Durante los primeros cincuenta años del siglo XX colombiano, corrieron ríos de sangre y de licor, a la par con la industrialización del país y periodos de prosperidad económica. A esa conclusión llegó el historiador Carlos Roberto Pombo Urdaneta, autor del libro “Discordia y progreso: la primera mitad del siglo XX en Colombia”, publicado bajo el sello Taller de Edición Rocca.
El escritor y actual presidente de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá, se propuso demostrar que “la violencia no fue la causa de todas nuestras desgracias” y que aún en medio de las disputas políticas el país allanó el camino para modernizarse.
Hacia la década del cuarenta, Colombia contaba con setenta emisoras radiales y había más receptores de radio por persona que en cualquier otro país latinoamericano. “La radio (…) no pocas veces se prestó para desinformar y agitar aún más los sentimientos y las pasiones de los ciudadanos. (…) Una gran parte de la población la oía en medio del consumo de alcohol, pues en todas las tiendas y bares había receptores”.
A través de 270 páginas, el autor analiza los acontecimientos clave de este periodo convulso que va desde la Guerra de los Mil Días hasta el Frente Nacional. La obra cuenta con prólogo del escritor y periodista Juan Esteban Constaín.
Fragmento
La génesis de la Violencia, como lo han postulado diversos historiadores, sería la Guerra de los Mil Días. Mauricio García Villegas sostiene que la época de la Violencia fue, entre otras cosas, la respuesta que los liberales y los conservadores dieron a sus viejas disputas del siglo xix.
Efectivamente, con los tratados de Neerlandia y Wisconsin de 1902 se firmó la paz que puso fin a la Guerra de los Mil Días; sin embargo, el conflicto continuó.
El historiador Gonzalo Sánchez no encuentra elementos suficientes que permitan explicar cómo ha podido Colombia preservar la imagen de un país democrático después de las guerras de independencia, de las guerras civiles que vivió durante el siglo XIX y comienzos del XX, de la Violencia de los años cincuenta y sesenta y de aquella que se reprodujo y fortaleció a partir de las guerrillas y el narcotráfico y llega hasta nuestros días.
Para responder interrogantes como: «¿En nombre de qué o de quién, las cuadrillas de bandoleros asesinaban a grupos de individuos cuya identidad política en ocasiones era la misma, era contraria, o les era desconocida?», la antropóloga María Victoria Uribe afirma que cualquier explicación que pretenda responder este interrogante y entender el fenómeno de la Violencia, debe considerar la cultura y los valores de las sociedades campesinas, mestizas e indígenas.
Analistas como Francisco Leal Quevedo llegaron a afirmar que regiones, como la del Tolima Grande, eran proclives a la guerra irregular entre otras razones, por sus características étnicas. El genetista Emilio Yunis rechaza un «determinismo genético» y concuerda más con la teoría del antropólogo y etnólogo, Claude Lévi-Strauss, «padre de la antropología estructural», según la cual la cultura fija las características de los grupos humanos y no a la inversa.
Hasta bien entrado el siglo XX, la mayoría de la población colombiana vivía en regiones geográficas prácticamente aisladas y en condiciones muy precarias. Se trataba de un país fragmentado, que se caracterizaba por «sociedades cerradas» en las que se heredan, como lo explica Yunis, «… los mismos elementos culturales, el mismo patrón familiar y los hábitos de vida; todo esto conduce a la intolerancia, al predominio dogmático de las creencias e incluso a la imposición de una sola forma de ver el mundo y de organizar la sociedad».
Como consecuencia de la prolongada influencia ejercida por la Iglesia al someter al pueblo a creencias y normas de la religión católica, aunada a la mayúscula presión del Ejército, que reclutaba principalmente campesinos e indígenas para la creación de tropas que debían combatir en los frecuentes enfrentamientos, se conformaron lo que se conoce como «sociedades disciplinarias» que fueron moldeando férreamente la personalidad de los individuos y grupos humanos que integraron estos cuerpos.
En un país caracterizado por una profunda heterogeneidad cultural, entendida como «el conjunto de valores y creencias que dan forma, orientan y motivan el comportamiento de las personas», tanto los principios morales y religiosos que por años guiaron la conducta de los colombianos, como las normas y costumbres que regulan los usos sociales, no sólo se entienden de manera diferente de una región a otra, sino que evidentemente, varían con el paso del tiempo. En efecto, en muchas regiones, la irrupción repentina de nuevos y discordantes principios, aumentaron el clima de ansiedad y tensión social.
Con frecuencia lo que para la Iglesia podía ser pecado, para el Estado ni siquiera era considerado como un delito. Un acto determinado que en una región podía ser inaceptable moralmente, en tanto que, en otra, donde prevalecía la tolerancia como atributo de la sociedad y expresión de la civilización, resultaba aceptable. Por ejemplo, en muchos casos las masacres fueron utilizadas por los bandoleros donde, en términos de la lógica campesina, era imposible una regulación no violenta de los conflictos. Así, una especie de relativización de los pecados que la Iglesia condenaba con vehemencia, resultaba ser una fuente de confusión y discordia para la población mayoritariamente católica y provinciana.
La lucha por el control del aparato del Estado fue un factor determinante en el conflicto colombiano, en su discordia secular. A lo largo del siglo XIX y hasta mediados del XX, algunos gobiernos llegaron a considerar legítimo recurrir a la violencia para salvaguardar el orden, en tanto que para ciertos grupos insurgentes resultaba necesario recurrir a la violencia para derrocar a un Gobierno represor. Las dos partes invocaban el derecho a la legítima defensa como argumento para cometer actos violentos. Otros grupos, simplemente, sacralizaban el derecho del pueblo a subvertir el orden mediante métodos violentos.
En consecuencia, las diversas transformaciones, con sus conflictos y sus acuerdos, ocurridas en Colombia en las primeras cinco décadas del siglo XX, sólo pueden entenderse como un fenómeno de alta complejidad que responde a la interacción de múltiples factores políticos, económicos, ambientales, demográficos y socioculturales. Explicaciones sencillas y unívocas enceguecen el análisis de los fenómenos de discordia y progreso ocurridos en este país.