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Verso a verso (III)

Presentamos los poemas de la semana, de nuestros colaboradores Luz Yazmín Martínez Ávila, Pablo Enrique Triana Ballesteros, Andrés Felipe Sanabria y Leo Castillo.

Autores varios

30 de junio de 2019 - 07:30 p. m.
Cortesía
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Juegos de revés

Hice de mi sombra un baile. Escribo para adivinarme.
La niña que fui se rebela. Nada sabe. Nada atiende.
El sol se le queda como un dragón en la memoria.
Vive en el país donde el amor se hace charco y madeja de peces de colores que solo saben cantar dolores azules.
La que la vio, 
murió desterrada de sus letras de mano enamorada.
Sí, ella se quedó con el silencio y este lloró a su lado como las manecillas de un reloj roto.
Supe de sus uñas calcinadas entre las tinieblas de un bosque virgen.
Mi última lágrima no será mi última morada,
pero ¡ay! del tiempo en el que mi cuerpo se escribía y se inscribía. 
Sitio sagrado donde la verdad arrojó todos los tintes impúdicos y todos los aromas que la sangre puede morder, porque me falta música para habitar el aire.
Finito el juego de hacerme poema en el delirio.
Algún día alabarán mi pesadilla
y yo habré encontrado un lugar común donde apaciguarme.
Vendrán por mis heridas, así sortearé el horror de mis palabras.

Luz Yazmín Martínez Ávila

***

Donde habita el deseo

("All I ever wanted, all I ever needed")
Los mejores cigarrillos
no son los que fumo mientras leo algo, miro el celular
o hago cualquier otra cosa 
Ella llegó a mi casa esa tarde 
luego de miles de pequeñas charlas virtuales
Nos vimos
Sin premura
Sin mostrar el hambre
Disfrutándonos 
Aquí y ahora
Cada uno se secó el sudor de las manos disimuladamente contra el pantalón
y al fin, con temblor en el cuerpo 
y el pecho retumbando 
nos dimos todos esos besos prometidos en la remota posibilidad de lo imposible
Fingimos ver la película acordada 
mientras nuestros pies ocultos bajo la cobija se acercaban en sigilo 
y salvaban todo el vacío que no cabe en ninguna palabra 
Finalmente 
Sin saber cómo, ni querer hacerlo
mi carne se hundió en la suya
su humedad bañó mi dicha erguida
y sus gemidos susurraron a mi oído 
todas las respuestas que nunca me pudo dar 
a las preguntas que nunca pude formular 
Ninguno preguntó por la pareja del otro
que ambos sabíamos, existía 
Nadie quiso hablar 
racionalizar 
lo que se sentía 
No hacía falta 
Los mejores cigarrillos 
son los que simplemente fumo 
sin hacer nada más que tejer con su humo
lo que estas palabras
jamás podrán expresar.

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Pablo Enrique Triana Ballesteros

***

Penélope

A Ingrid Córdoba.
Penélope regresó con los mismos labios.
Ni nunca ni siempre se sabe
cómo, o por qué hay que besarlos...
Volver a ver su cuerpo de violeta
fue como si se paralizara mi imaginación
porque su carne era la mía
sin que fuera otra
y no la que yo estaba viendo en una imagen de mi celular.
La distancia crea matices que no se encuentran
y se evitan
en un cataclismo imposible...
Volver a verla
reveló mi verdad de nuevo
cómo cuando nos conocimos
y nos enbluyinábamos en una ansiedad hostil y fraguada por la arquitectura 
de los símbolos de nuestros miedos.
Jadeando sobre un tanque que disparaba semen sin hacer contacto con el límite del placer intimidante 
de penetrar la vagina 
del sexo más oscuro y delicioso 
de todas las dimensiones 
que perdieron su eternidad
cuando la vieron sonreír por primera vez...
¡Oh de los amores que se tienen!
Del amor de música ligera que me dio
mi pasado.
La vastedad de mi poesía
que sólo se entiende si ves palpitar sus ojos de gatúbela
destruyendo las grietas que la muerte deja abiertas
sólo a a los dioses
que dejaron el amor enterrado
en una palabra sin nombre
y una cruz de un hombre que es un fantasma con un tiempo especificado 
de una supuesta eternidad...
Mi memoria
no supo verte Penélope.
Me dueles
como la llama
que errante
quema mi mirada
porque el amor de tu corazón 
es más grande que esa palabra
sin nombre
que no es de nadie...
Del demonio.
Porque Él y Dios,
juntos
crean la justificación de la ausencia
del arte como verdadero sueño
de la humanidad.

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Andrés Felipe Sanabria

***

Ficciones

Un hombre salió un día cualquiera al campo. Llevaba una cabeza sobre los hombros, un corazón latiendo de manera corriente en el pecho. Andaba sobre dos piernas entre sus dos brazos largos hasta la mitad de los muslos. Estas partes estaban en su puesto. Pero el hombre tropezó accidentalmente con otro hombre (es lo que nos han hecho saber.) El hombre se tendió delicadamente en el suelo, como si un dolor infinito lo estuviera sacando de la existencia, pero sin dejar oír lamentos. En efecto, murió exangüe. No sabemos cómo a este hombre (es lo que se nos ha hecho saber) se le desprendió espontáneamente el pene de su sano cuerpo de jornalero. Aquí están sucediendo cosas que (si no fuera por lo que nos hacen saber las autoridades), cualquiera diría que se trata de ficciones de un triste autor tercermundista.

Leo Castillo

 

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