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Me consta que todavía leían y comprendían muy bien los recibidos en los sesenta, quienes, en la siguiente década egresarían, al menos cerca del 8% de ellos, de alguna universidad pública. Algunos, hombres y mujeres, llegaron a ser mis profesores.
El diploma de un bachillerado, hombres y mujeres, constituía un motivo de orgullo familiar, barrial, incluso municipal. Los bachillerados hombres, por ser la mayoría dentro de una minoría, eran los grandes partidos de entonces. Abuelas y madres se turnaban para franquearles las puertas de las casas. Amarrar a un bachiller otorgaba distinción, representaba un seguro contra los años, tal vez una suerte de resignación. En Ciénaga, donde tengo a casi toda mi familia, en el año sesenta del siglo anterior, hubo menos de 2 bachilleradas por cada 10 bachillerados. Las mujeres eran ya en ese año el 50.48% de la población, pero marchaban a la zaga en los estudios, sobre todo universitarios, algo que cambiaría significativamente en los siguientes dos décadas. Hoy ellas son de lejos la mayoría en la composición de un salón de clase.
Todos los bachilleres de antes venían de Salamanca, de lugares vecinos o algo más distantes. Esa Salamanca, prestigiosa y recurrente, poca relación guarda, por supuesto, con la Isla de Salamanca, franja de tierra costera entre el mar Caribe y la Ciénaga Grande de Santa Marta, en el norte de Sudamérica. Esos bachillerados antiguos, duchos en tantas faenas, prescindían de abrir mapas o hundir teclas de celular, como ahora, para resolver problemas o zanjar discusiones. Ellos sabían dónde quedaba la dichosa Salamanca. Sus cabezas eran además calculadoras veloces y precisas a disposición de sus oficios e inquietudes. Sacaban raíces cuadradas o cúbicas, hombres y mujeres, mientras marchaban a las tinajas de los abuelos a beber agua fresca, recitaban poemas sin mancar acentos, conocían locuciones en latín, aparte de tener ordenadas en la cabeza las horas de nacimiento y muerte de los presidentes del país. Todos se preciaban de la caligrafía y de la ausencia en ella del menor error ortográfico. Alguien, a los veinte dos años, en Ciénaga, se pegó un tiro una tarde en el traspatio de su casa, en inmediaciones del estadio de béisbol. Todos, suspendimos el fútbol en un solar vecino, y corrimos a ver. La razón del acto se supo a la nada. La novia le restregó en cara su mala ortografía, su pésima letra.
Sería un error tomar mi ejemplo de Salamanca, sobre la solvencia de los bachillerados y las bachilleradas de antes, como la defensa a ultranza de la educación antigua, que a ella igual le apretaban los zapatos en muchas partes, se le llovía el techo. Pero, sin importar la cantidad de piedras que lancemos contra ese pasado educativo, es innegable que un bachillerado(a) de los tiempos de los abuelos, o digamos de mis padres, leía bien, sumaba sin ayudas y escribía el nombre y la dirección de la casa sin meter la pata. Había, sí, los lentos, los indisciplinados, o los desertes, los que con un par de años de bachillerato, o la primaria completa, decidían hacer mundo por cuenta propia a temprana edad. A algunos de este último grupo les fue bien. Mi abuelo, por sacar a orear un ejemplo cercano, que hizo tres años de bachillerato, tuvo siempre a su cargo la administración de las mejores fincas bananeras en los tiempos de la United o la Frutera de Sevilla. Mi padre, con primaria completa, fue un técnico bastante competente de IBM, primero en una clínica de Ciudad de México y luego en el hospital de Caracas donde conoció a mi madre, que era enfermera graduada. En Miami, ciudad en la que se jubiló a principios de este siglo, trabajó en una oficina del Citybank, en la división de transacciones internacionales, en cuyo sistema de control introdujo varias mejoras.
Ahora, en estos tiempos de estados digitales y de coronavirus, con tasas de analfabetismo de un dígito, encontrar un bachillerado(a) que lea bien es una excepción. Es un hecho ideal para fajarse un artículo, montar un editorial de última hora o armar una crónica periodística, como las muchas que, olorosas a ordenador, salen disparadas detrás de un premio de bolsa respetable. Ninguno de los bachillerados de antes -más hombres que mujeres, insisto-, seguros de sus títulos, de sus cartones, enmarcados y colgados en lugares visibles de la sala, acudía a la calculadora del vecino de clase al contar 2 más 3, ni al colega de la oficina al recibir el memorándum del nuevo jefe, que llegaba recargado y mala leche. Ahora, ni con todos los dedos de las manos las cuentas cuadran. Pedirle a un chico o una chica de quinto o sexto semestre leer y explicar un párrafo de seis palabras es motivo de disgusto, causal de mala actitud docente, la cuota inicial de una conflagración civil.
¿Alguien quiere iniciar la lectura? Empecemos en el tercer párrafo de la página 2. Sí. Ese. Tiene seis palabras.
Están los chicos que pierden el habla al enfrentar un texto semejante. Crecen los que ofrecen disculpas. Tienen malas las amígdalas. Olvidaron los lentes de leer en casa. A alguien, en el fondo del salón, celular en mano, le faltan las copias. ¿Eran para hoy? Termina siendo normal, entre los que leen al estilo presentadores de televisión, que desconozcan dos o tres de las seis palabras del párrafo de la discordia, que apenas distingan sin cancanear una conjunción adversativa de un verbo en pretérito. ¿Es importante eso? Solicitarle al joven de turno una lectura, literal aun, además de ser una excentricidad, ofende al poner en duda la capacidad intelectual de los chicos. Esta extralimitación de funciones es merecedora de la consabida carta al buzón de sugerencias, para que las directivas se pellizquen al elegir el cuerpo profesoral.
“Usted me pidió leer”, señaló la chica a quien le propuse identificara la idea del párrafo de las seis palabras. Leyó con buena dicción, eso sí, y la vista fija en una imaginaria pantalla, pero se negó a seguir con el ejercicio. “Ya cumplí, pida a otro eso”.
Se sentó, cruzó las piernas, le pasó las copias a otro compañero y tomó el celular del pupitre para contestar un WhatsApp.
¿Alguien quiere explicar?
“Eso te sucede por darte mala vida”, me replicó Vera Fernández, vecino de cubículo, al referirle en mala hora el episodio, justo a él, hombre curtido y práctico, próximo a la jubilación.
“¿Qué esperas, nene?”, me soltó, a mansalva. “Esta no es tu revoltosa universidad. La docencia de estos tiempos exige otras virtualidades”, enfatizó, y echó mano al borrador y luego al eterno texto de cálculo integral, sin quitarme la mirada acuosa de encima. “Así aprendemos todos ahora, sin saber nada. Hay tiempo de enderezar el camino”.
Vi salir a Vera Fernández, alto, corpulento y seguro, al pasillo de baldosas negras y blancas, algo gastadas. Varios colegas de su generación, todos de canas y olorosos a fuertes colonias, comentaban entre chanzas el nuevo gol de Cristiano Ronaldo, ahora en la Juve, en el Calcio, como dicen mis alumnos futboleros. Renuente a entender, mordido en mi orgullo, me volví hacia la ventana del jardín. Tuve un pensamiento para mis títulos de posgrados. Uno de ellos obtenido en una prestigiosa universidad de Cataluña. Mis cartones, encarpetados en orden, me servían solo para cobrar bien por unas clases que a nadie le interesaba tomar. ¿Qué pensarían mis abuelos, que se partieron el lomo para que yo coleccionara títulos que son solo títulos? Ninguno de los dos quiso que yo fuera futbolista. Ellos querían un doctor.
El “ahora”, en la boca vivaz de mi exprofesor Vera Fernández, me acompañó una buena parte del descanso. El hombre no solo me enseñó cálculo durante dos semestres en mi universidad, sino que, en los ratos libres, leía en voz alta con nosotros cuentos o crónicas, según decía para completar la hora. Sin una perspectiva más amable a la mano, aparté la mirada de crotos, helechos y heliconias y enfrenté la pantalla del portátil, resignado a teclear otro texto inútil, quizá consolador, uno más en la línea de “Cervantes, ¿precursor del realismo sucio? o “El judío de Venecia: una cuenta pendiente”. Cerré el aparato luego de escribir cinco párrafos y algo más de quinientas palabras.
Me esperaba a las cuatro una última clase de dos horas.
Santa Marta, 25 de marzo de 2020.