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                                                                                                                              Una introducción a Camilo Torres (In memóriam Carlos Álvarez)

                                                                                                                              Una de las obras cumbres del documentalista Carlos Álvarez, fallecido el pasado 8 de julio, fue Introducción a Camilo, una obra que cuenta pormenores de la vida de Torres a partir del testimonio de su madre, Isabel Restrepo.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Camilo Torres con el fusil al hombro, en algún lugar de las montañas de Colombia, años 60. / Cortesía

                                                                                                                              La cinta de 16 mm pasaba y mientras pasaba, sonaba. Sonaba a cine, sonaba a documental, y en su sonar llevaba profundos tintes de veracidad. La sala, tres cuartos de gente, tal vez un poco menos. Sillas de madera corroídas, con una que otra inscripción de cuchilla en los espaldares, atrás de los espaldares o en los brazos. “Trabajemos sobre lo que nos une”: Camilo Torres. “Hasta siempre, comandante Che Guevara”: tu pueblo. “Para el pueblo, paz, pan y tierra”: Lenin.  “La patria no es patrimonio de ninguna fuerza”, Evita. “Si avanzo sígueme, si me detengo empújame, si retrocedo mátame”: Ernesto Che Guevara. El piso por brillar, aunque lo acabaran de encerar. El techo por pintar, aunque no se viera. El telón por remendar, aunque se dejara todos los días para el día siguiente. Y en la pantalla, la cuenta regresiva, cinco, cuatro, tres, dos uno. Y luego las primeras letras: Introducción a Camilo Torres. Un filme de Carlos Álvarez. 

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

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                                                                                                                              La cinta de 16 mm pasaba y mientras pasaba, sonaba. Sonaba a cine, sonaba a documental, y en su sonar llevaba profundos tintes de veracidad. La sala, tres cuartos de gente, tal vez un poco menos. Sillas de madera corroídas, con una que otra inscripción de cuchilla en los espaldares, atrás de los espaldares o en los brazos. “Trabajemos sobre lo que nos une”: Camilo Torres. “Hasta siempre, comandante Che Guevara”: tu pueblo. “Para el pueblo, paz, pan y tierra”: Lenin.  “La patria no es patrimonio de ninguna fuerza”, Evita. “Si avanzo sígueme, si me detengo empújame, si retrocedo mátame”: Ernesto Che Guevara. El piso por brillar, aunque lo acabaran de encerar. El techo por pintar, aunque no se viera. El telón por remendar, aunque se dejara todos los días para el día siguiente. Y en la pantalla, la cuenta regresiva, cinco, cuatro, tres, dos uno. Y luego las primeras letras: Introducción a Camilo Torres. Un filme de Carlos Álvarez. 

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Después, la imagen y la voz de la señora Isabel Restrepo, la madre de Camilo Torres Restrepo, que palabras más, palabras menos, decía que desde niño, su hijo le preguntaba por qué les decían a los niños de la calle chinos de la calle, y por qué no les daban comida y vestidos, como a él o a sus amigos. Y luego, las voces en off de Graciela Torres y de Humberto Martínez S., lo que algunos en la sala sabían, y lo que muchos no, que Camilo Torres Restrepo había muerto el 15 de febrero de 1966 luego de constantes combates entre el ejército regular de Colombia y un destacamento de las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional. Y contaban que tenía 37 años cuando murió, y seguían contando que había estudiado derecho y luego se había ordenado de sacerdote en el Seminario Conciliar de Bogotá, y el silencio en la sala era un silencio de dolor, de impotencia, de rabia. 

                                                                                                                              “Las ganancias que aprovecha el gobierno se emplean en lo que éste llama "funcionamiento", es decir en pagar empleados (que se han duplicado para conservar la paridad) y para comprar armas viejas, para matar a los campesinos que han dado el dinero para comprarlas” (Camilo Torres).

                                                                                                                              La cinta seguía pasando y su sonido al pasar seguía impregnando de indignación y dolor la sala. Aquella sala de universidad, igual en casi todo que tantas salas de tantas universidades y tantos cine clubes. Aquellos espectadores, rabiosos espectadores, impotentes espectadores, decididos a hacer algo por cambiar el mundo. Por transformar las estructuras políticas, sociales y económicas que detentaban los mismos minoritarios grupos de siempre, como solía decir Torres. Y decían que lo decía en el filme. Y decían que decía que todo iba a continuar igual hasta que las verdaderas mayorías, el pueblo oprimido, ejerciera presión sobre la élite minoritaria, una presión pacífica o violenta, según fuera la reacción de la minoría en el poder, o del poder.  Y decían, dijeron que dijo que esas minorías detentaban el poder cultural, el social, el económico, el político, e incluso el eclesiástico. 

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Lo que dijeron en la cinta que dijo lo dijo en la vida, y no se cansó de decir y de señalar, a viva voz, por escrito o en grabaciones: “De acuerdo con los censos, la población campesina ha disminuido. Sin embargo, en ellos se considera que la población que vive en los centros urbanos de más de mil quinientos habitantes es población urbana. En realidad eso no es así. Sin agricultura no tendríamos forma de importar máquinas ni la comida que nos falta”.  Desgraciadamente el aporte de los campesinos, como todo en ese sistema, no sirve sino para unos pocos. Los que manejan las federaciones (de cafetaleros, de algodoneros, la United Fruit, de bananeros, de tabacaleros, etc.) y los que manejan los bancos (especialmente el banco de la república) concentran todas las ganancias. En contraste entre la importancia económica y social de los campesinos y el trato que reciben del presente sistema es manifiestamente escandaloso. La violencia ha sido principalmente campesina. El gobierno fue el iniciador de la violencia; desde 1947 fue el que produjo con la policía primero y con el ejército después, desde 1948. Los oligarcas liberales pagaban a los campesinos liberales y los oligarcas conservadores pagaban a los campesinos conservadores para que los campesinos se mataran entre si. A los oligarcas no les hicieron ni un rasguño”. 

                                                                                                                              Por lo que dijo, por lo que escribió, pasó a ser uno de los enemigos de las estructuras a las que criticaba. Y una tarde, decía su madre en la cinta de Álvarez, oyó un golpe seco en una de las ventanas de su apartamento, de su viejo apartamento. Creyó que había sido una piedra. Cualquier objeto contundente. Una trivialidad. Fue a ver. Era un balazo. Vio el vidrio atravesado por un balazo que iba dirigido hacia el lugar donde se sentaba a comer su hijo, Camilo. Conmocionada, lo llamó con urgencia. Le dijo que se fuera. Que si lo iban a matar era preferible que se fuera de una vez por todas a las guerrillas y muriera por su pueblo. Camilo Torres se fue a morir por su pueblo y murió por su pueblo, en aquellos tiempos en los que los manteles olían a pólvora, como escribía Octavio Paz. Luego de su muerte, su figura se transformó en mito. Unos, como los espectadores de la cinta de Carlos Álvarez, lo veneraban, e incluso lo seguían, hasta el punto de que en Argentina, uno de los brazos de las resistencias peronistas, Montoneros, se llamó frente Camilo Torres. 

                                                                                                                              Otros lo estigmatizaron. Se les fue la vida en tratar de encontrar detalles que ensuciaran su legado. Y cuando no los encontraron, se los inventaron, como dijo Carlos Álvarez sobre la película Camilo Torres (1973), de Francisco Norden, “un largometraje de entrevistas a burgueses redomados que se proclaman todos consejeros del cura guerrillero y prácticamente autores de todos los pasos que en su vida dio una de las figuras culminantes de la historia contemporánea colombiana”. Álvarez trabajaba por aquel entonces en su propio documental sobre Torres, pero como confesaría diez años más tarde, le hacía falta dinero para completar su obra. Cuando presentó “Introducción a Camilo Torres”, dijo que aquellos 29 minutos eran, precisamente, una introducción a la vida y obra de un personaje esencial en la historia colombiana del Siglo XX. Insinuó que con el tiempo se iba a olvidar, o algunos iban a hacer que se olvidara. Así ocurrió.       

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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