierte en una plañidera profesional. La rivalidad entre las de este oficio reviste caracteres más alarmantes y tiene consecuencias más sombrías que la alegre competencia de los molineros de café.

Genio de plañideras entre las plañideras de La Sierpe fue la Pacha Pérez, una mujer autoritaria y escuálida, de quien se dice que fue convertida en serpiente por el diablo a la edad de 185 años. Como a La Marquesita, a la Pacha Pérez se la tragó la leyenda. Nadie ha vuelto a tener una voz como la suya, ni ha vuelto a nacer en los enmarañados pantanos de La Sierpe una mujer que tenga como ella la facultad alucinante y satánica de condensar toda la historia de un hombre muerto en un alarido. La Pacha Pérez estuvo siempre al margen de la competencia. Cuando de ella se habla, las plañideras de ahora tienen una manera de justificarla, que es a la vez una manera de justificarse a sí mismas: «Es que la Pacha Pérez tenía pacto con el diablo».

El teatro de las plañideras

Las plañideras no intervienen para dolerse del muerto, sino en homenaje a los visitantes notables. Cuando la concurrencia advierte la presencia de alguien que por su posición económica es considerado en la región como un ciudadano de méritos excepcionales, se notifica a la plañidera de turno. Lo que viene después es un episodio enteramente teatral: las propuestas comerciales se interrumpen, las doncellas suspenden el doblaje del tabaco y sus aspirantes la molienda de café; los hombres que juegan al «9» y las mujeres que atienden los fogones y los ventorrillos se vuelven en silencio, expectantes, hacia el centro del patio, donde la plañidera, con los brazos en alto y el rostro dramáticamente contraído se dispone a llorar.

En un largo y asaetado alarido, el recién llegado oye entonces la historia; con sus instantes buenos y sus instantes malos, con sus virtudes y sus defectos, con sus alegrías y sus amarguras; la historia del muerto que se está pudriendo en el rincón, rodeado de cerdos y gallinas, boca arriba sobre dos tablas. Lo que al atardecer era un alegre y pintoresco mercado, en la madrugada empieza a voltear hacia la tragedia. La artesa ha sido llenada varias veces y varias veces consumido su torcido aguardiente. Entonces se les forman nudos a las conversaciones, al juego y al amor. Nudos apretados, indesatables que romperían para siempre las relaciones de aquella humanidad intoxicada, si en este instante no saliera a flote, con su tremendo poderío la contrariada importancia del muerto.

Antes del amanecer alguien recuerda que hay un cadáver dentro de la casa. Y es como si la noticia se divulgara por primera vez, porque entonces se suspenden todas las actividades y un grupo de hombres borrachos y de mujeres fatigadas, espantan los cerdos, las gallinas, ruedan las tablas con el muerto hacia el centro de la habitación, para que rece Pánfilo. Pánfilo es un hombre gigantesco, arbóreo y un tanto afeminado, que ahora tiene alrededor de cincuenta años y durante treinta ha asistido a todos los velorios de La Sierpe y ha rezado el rosario a todos sus muertos.

La virtud de Pánfilo, lo que lo ha hecho preferible a todos los rezadores de la región, es que el rosario que él dice, sus misterios y sus oraciones, son inventados por él mismo en un original y enrevesado aprovechamiento de la literatura católica y las supersticiones de La Sierpe. Su rosario total, bautizado por Pánfilo, se llama «Oración a nuestro Señor de todos los poderíos». Pánfilo, que no tiene residencia conocida, sino que vive en la casa del último muerto hasta cuando tiene noticia de uno nuevo, se planta frente al cadáver llevando con la mano derecha levantada la contabilidad de los misterios. Hay un instante de grandes diálogos entre el rezador y la concurrencia, que responde en coro: «Llévatelo por aquí», cada vez que Pánfilo pronuncia el nombre de un santo, casi siempre de su invención. Como remate de la «Oración a nuestro Señor de todos los poderíos», el rezador mira hacia arriba, diciendo: «Ángel de la guarda, llévatelo por aquí». Y señala con el índice hacia el techo. Pánfilo tiene apenas cincuenta años y es corpulento y saludable como una ceiba, pero –como aconteció en sus tiempos con La Marquesita y la Pacha Pérez– ya está con la leyenda al cuello.

* Texto publicado originalmente el 28 de marzo de 1954 en el Magazín Dominical, El Espectador.

Por Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador

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horacio(76762)16 de junio de 2021 - 05:46 p. m.
El Covid acabó con los velorios.Donde encontrarán marido ahora las doncellas?.Las plañideras fueron reemplazadas por los que escriben obituarios o " in memoriám".Y a los rezos de Pánfilo los reemplazaron las misas virtuales.Extrañamos a Gabo.
Ferjaramillo(57589)16 de junio de 2021 - 03:53 p. m.
Como es el juego. Eso está en el libro "Entre cachacos" y ustedes gritando primicia. Muy feo le queda a El Espectador ese espectáculo.
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