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Veinte años sin Guillermo Cabrera Infante: su retrato de La Habana

Fragmento de “La Habana para un infante difunto” (1979), una de las obras más emblemáticas del escritor cubano.

Guillermo Cabrera Infante * / Especial para El Espectador

20 de febrero de 2025 - 10:00 a. m.
El escritor colombiano Eduardo Márceles Daconte, a la izquierda, conversando con el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, a la derecha. Cabrera Infante fue un escritor y guionista cubano, que tras exiliarse de su país obtuvo la ciudadanía británica. Recibió el Premio Cervantes de las Letras en 1997. Nació el 22 de abril de 1929, en Cuba, y murió el 21 de febrero de 2005, en Londres, Reino Unido. / Archivo particular
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Era la primera vez que subía una escalera: en el pueblo había muy pocas casas que tuvieran más de un piso y las que lo tenían eran inaccesibles. Éste es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol. Hay la memoria intermedia de la estación de ómnibus y el mercado del frente, la plaza del Vapor, arcadas ambas, colmadas de columnas, pero en el pueblo también había portales. Así mi verdadero primer recuerdo habanero es esta escalera lujosa que se hace oscura en el primer piso (tanto que no registro el primer piso, sólo la escalera que tuerce una vez más después del descanso) para abrirse, luego de una voluta barroca, al segundo piso, a una luz diferente, filtrada, casi malva, y a un espectáculo inusitado. Enfrente (para este momento mi familia había desaparecido ante mi asombro) un pasillo largo, un túnel estrecho, un corredor como no había visto nunca antes, al que se abrían muchas puertas, perennemente abiertas, pero no se veían los cuartos, el interior oculto por unas cortinas que dejaban un espacio, largo, arriba y otro tramo, corto, abajo. El aire movía los telones de distintos colores que no dejaban ver las funciones domésticas: aunque era pleno verano, temprano en la mañana había fresco y una corriente venía del interno.

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El tiempo se detuvo ante aquella visión: con mi acceso a la casa marcada Zulueta 408 había dado un paso trascendental en mi vida: había dejado la niñez para entrar en la adolescencia. Muchas personas hablan de su adolescencia, sueñan con ella, escriben sobre ella, pero pocos pueden señalar el día que comenzó la niñez extendiéndose mientras la adolescencia se contrae —o al revés. Pero yo puedo decir con exactitud que el 25 de julio de 1941 comenzó mi adolescencia. Por supuesto que seguiría siendo un niño mucho tiempo después, pero esencialmente aquel día, aquella mañana, aquel momento en que enfrenté el largo corredor de cortinas, contemplando la vista interior que luego asustaría hasta un veterano de la vida bohemia, el pintor primitivo Cherna Bue, que visitó la casa mucho tiempo después y se negó de plano a quedarse en ella un momento siquiera, espantado por la arquitectura de colmena depravada que tenía el edificio, aquel a cuya formidable entrada había un anuncio arriba que decía: «Se Alquilan Habitaciones —Algunas con Días Gratis— Apúrense mientras quedan», ese día preciso terminó mi niñez.

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No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (palabra que oí ahí por primera vez, que aprendería como tendría que aprender tantas otras: la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país: tiempo después, cuando llegaron las etimologías, aprendí que solar era una mera degradación de casa solariega, la palabra cortada, el edificio transformado en falansterio) sino que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación. Avanzamos todos juntos ahora, intimidados, por el largo pasillo hasta la única puerta cerrada, que enfrentaba otro pasillo más largo (el interior del edificio estaba diseñado como una alta T con un rasgo al final y a la izquierda, una suerte de serife donde luego encontraríamos los baños y los inodoros colectivos, nociva novedad), esa puerta era la nuestra —por un tiempo. Mi madre había logrado que una familia del pueblo, que regresaban por el verano, nos prestaran el cuarto por un mes. Mi padre (aunque debía haber sido mi madre quien lo hiciera) abrió la puerta y nos asaltó un olor que siempre asociamos con aquel cuarto, con aquella familia, que nunca habíamos sentido cuando visitábamos su gran casa en el pueblo, en reuniones comunistas.

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Mi madre descubrió que era producido por unos polvos misteriosos que usaban, aunque nunca supimos para qué. Ese olor, como el perfume que llevaba la primera prostituta con quien me acosté, era típicamente habanero y aunque el perfume de la puta tenía el aroma de lo prohibido, resultaba tentador y grato, este otro olor memorable que salía del cuarto podía ser llamado ofensivo, malvado, un hedor —el tufo del rechazo. Ambos olores son el olor de la iniciación, el incienso de la adolescencia, una etapa de mi vida que no desearía volver a vivir —y sin embargo hay tanto que recordar de ella. Nos instalamos con nuestro equipaje (en realidad cajas de cartón amarradas con sogas) en el cuarto caótico dominado por el vaho exótico y mi madre, con su obsesión por la limpieza, comenzó a poner el caos en orden.

Recuerdo la vida de entonces, del mes que vivimos allí, como una interminable sucesión de tranvías (yo estaba fascinado por los tranvías, vehículo para el que no conocía igual, con su paso rígido por sobre raíles cromados por el tránsito continuo, su aspecto de vagón de ferrocarril abandonado a su suerte, sus largas antenas dobles que al contacto con los cables arriba, paralelos a las vías, producían chispas como breves bengalas) por el día y por la noche la iluminación azul y rojo intermitente que originaba el letrero luminoso colgado afuera, ahí mismo junto a nuestro balcón, que decía alternativamente «DROGUERÍA SARRÁ-LA MAYOR». Ese letrero en dos tonos de continuo coloreaba mis sueños, poblados de tranvías alternativamente azules y rojos —pero ésa era la infravida de medianoche.

La gran aventura comenzada sucedía más temprano, en La Habana de noche, con sus cafés al aire libre, novedosos, y sus inusitadas orquestas de mujeres (no sé por qué las orquestas que amenizaban los cafés del Paseo del Prado, al doblar del edificio, eran todas femeninas, pero ver una mujer soplando un saxofón me producía una inquietante hilaridad) y la profusa iluminación: focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos: luces haciendo de la vida un día continuo. Yo venía de un pueblo pobre y aunque la casa de mis abuelos quedaba en la calle Real no había más que un bombillo de pocas bujías en cada esquina que apenas alumbraba el área alrededor del poste, haciendo más espesa la oscuridad de esquina a esquina.

Pero en La Habana había luces dondequiera, no sólo útiles sino de adorno, sobre todo en el Paseo del Prado y a lo largo del Malecón, el extendido paseo por el litoral, cruzado por raudos autos que iluminaban veloces la pista haciendo brillar el asfalto, mientras las luces de las aceras cruzaban la calle para bañar el muro, marea luminosa que contrastaban las olas invisibles al otro lado: luces dondequiera, en las calles y en las aceras, sobre los techos, dando un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral o destacando un palacio que por el día se revelaría como un edificio feo y vulgar.

De día las anchas avenidas ofrecían una perspectiva ilimitada, el sol menos intenso que en el pueblo: allá rebotaba su luz contra la arcilla blanca de las calles, haciéndolas implacables, aquí estaba el asfalto, —el pavimento negro para absorber el mismo sol, el resplandor atenuado además por la sombra de los altos edificios y el aire que soplaba del mar, producido por la cercana corriente del Golfo, refrescaba el verano tropical y luego crearía una ilusión de invierno imposible en el pueblo: ese paisaje habanero libre solamente compensaba la estrechez de vivir en un cuarto, cuando en el pueblo, aun en los tiempos más pobres, vivimos siempre en una casa. Esa puerta siempre cerrada (mi madre no había aprendido todavía el arte de utilizar la cortina como partición) me, nos, forzaba hacia el balcón, la única abertura libre, aunque sirvió también de sitio de terror, pues mi madre había continuado su costumbre, tan vieja como yo podía recordar, de lograr el clímax de una discusión doméstica cualquiera (el que mi hermano hubiera tiznado accidentalmente sus pantalones blancos, por ejemplo) con la amenaza de suicidarse, esta vez concretada en una acción: «¡Me tiro por el balcón y acabo ya de una vez!».

Pero no es de la vida negativa que quiero escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez) sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia, comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca. La primera persona que conocí en La Habana fue singular: un hombre que mi padre nos llevó a conocer, y aun la forma de conocerlo fue desusada. Según mi padre era una criatura extraordinaria. «Es todo un personaje», explicó pero no nos preparó lo suficiente. Ocurrió a los pocos días de llegar a la ciudad y el lugar del encuentro fue típicamente habanero y por tanto inusitado. Caminamos todos hasta lo que luego conocería como la esquina de los Precios Fijos (Águila, Reina y Estrella) y allí nos detuvimos a esperar no a una persona sino a un vehículo, un ómnibus que se había convertido en las palabras de mi padre, evidentemente habanizado, en una guagua y como guagua conoceríamos al ómnibus en el futuro. (Esta palabra, a la que algunos filólogos del patio atribuyen un origen indio —¡imagínense a los sifilíticos siboneyes o a los tarados taínos viajando en sus vehículos precolombinos, ellos que ni siquiera conocían la rueda!—, viene seguramente de la ocupación americana al doblar del siglo, cuando se establecieron los primeros carruajes colectivos, tirados por mulas y llamados a la manera americana wagons. Los wagons se convirtieron en La Habana en guagons y de ahí no fue difícil asimilarlos a la voz indígena guagua y el género femenino estuvo determinado no sólo por la terminación sino porque todo vehículo en inglés es femenino. El hecho de que en Chile, Perú y Ecuador llamen guaguas a los bebés llegaría a producir para un cubano momentos de un surrealismo descacharrante, como la frase, leída en un libro chileno, «Sacó la guagua del río y la cargó en sus brazos» —¡se necesita otro Hércules, quizás a otro Atlas, para encontrar a alguien capaz no sólo de sacar un ómnibus de un río sino cargarlo en vilo en los brazos!)

Esperamos la guagua pero no sería una guagua cualquiera sino una perteneciente a la ruta 23 y de ésta un número dado que mi padre sabía. Después de un rato llegó la guagua indicada, mi padre le hizo la señal de parada, que era un cruce entre un saludo y la temerosa seña nazi: siempre me recordaría a esa mano adelantada con que se comprueba si todavía llueve o ha dejado de llover. Ante el perentorio aviso de mi padre (temeroso, como nunca después, de que se le fuera la guagua: era la guagua) el compacto, coloreado vehículo se detuvo y montamos La Guagua. Resultó que la persona que mi padre nos llevaba a conocer era el conductor de la guagua, el cobrador, eso que se llamaba en La Habana un guagüero, un empleo no sólo humilde sino que conllevaba una particular psicología: una manera de ver la vida y de comportarse y de hablar, un oficio nada alto en la estratificada esfera social habanera.

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Pero por supuesto yo no conocía estas distinciones entonces y miré al amigo familiar como se mira a un héroe: de abajo arriba, casi con reverencia, y un héroe escandinavo parecía: era alto, rubio, de ojos zarcos, en marcado contraste con mi padre que nos presentaba a Eloy Santos, un nombre que le convenía. De hecho se parecía mucho a William Demarest, comediante del cine. Eloy Santos nos recibió con gran alborozo a todos, pero sobre todo a mi madre. De más está decir que no pagamos el pasaje. (Esta generosidad con el dinero de la empresa le costaría el puesto a Eloy Santos años después: muchas veces no marcaba en el reloj los pasajes pagados y se embolsillaba los cinco centavos cada vez que podía, justificando el embolso con un verso evidentemente suyo: «Robar al capital / es justicia social», y como robaba al rico, la empresa, para dar al pobre, a sí mismo, se veía como un Robin Hood rodante). Eloy Santos, como mis padres, había sido fundador del partido comunista clandestino, aunque lo había sido años antes en La Habana.

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* Guillermo Cabrera Infante (Gibara, Oriente, Cuba, 1929 - Londres, 2005) es considerado uno de los más grandes escritores en español del siglo XX. Fue director de la Cinemateca de Cuba, crítico de cine, director del Consejo Nacional de Cultura, subdirector del diario Revolución, director del magazine cultural cubano Lunes de revolución y agregado cultural de Cuba en Bruselas. Trabajó como escritor de guiones para la industria de Hollywood e impartió clases en las universidades de Virginia y West Virginia. En su obra destacan los volúmenes de relatos Así en la paz como en la guerra (1960), Delito por bailar el chachachá (1995) y Todo está hecho con espejos: cuentos casi completos (1999); las novelas Tres tristes tigres (1967; Premio Biblioteca Breve 1964), La Habana para un Infante Difunto (1979) y La ninfa inconstante (2008); las recopilaciones de críticas cinematográficas Un oficio del siglo XX (1963), Arcadia todas las noches (1978) y Cine o sardina (1997); el ensayo Puro humo (2000), los libros autobiográficos Cuerpos divinos (2010) y Mapa dibujado por un espía (2013), ambos publicados póstumamente, y las recopilaciones de artículos Vista del amanecer en el trópico (1974), O (1975), Exorcismos de esti(l)o (1976), Mea Cuba (1972), Mi música extremada (1996), Vidas para leerlas (1998) y El libro de las ciudades (1999).

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Por Guillermo Cabrera Infante * / Especial para El Espectador

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