Se nos olvida que la creación surge precisamente en el caos. Ningún producto intelectual puede lograrse sin algún desorden de por medio. El deseo, lo excesivo y lo pasional son las más bellas formas de afirmar la vida. Si acatamos los llamados del cuerpo refutamos el horrendo ideal del ser humano contemporáneo, ese que no solo anula nuestra esencia y condición humana, sino que también nos inyecta falsas esperanzas que nunca llegarán. Porque con la expresión de los deseos subjetivos y particulares, manifestamos nuestra propia verdad, esa que yace en el fondo de lo que somos.
No digo con esto que el orden, la razón y la armonía no sean necesarios para el equilibro del ser humano, sino que esta forma de actuar tan inflexible puede llevarnos a desconocer la necesidad de los momentos pasionales. Nietzsche, por ejemplo, uno de los pensadores fundamentales del siglo XIX, se refiere a esto en el primer capítulo del Nacimiento de la tragedia partiendo del hecho de que en lo dionisiaco se rehace el pacto entre los individuos y consigo mismo, de lo contrario permaneceríamos de forma envilecida. “Bajo la magia de lo dionisiaco no solo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre”, dice.
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De ahí, que exista en lo dionisiaco una forma contundente de afirmar la vida. El ser humano carga con un dolor cósmico (que no se debe confundir con el pecado original ni alguna de estas cuestiones teológicas) hacia la tendencia a la angustia y los dilemas existenciales que la vida nos tiene preparados en el momento de nuestra llegada al mundo. Desde lo dionisiaco se plantea una posibilidad de encarar la vida desde la alegría, pero teniendo presente que nuestra naturaleza tiende al fracaso aún cuando se pueda ser feliz siendo conscientes de ello, pues más vale serlo teniendo presente esto que desconociéndolo.
Desde la literatura también encontramos esta particularidad. Autores como Dylan Thomas, Fernando Pessoa, Edgar Allan Poe, Emil Cioran, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Dostoievski, Bukowski, John Fante, Burroughs, Baudelaire y muchos más, nunca desconocieron nuestra verdadera condición. De ahí, que en algunos casos se resalte en sus escritos una fuerte crítica a la compasión y a los valores tradicionales. Tal es el caso puntual en Cioran, cuando se refiere a la práctica budista en el texto de Ese maldito yo sobre la negación del dolor, pues esto es contradictorio en sí mismo: “lo que es transitorio es dolor; lo que es dolor es no-yo. Lo que es no-yo no es mío, yo no soy ello, ello no soy yo” (Samyutta Nikaya). Lo que es dolor es no-yo. Difícil, imposible estar de acuerdo con el budismo sobre este punto, capital, sin embargo. El dolor es lo que más somos nosotros mismos, lo más yo. Extraña religión: ve dolor por todas partes y al mismo tiempo lo declara irreal, dice.
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En otras palabras, se podría decir que Dionisio nos libera de la terrible normalidad de este mundo, pues siguiendo a Cioran: “en la cumbre de la desesperación, la pasión del absurdo es lo único que arroja ya una luz demoníaca sobre el caos. […] Sólo abrazando el absurdo, amando la inutilidad absoluta, […] se puede estimular una ilusión de vida”, pues el ideal de perfección anula el maravilloso privilegio de los obstáculos que son la clave para sobrevivir en el constante devenir de la existencia ¿O qué otro medio sino este para entender el fascinante e incomprensible habitar que llamamos vida?
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