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Veinte años de la muerte de Arthur Miller: su discurso de agradecimiento a España

Hoy hace 20 años murió el gran dramaturgo estadounidense, pero muchos olvidan que por su esposa estuvo conectado con España y que, por su obra, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2002.

Arthur Miller * / Especial para El Espectador

10 de febrero de 2025 - 10:00 a. m.
Arthur Asher Miller fue un dramaturgo y guionista estadounidense y una figura controvertida en el teatro estadounidense del siglo XX. Entre sus obras más conocidas están "Todos eran mis hijos", "Muerte de un viajante", "Las brujas de Salem" y "Panorama desde el puente". Miller nació el 17 de octubre de 1915, en Harlem, Nueva York, y murió el 10 de febrero de 2005, Roxbury, Connecticut. También recibió el Premio Pulitzer por "La muerte de un viajante”, en 1949.
Foto: Wikipedia
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Oviedo, España, 8 de mayo de 2002

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El jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras concede el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2002 a Arthur Miller, maestro indiscutible del drama contemporáneo que, con independencia de espíritu y notable sentido crítico, ha logrado transmitir desde la escena las inquietudes, los conflictos y las aspiraciones de la sociedad actual, renovando así la permanente lección humanística del mejor teatro.

Discurso de Arthur Miller

La concesión de este gran premio a mi obra, me trae a la memoria mis lazos con España y su cultura. Nunca he vivido aquí, ni he pasado, a lo largo de los años, más que unas pocas semanas en mis diversas visitas con mi mujer, Inge Morath, ya fallecida. Sin embargo, desde mi juventud, España ha ejercido sobre mi conciencia efectos especialmente importantes e incluso dramáticos. (Lea sobre la reciente adaptación en Bogotá de una de las obras clásicas de Arthur Miller).

Acababa de cumplir veinte años cuando estalló la Guerra Civil, con el alzamiento encabezado por Franco contra la República. No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo veinte, probablemente el peor siglo de la historia.

La agonía española se convirtió en clásica, el modelo de otros muchos gobiernos democráticos derrocados por fuerzas militares que predicaban la vuelta a los valores cristianos. Dos de mis compañeros universitarios marcharon para luchar con la Brigada Abraham Lincoln; uno, Ralph Neaphus, nunca volvió. Durante casi cuatro años lo primero que buscábamos en los periódicos de la mañana eran las noticias procedentes del frente español.

La palabra España en los años treinta era explosiva, el emblema esencial no sólo de la resistencia contra un retroceso obligado a un feudalismo eclesiástico mundial, sino también contra el dominio de la sinrazón y la muerte de la mente. Para muchos, incluso en aquel entonces, la Guerra Civil, con los nazis y las tropas de Mussolini apoyando abiertamente a Franco, fue la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial.

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A la vez, se asociaba España con Picasso y su Guernica. Sí, resultaba difícil creer que un piloto militar, aunque fuera de las fuerzas aéreas nazis, pudiese hacer vuelo rasante por encima de una plaza abierta y soleada y bombardear a civiles. Con el paso del tiempo, España pasaría a ser ejemplo de las luchas de muchos otros pueblos por alcanzar la modernidad, dejando atrás el oscurantismo y la inutilidad de contumaces instituciones feudales. A menudo se recordaba a España en China durante su lucha por librarse de hábitos y maneras de pensar feudales. España venía trágicamente a la mente en Chile, donde Pinochet había derrocado a otro gobierno surgido de las urnas.

Más recientemente, Inge Morath me reveló otra faceta muy diferente de España, la España que ella había llegado a querer, el país donde creo que más a gusto se encontraba. Era el país de grandes pintores y de su amigo Balenciaga, pero también de campesinos y gente del pueblo y toreros, a quienes le encantaba fotografiar. Veía en el carácter español cierta aspiración a la nobleza que yo creo que reflejaba la que ella misma tenía. A comienzos de los años cincuenta, cuando España despertaba poco interés en el mundo de la cultura, hacía fotografías del medio siglo con un amor y un respeto manifiestos por el alma de la gente, el verdadero tema de su obra.

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Ante su dominio absoluto del idioma, de las costumbres y de la historia de España, yo no podía más que observarla maravillado.

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Nuestra vivencia española llegó a su punto culminante hace aproximadamente año y medio, cuando la acompañé en una visita al pueblo de Navalcán. Había en aquel momento una exposición de sus fotografías en Madrid, entre ellas una serie que había sacado en los años cincuenta en un pueblo entonces remoto y apenas visitado.

Ahora, cincuenta años más tarde, había llegado a Navalcán la noticia de que el pueblo había adquirido cierta fama. Un autocar lleno de gente fue a Madrid para ver por sí mismos el aspecto que tenían hace tanto tiempo. Estaban en la galería, gente ya de mediana edad, supervivientes observándose jóvenes y lozanos en sus cumpleaños, bodas, sus campos y sus casas, rodeados de amigos ya ancianos o fallecidos. Volvieron a Navalcán e hicieron llegar a Inge una invitación, insistiendo para que volviera a visitarlos.

Viajábamos con nuestro amigo Derek Walcott, poeta laureado con el Nobel y un hombre de mundo con experiencia. Seguramente había salido a la calle más de un millar de personas para saludar a Inge y celebrar su vuelta. La policía y los bomberos enviaron a sus representantes y se sirvió una comida en el Ayuntamiento para sesenta personas.

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Walcott nos acompañaba en medio de la muchedumbre, que no cesaba de regalar a Inge ramilletes de flores, de ofrecerle con insistencia vasos de vino y bebés para besar, a la vez que recordaban a voces su visita de hace medio siglo. Ella no había hecho más que apreciarlos en un momento dado, y había otorgado un reconocimiento y un recuerdo público a sus vidas sencillas.

El cariño en sus caras era palpable. Por casualidad miré hacia Walcott y vi lágrimas en sus ojos. «En mi vida he visto algo tan bonito», dijo. El momento culminante de la visita fue la presentación a Inge por parte del alcalde de una nueva placa que decía «Calle Inge Morath». Iban a cambiar el nombre de una calle en su honor.

Por lo tanto, no vengo a ustedes y a la España moderna y democrática con las manos vacías, sino con mis recuerdos personales, unos trágicos, otros felices. Es este el mismo espíritu con el cual quiero darles las gracias por su reconocimiento y este gran premio.

* Cortesía de la Fundación Princesa de Asturias.

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Por Arthur Miller * / Especial para El Espectador

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