Veo regresar del patio de su casa a Rosalba con el cuy más gordinflón. La mujer refleja satisfacción en el rostro. Sus brazos lampiños parecen relajados como si cargara unas cuantas plumas de la gallina que acaba de descuartizar minutos atrás. Camina lento, seguro, cubierta por un saco de lana adornado de pintas blancas encima del uniforme de cocinera. Los cachetes redondos y rojos delataban su ancestro andino.
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La observé con la misma mirada despistada con la que suelo avistar muchas veces. Pensaba en el registro visual realizado algunos años atrás para una obra artística, Autor intelectual, iniciada con la matanza y el desprese de una gallina, cuya labor es efectuada por un cocinero distinto a mí, debido al inevitable malestar que siempre me provoca esa parte de la tarea. Era asumir una labor honrosa pretendiendo reflejar en la simple práctica cotidiana de cocinar, traspasar múltiples interpretaciones sobre la violencia en Colombia, haciendo alusión a casos sexuales investigados judicialmente en los que los autores intelectuales son raras veces identificados o castigados, semejante al repugnante proceso de sacrificar a un animal en el que la mayoría de los cocineros prefieren hacerse invisibles.
El agua dentro del caldero aún no había comenzado a hervir. Rosalba acomodó los tizones de leña de forma en que el calor le permitiera la temperatura perfecta para pelar el animal. Yo estaba a su lado cuando la escuché conversar con su aprendiz sobrina, Helen Valeria Botina, la sucesora directa de la cuarta generación sobre el secreto para aliñar el cuy con cominos, varias clases de cebolla y sal, y de la importancia de adobarlo hasta el día siguiente. Al momento de asar le incrustan un palo desde la cabeza a las patas, recubriéndolo primero con achiote para luego, sobre carbón, girarlo continuamente hasta cocinar por dentro y por fuera. Es necesario chuzar para verificar una cocción homogénea.
La casa está situada en los alrededores de la laguna La Cocha, entre tesoros naturales resguardados para la salvaguardia territorial junto a otros asentamientos de comunidades campesinas kofán y kamsá, también descendientes de los quechuas. Durante un largo tiempo todos los hermanos de la familia vivieron en Ecuador. A su regreso vendieron agua de panela y empanadas de harina junto a su madre, quien había comenzado el negocio.
Con el aporte de don Olegario, su padre, dedicado a la extracción de madera, construyeron un restaurante y una cabaña para alojamiento. Allí siembran de manera orgánica hortalizas, tubérculos andinos, plantas medicinales y frutas, basados en un conjunto de conocimientos sobre el entorno, el tiempo de sosiego del uso de la tierra y la sabiduría de la relación entre el ciclo lunar, la siembra, la cosecha y la recolección. Los quillacingas, desde su ancestralidad, se han caracterizado por conservar una agricultura avanzada en cuanto a la técnica y práctica de cultivar en distintos pisos térmicos con la visión de generar una labranza abundante y diversa.
Entre todos los artesanos que componen el linaje Criollo Salazar, Pedro Olegario, Rosalba, Aníbal, Adriana Marcela y Helen Valeria, preparan artesanalmente yogures, dulces y hervidos. El menú se compone de platos de tradición: locro pastuso, cuy asado, brevas con arequipe, dulces de tomate de árbol, chilacuán, uchuva, melao caliente con cuajada, jalea de guayaba, mazamorra de uvilla, hervido de mora, colada de calabaza y aromática de yerbaluisa, tomillo, yerbabuena, menta, eneldo, congona, orégano y mejorana. La especialidad es la trucha ahumada, elaborada bajo la rancia costumbre de la madre, una receta que Aníbal prepara como ningún otro cocinero: tierna, mojada y suave. Siempre he creído en la buena relación entre cocina y sexo.
Aníbal, hombre de luna, nació el 20 de diciembre de 1969 en el corregimiento de El Encanto, a 27 kilómetros del oriente de Pasto, la capital de Nariño. Es el menor de los cuatro hermanos. Desde niño prepara caldo de papas con huevo. Caminó hacia mí con una bebida aromática entre los dedos, de esas que acostumbra a preparar para el goce del ánimo. Su madre, Jael Salazar Guayapotoy, murió hace algunos años; sin embargo él siempre lleva consigo las enseñanzas culinarias basadas en el respeto y la solidaridad: “Sea comedido hijo” y “adonde vaya y coma, lave el plato”. Como otros hombres de la etnia quillacinga, Aníbal pretende visibilizar el arraigo y saber indígena mediante la cocina como símbolo de congregación.
La lancha espera para cruzarnos al otro lado de la laguna. El comienzo de la tarde es frío. El aire fresco se disuelve entre leyendas y mitos, y las nubes desfallecen contra el místico espejo de agua. Va quedando atrás la diminuta Suiza de geranios, tulipanes y rosas. Todas las casas de madera están asentadas sobre troncos de helecho y levantadas en forma de chalets. Un estilo creado en el siglo pasado por Walter Sulzer, un cocinero suizo que llegó a trabajar en un hotel huyendo de la Segunda Guerra Mundial. El camino después de atracar se torna empinado y cerril. En la cima de la montaña aguantan don Epaminondas Jojoa y su hija Rosa, bisnieta de doña Paula Jojoy, la mujer que después de darle un sombrerazo en la calva al entonces secretario del gobierno local de Nariño se atrevió a romperle los títulos de tierra, que pretendía traspasar a terratenientes blancos. En ese momento se inicia una nueva historia en la representación de la mujer quillacinga en los cabildos.
Rosa trajo chicha de maíz aventado de la olla de barro. Las burbujas rebosan el vaso por la fermentación; debía tener más de diez días porque sentí mi cerebro borbollar. Leidy, su hija, ofreció poleada, una sopa de carne ahumada con ollucos, habas, cilantro, choclo zarazo y chulla o el almidón del mismo maíz, así que pude compensar un poco el predecible guayabo matutino.
Entre los indígenas y la naturaleza existe un intercambio de poderes sagrados ligados a la relevancia de su subsistencia. Son los frutos de la madre tierra los que alimentan un hierático mundo. Cuando un descendiente quechua convida a una comida a base de cuy, sacrifica al roedor en nombre del invitado. Es como brindar su espíritu reflejado en el animal al que ha cuidado y querido. Lo supe cuando don Epaminondas me lo contó.
Los universos pasajeros vividos rápidamente alimentan mi espíritu. Al día siguiente la experiencia del cuy me ofrendó otra visión.