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Una vigilia para honrar la sangre

La periodista y catedrática Daniella Sánchez Russo presentó su primera novela, Vigilia, una historia enmarcada en la poesía y las remembranzas de dos mujeres que, desde orillas contrarias, pero bajo un mismo techo, descubren el universo común de sus vidas cruzadas.

25 de marzo de 2022 - 02:00 a. m.
Daniella Sánchez Russo, autora de la novela “Vigilia”, publicada por Tusquets Editores.
Daniella Sánchez Russo, autora de la novela “Vigilia”, publicada por Tusquets Editores.

Es una alianza femenina que va y viene en una casa espaciosa donde el aire es espeso. Que fluye entre el río de los recuerdos y en los nudos afectivos que comparten dos mujeres desde el lado B de su convivencia. Es la memoria de Irene en dos planos. El de una niña de 14 años junto a su hermano quejumbroso, y el de ella misma como esposa y madre de mellizos, inmersa en el desencanto del matrimonio. Dos tiempos con una voz que los calibra: la de Luzmila, que desde su condición de empleada de servicio sabe que su vida transcurre entre la intimidad de una familia que terminó sumándola al cascarón de la confianza, pero que sabe cuándo debe volver a la periferia.

Los escenarios paralelos de tres generaciones unidas por privilegios económicos en una ciudad caribeña de universos alternos, hasta que la amenaza del secuestro rompe los protocolos y acentúa las grietas del círculo. Los caminos cruzados de Vigilia, primera novela de la escritora Daniella Sánchez Russo, quien desde una prosa poética atravesada por la introspección psicológica traza una mirada literaria sobre una sociedad excluyente, pero temerosa. Una historia en la que la servidumbre cobra una dimensión política que se descubre en los ecos de las noticias, y que simultáneamente abre la puerta a un insospechado mundo de complicidades y de contradicciones.

Nacida en Barranquilla, en el contexto de una infancia sosegada en una casa grande de familia amorosa, su vocación por la escritura resultó su ruta inequívoca. Ella cuenta que hacia los ocho años empezó a escribir cuentos que sus padres celebraban, hasta que un día, en el colegio Marymount, que regentaba Sister Johanna Cunniffe, la pusieron a leer Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski. Entonces le dijo a su madre que no saldría más de casa porque necesitaba leer para sobrevivir. Y se enclaustró a devorar literatura como si hubiera pasado por una rígida huelga de hambre. La lista de autores resultó tan larga, que su familia terminó en campaña para regresarla a la calle.

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Hasta ese momento su mundo intelectual, versículo a versículo, era La Biblia y sus relatos, con conferencias y exámenes de Sister Johanna hasta de cuatro horas en el auditorio del colegio. Pero antes de resolver por qué Abraham quería sacrificar a su hijo Isaac, que en su curiosidad le parecía tan inconcebible como Saturno tragándose a sus hijos en la mitología griega, se atravesaron León Tolstói, Gustave Flaubert y Germán Espinosa, que le cambiaron el libreto. Cuando concluyó su bachillerato, lo único claro es que quería salir de Barranquilla y vivir en Bogotá, una ciudad que había conocido en una efímera visita. Solo quería romper el hechizo de su burbuja.

Con voces a su alrededor, preguntándole día y noche de qué iba a vivir, aterrizó en Bogotá en la Facultad de Diseño Gráfico de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Sin embargo, husmeando en el norte de su talento, pasó por el taller de escritores de Isaías Peña, en la Universidad Central, las charlas literarias en el Gimnasio Moderno y varias cátedras de humanidades en la Universidad Javeriana. Un día se coló en una clase de periodismo y le quedó sonando. Finalmente saltó del diseño a la comunicación social y, antes de graduarse, entró a la redacción judicial del periódico El Espectador. Con poco tiempo para la literatura y demasiado para entender el país.

Entre colegas apasionados por las primicias aprendió el valor de los cierres para la escritura. Ya no disponía de tiempo expandido para hacer versos o imaginar relatos. Ahora tenía las horas contadas para entregar notas de expedientes. Fueron tres años cruciales que correspondieron a los de una nación trasegando dificultades hasta acceder a una negociación de paz. Pero ella sabía que más temprano que tarde esa adrenalina iba a cesar. Y el cambio llegó en 2012, cuando optó por cursar una maestría de escritura creativa en la Universidad de Nueva York y recobró la fluidez de su palabra. La extrajo de las casillas judiciales para ensartarla en su bordado.

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Fueron dos años sin afán para la escritura y de nuevo ensimismada en su oficio de lectora bestial. Con la disciplina aprendida de sus amigos judiciales para redondear noticias, pero buscando el fuego de su voz. Quizás escondido en los pliegues de El obsceno pájaro de la noche, del chileno José Donoso, o en los talleres de escritura motivados por los profesores Sergio Chejfec y Antonio Muñoz Molina. Volvió en 2014 a Bogotá, de nuevo al periodismo en la revista Fucsia como editora de contenido y como debutante en la cátedra en la Universidad del Norte de Barranquilla. Pero quería estudiar más, y le llegó el privilegio de ser becada para emprender su doctorado.

Esta vez en estudios hispánicos en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia (Estados Unidos), donde tuvo cinco años para perfeccionar su investigación académica sobre servidumbre doméstica y literatura latinoamericana, materia prima de su novela Vigilia, que ahora entrega a sus lectores. Ella afirma que su directora de tesis, Ericka Beckman, fue determinante para enmarcar su pesquisa en la órbita de la crítica literaria marxista y que sus sugerencias de novelas y ensayos fueron claves para encontrar el tono y la placidez de su escritura. Lo demás fue exploración en los recuerdos, las jerarquizaciones, los exámenes de religión o en los filtros de su universo encapsulado.

Con audacia para encarar, desde el deshojar del lenguaje hasta el momento íntimo de la menstruación y convertirla en metáfora de una nación agobiada por el abismo del secuestro. “En el interior de esta poderosa novela palpitan los múltiples caminos de la sangre: una que abre paso a la turbulenta adolescencia de dos amigas, y otra que las detiene en la adultez. Asimismo, salpicando el fondo de la historia, se vislumbra la sangrienta violencia colombiana. Solo que, en esta espléndida novela atravesada por los dilemas de muchas mujeres, la sangre se despliega en una prosa eficaz y suntuosa, cargada de belleza”, comenta la escritora y docente chilena Lina Meruane.

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Una desacralización que en el entorno escapista del colegio o desde el realismo oficioso de Luzmila se traduce en “deshonra a nuestra propia sangre”. Nada distinto a la atmósfera acechante de las pescas milagrosas, que nadie entiende por qué se llaman así o por qué, a la ligera, los medios de comunicación atribuyen a Dios lo que hacen las acciones de los insubordinados, pero que en la ciénaga de El Torno se llevó cautivo a un grupo de conocidos del club. La otra cara de una realidad que la servidumbre relata sin eufemismos, hasta que el padre de Irene lo interrumpe: “Deja de asustar a los niños”. No quiere que nadie reescriba el manuscrito de su abundancia. Vigilia no necesita nombrar a Barranquilla, pero se advierte en las formas del agua que la autora deja correr en sus añoranzas. En los arroyos que devuelven a los transeúntes a sus casas, en el río Magdalena que como cotidianidad atravesada concluye su ciclo interminable en un mar ausente, o en las ciénagas que revelan la crisis climática y la acechanza de los captores. Un universo casi colonial que se desmorona, pero que desde la complicidad femenina plantea una desconexión saludable. Una ayuda de memoria para entender cómo se crean las cosas del mundo y, en paralelo, cómo se desmontan los sueños de los niños que crecen sin entender verdades.

“Todo esto que recuerdo podría ser mentira. El asunto me preocuparía si estuviera buscando la verdad”. Esta reflexión solitaria en medio del relato sintetiza el abordaje de la autora a sus momentos de Vigilia. Entre los vacíos de una pareja de biólogos sin trabajo, los cuentos de campo de Luzmila que perturban y protegen, o el fantasma del secuestro, fluye un espacio de vértigo en el que los linajes muestran su fragilidad. Lo asiente la escritora Margarita García Robayo que concluye: “En la escritura de Daniella Sánchez hay mucha conciencia del entorno en el que brota la historia y de nuestros vicios -y nuestros miedos- más arraigados”. Surcos de luz para retratar al país.

Por Jorge Cardona

Editor general de El Espectador desde 2005. Previamente fue jefe de redacción, editor de la Unidad de Paz, así como editor y redactor judicial. En 2006 recibió la distinción a un Editor, concedida por la Fundación Gabo, y en 2020 premio a Vida y Obra del Premio Simón Bolívar. Catedrático universitario desde hace 30 años.jecardona@elespectador.com

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