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Una ramita de pino para el ataúd de Sergéi Prokofiev (Desencuentros II)

El compositor ruso viajó por Estados Unidos y Europa y vivió allí poco después de que triunfara la Revolución de Octubre, 1917, pero decidió regresar a la Unión Soviética en 1936, aceptando las condiciones de Stalin y sus súbditos, “y terminó como un pollo en la cacerola”, en palabras de Dmitri Shostakovich, uno de sus principales rivales dentro del ámbito musical del siglo XX.

Fernando Araújo Vélez
13 de abril de 2025 - 03:27 p. m.
Las obras de Sergéi Prokofiev incluyen piezas tan escuchadas como "El amor de las tres naranjas", "El teniente Kijé" y "Romeo y Julieta".
Las obras de Sergéi Prokofiev incluyen piezas tan escuchadas como "El amor de las tres naranjas", "El teniente Kijé" y "Romeo y Julieta".
Foto: Library of Congress Catalog
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Apenas acababa de cumplir 13 años y de ingresar al Conservatorio de San Petersburgo. Entre sus familiares se atrevían a llamarlo”El Mozart ruso”, pues ya había compuesto algunas óperas, y cuando caminaba por los pasillos del edificio del Conservatorio, sus compañeros, que eran sus rivales también, lo señalaban y pronunciaban su nombre, Sergéi Prokofiev, en voz baja. De una u otra manera, allí todos lo conocían y esperaban de él grandes obras. Lo comparaban con Igor Stravinsky, con quien se topó en París tiempo después, y con Serguéi Rachmaninov, a quien se encontró en los Estados Unidos luego de que hubiera estallado la Revolución de Octubre, 1917, y después de las hambrunas y la guerra civil que le siguieron.

Los dos buscaban convertirse en los preferidos de la música clásica en América, y sobre todo en Norteamérica, pero Rachmaninov había llegado antes, y más que eso, su estilo era más clásico, más conservador. En últimas, más del gusto de las mayorías. Por más de que Prokofiev intentara convencer a los críticos, y en general a la gente del mundo de la música y los teatros de su genialidad, siempre fue el número dos. Más de 30 años más tarde, ya afincado en la entonces Unión Soviética, recordaría que se sentía despreciado, y que en una caminata por el Central Park de Nueva York pensaba “Con una furia helada en las maravillosas orquestas norteamericanas a las que mi música no les interesaba para nada”.

Para él, los norteamericanos no habían madurado musicalmente lo suficiente, y sin dudas, él había llegado muy pronto. Ante su desazón, se preguntaba una y otra vez si debía regresar a Rusia. “¿Pero cómo? Rusia estaba rodeada por las fuerzas de los blancos, y, de todas maneras, ¿quién quiere regresar a casa con las manos vacías?” En palabras de la escritora Nina Berberova, Prokofiev solía comentar que en Estados Unidos no habría lugar para él mientras Rachmaninov siguiera vivo, y que Rachmaninov viviría como mínimo 10 o 15 años más. “Europa no me alcanza y no quiero ser el segundo en Norteamérica”, decía, casi que eternamente vencido.

A mediados de 1920, abatido, aunque ilusionado, se fue de Nueva York y viajó a París. “Pero Stravinsky ya estaba cómodamente instalado en la capital francesa, lo que la convertía en una ciudad todavía más difícil de conquistar”, escribió Orlando Figes en “El baile de Natacha”. La aprobación de Serguéi Diaghilev, creador de los ballets rusos, empresario, crítico y relacionista, era esencial en París, y como solía decirse en Europa, e incluso en la Unión Soviética, Stravinsky era el “hijo favorito del empresario”. Más allá de sus preferencias, tiempo atrás había dicho que las óperas estaban “pasadas de moda”, y a Prokofiev lo seducían las óperas. Sobre todo, crearle, ponerle música a la literatura rusa.

Antes de arribar a París había compuesto óperas de “Guerra y Paz”, de León Tolstoi y “El jugador”, de Fédor Dostoievski, y tenía entre borradores “El ángel de fuego”, de Valeri Briúsov. De la mano de Diaghilev, motivado y protegido por él, Prokofiev compuso la música para los ballets de “El bufón”, “El paso de acero” y “El hijo pródigo”, en 1921, 1927 y 1929. El primero tuvo cierta aprobación por parte del público y de la crítica, “aunque molestó a Stravinsky, quien luego se complotó para volcar a los árbitros del gusto musical en París (Nadia Boulanger, Poulenc y Les Six) en contra de Prokofiev”. El segundo fue calificado como vil propaganda del régimen soviético, y el tercero logró un importante revuelo.

Más allá de sus ballets, la principal obsesión de Prokofiev era “El ángel de fuego”, la cuarta de sus ocho óperas, cuyo tema atravesaba la magia, el sexo, las pasiones, la nigromancia y el misticismo.  Había empezado a trabajar en ella en 1919, justo en la época en la que conoció a la cantante española Lina Llubera, con quien tuvo dos hijos, Oleg y Sviatoslavy, y quien le ayudó a crear y afinar su “Ógnenny ánguel”, representando incluso el papel de Renata en una villa de los Alpes bávaros, a donde se fueron en 1922. Seis años más tarde, Bruno Walter, director de la ópera de Berlín, le comunicó que su obra sería estrenada. Sin embargo, Prokofiev no cumplió con la entrega de su ópera a tiempo y el proyecto se canceló.

Como escribió Rafael Valentín-Pastrana, “Prokofiev, que sentía alta estima por la música de ‘El ángel de fuego’  y temeroso de que su ópera, por su explosiva combinación de violencia, sexo y misticismo, jamás fuera representada, aprovecharía gran parte del material de la obra y lo incluiría en una de sus sinfonías más logradas, la ‘Número 3 en do menor, Op 44′estrenada por Pierre Monteux en 1928 dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de París”. La totalidad de su “Ángel de fuego” fue estrenada en París, 1954, después de su muerte. En Rusia apenas sería concierto en 1991, tras el final de la Unión Soviética, con ocasión de los distintos certámenes que se organizaron para conmemorar los cien años de su nacimiento.

Pasada la cancelación de su ópera, Prokofiev recibió una invitación firmada por Anatoly Lunacharski, Comisario popular para la instrucción pública de la Unión Soviética, y uno de los hombres más cercanos a Stalin,  para que regresara a su país. La cúpula dirigencial había sido testigo del éxito que habían tenido sus presentaciones en Moscú y en San Petersburgo, y del delirio que generaba su música en Sontivka, Ucrania, donde había nacido, el 23 de abril de 1891. “Era un ingenuo en el plano político”, diría con el tiempo Stravinski, y ni siquiera sospechaba que aquella invitación fuera para darle brillo a la foto del sistema. Regresó. Aceptó todas y cada una de las prebendas que le ofrecieron.

Como escribió Dmitri Shostakovich en “Testimonio”, sus memorias, “Prokofiev y yo nunca fuimos amigos… nunca pudimos tener una charla abierta… Era un hombre duro y no parecía interesado en otra cosa que no fueran él mismo y su música… Probablemente, él tenía una educación musical mejor que la mía. Pero al menos yo no soy un esnob… Hay grandes maestros que mantienen una nómina de secretarios para orquestar sus trascendentales números de opus. Nunca pude entender esa forma de incrementar la productividad. Durante casi quince años había estado sentado entre dos taburetes; en Occidente siempre fue considerado un soviético y en Rusia le recibían como a un invitado occidental”.

Shostakovich cerró sus comentarios sobre Prokofiev en sus discutidas vivencias, asegurando que todo lo soviético se estaba comenzando a poner de moda, y que su viejo conocido se había llenado de deudas en el extranjero, así que retornó y “terminó como un pollo en la cacerola… Vino a Moscú a enseñarles y ellos empezaron a enseñarle a él…”. Cuando volvió, dijo que era ruso, y por ello, era el hombre menos adecuado para el exilio. “Mis compatriotas y yo llevamos nuestra patria con nosotros”. Desde el 32, iba y volvía a Moscú. En el 36 se quedó definitivamente en la Unión Soviética. En palabras de Figes, “Lo recibieron con todos los lujos: un amplio apartamento en Moscú con muebles importados”.

Un mes sí y otro también, recibía encargos para componer a favor del régimen. Hizo música para teatro y para cine, “El teniente Kije” y “Romeo y Julieta”, y recibió el premio Stalin “en no menos de cinco ocasiones entre 1942 y 1949″. Sin embargo, su tragedia ya había comenzado a escribirse, y aquellos que le pedían música, conspiraron contra él y lo declararon “formalista”, que era una manera de calificarlo como “vendido”. A su primera esposa, Lina Llubera, la condenaron a trabajos forzados en Siberia, acusada de pasarles información sobre la Unión Soviética a algunos gobiernos de Occidente. Prokofiev jamás fue a visitarla, y sus dos hijos jamás se lo perdonaron. Sus obras fueron prohibidas, y como su colega Shostakovich, con los años se recluyó más y más, y acabó por componer piezas de cámara.

Una de sus últimas creaciones fue “Sonata para violín en re mayor”, que según Orlando Figes, “irónicamente recibió el premio Stalin en 1947″. Antes de su estreno, le pidió a su violinista, David Oistrak, que tocara el primer movimiento “como el viento en un cementerio”. Seis años más tarde, Oistrak tocó aquel primer movimiento en los funerales de Prokofiev, que había fallecido el mismo día que Iósef Stalin, el 5 de marzo de 1953. La última escena de su biografía era el de un puñado de personajes vestidos de gris y de negro. Unos llevaban su ataúd. Otros, lo acompañaban. Oistrak tocaba su violín, y su violín era el único sonido del viento en aquel cementerio en el que unos pocos familiares y amigos de Sergéi Prokofiev, a falta de flores, dejaban ramitas de pino sobre su féretro.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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alexandrs Navarrete(m841l)14 de abril de 2025 - 03:07 p. m.
😿😿 Es complejo concluir el nacionalismo en una relación humano.
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