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Allí, justo frente de esa puerta, estaba clavada una mirada de ojos sucios y tristes, una cara llena de polvo y amargura, un estomago arropado por el dolor del hambre, un cuerpo de notable olor a sudor, abandono y olvido. Me conmovió su rostro de hombre joven, sus gestos cargados de dolor, de una piedad sin esperanza. A la humanidad que habita la calle, la habita la indiferencia, hacen parte de lo descartable, de lo que puede ir en el contenedor de la basura orgánica, y más aún; cuando se pertenece a una comunidad tan discriminada y segregada. Más si se es afrodescendiente.
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En mi pobre inglés que aún cojea, le invité a entrar a la tienda para que escogiera lo que deseara comer, y entre miradas de repulsión y rechazo, pidió una empanada y una soda fría. Una empanada que medio curará ese escozor tan poderoso que nos habita como seres vivos, el hambre. Por un momento le devolví su valía como un semejante a mí. Pero solo fue por ese lapso mínimo de tiempo.
Seguí con la rutina que me espera el día, pero albergando ese sentir de que preferiría no existir, como bien lo plantea el filósofo David Benatar. No existir no solo por las implicaciones de mis propios dolores, sino porque no puedo ser indiferente al dolor del otro. Soy humana, demasiado humana.
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