“Viaje a Cali”, fragmento del libro “La tía Lola”

Presentamos un fragmento de la nueva novela del escritor y columnista Andrés Hoyos, “La tía Lola”, publicada bajo el sello Seix Barral.

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Andrés Hoyos
07 de diciembre de 2022 - 10:59 p. m.
Andrés Hoyos, escritor, columnista y director de El Malpensante, publicó recientemente su nueva novela.
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Foto: Archivo particular
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Viaje a Cali

Jueves 1 de noviembre de 1990

Caía tremendo aguacero sobre Bogotá, con rayos y truenos. El carro no blindado de Guillermo Linero, un Aston-Martin igual al de James Bond en las películas con Sean Connery, yacía abandonado en el parqueadero del club de Los Urapanes. El jueves, muy de mañana, un fantasma con paraguas y gabardina finalmente llegó para llevárselo. Era Hollman Polanía.

Todos los periódicos de la capital –El Tiempo, El Espectador, La República, El Siglo, hasta los amarillistas, o sobre todo estos– pusieron la noticia del fatal accidente de polo en primera página. Uno incluso consiguió una foto de Guillermo tendido inconsciente en una camilla, antes de que lo subieran al helicóptero militar que lo llevó a la clínica Santa Fe. “Polo, maldito polo”, tituló otro. Asimismo publicaron una foto del caballo caído, que debió ser sacrificado porque se partió una mano en el accidente.

El entierro de un magnate como Guillermo Linero dista de ser un asunto sencillo en un país amenazado y precario, como lo era entonces Colombia. Para empezar, la prensa estaba ávida de la noticia en sí, pero no solo de eso, sino de ver lo que vendría después en el Grupo Linero. Se mencionaron los grandes cultivos de caña, el ingenio propiedad de la familia, los cultivos de la palma africana, el suministro de material militar, las inversiones inmobiliarias con incidencia sobre todo en Cali, Corpolinero, Moaré, una marca de ropa importante, un frigorífico, una corporación financiera privada, tres minas de carbón y una productora de televisión, entre más de 25 empresas. Se sabía que en los días siguientes el tema ocuparía páginas de periódicos y revistas, y mucho tiempo en la radio y la televisión. ¿Quién quedaría al mando del emporio?, ¿cómo se moverían las fichas al interior?, ¿habría fricciones? Todas estas preguntas, ambientadas en música fúnebre, interesaban a los periodistas.

En una cabina de radio esa mañana el tema fue de actualidad. Uno de los periodistas dijo que el finado magnate no había sido ajeno a las controversias, debido a su audaz estilo empresarial. Recordó a la audiencia cómo unos meses atrás se debatió en esa misma cabina el caso de una de las empresas del Grupo Linero, llamada Carbones de la Jagua, en cuyo proceso concordatario se registraron cuantiosas deudas internacionales, que pusieron con los pelos de punta a los representantes del gobierno por los presuntos efectos tributarios que eso tendría, y a otros miembros de la junta concordataria.

Un segundo periodista de la cabina contrapunteó:

–Bueno, Javier Darío, pero por hoy lo importante es que don Guillermo Linero perdió la vida en un infortunado accidente deportivo y que la conmoción en el país es grande.

–De acuerdo, Héctor, paz en su tumba. No sobra, por último, aclararles a los oyentes que este hecho inesperado supone que la batuta del Grupo Linero pasará a manos de su viuda, doña Lola Velasco de Linero, una mujer que según los conocedores del asunto tiene muy escasa experiencia en estas lides. Desde esta cabina le deseamos, por supuesto, la mejor de las suertes en lo que vendrá.

La velación en la Funeraria Gaviria de Bogotá de la calle 98 estaba en su apogeo el jueves a eso de las tres de la tarde. Lola, flanqueada por Gaby, tenía que saludar y sostener breves conversaciones con varias personas. La sobrina debía recordarle el nombre de la persona en caso de que se le olvidara. Habían pactado una seña, que consistía en que Lola abría la cartera y sacaba el pintalabios. Sin embargo, la memoria de Lola era muy buena.

El senador liberal, Claudio Rengifo, apareció primero y le dio a Lola un abrazo sentido.

–Lola querida, tú sabes lo mucho que siento lo de Guillermo.

–Lo sé, senador, lo sé.

Rengifo hizo cara de leve reproche.

–No me digas senador. Como bien sabes, yo era casi de la casa entre los Linero.

–Sí, claro, Claudio, lo sé bien. Entre otras, hablé con el padre Camilo y él va a oficiar la misa en Cali.

–Trataré de ir, además, para darle un abrazo a mi viejo amigo.

–Ustedes se conocen desde hace marras, ¿no?

–Fuimos condiscípulos en primaria y bachillerato. Luego la vida... A Lola le surgió un rictus de amargura.

–Sí, claro, la vida siempre haciendo de las suyas. Te esperamos en Cali en todo caso, Claudio, y gracias por venir.

Detrás venía otro senador, Rodolfo Arismendi, conservador, que no requirió la salida de ningún pintalabios de la cartera. Según Arismendi, la muerte de Guillermo era una tragedia para el país y para el Partido Conservador. Lola le agradeció la asistencia a la velación.

De civil, pero flanqueado por un uniformado Virgilio Montero hijo, venía Virgilio Montero padre.

–Mi señora Lola –dijo Montero padre–. Tantos años conociendo a don Guillermo. De verdad que nadie esperaba este cruel desenlace.

–General, mayor, ustedes saben lo mucho que los apreciaba Guillermo.

–Yo estaba allí, doña Lola –dijo Montero hijo–, y le aseguro que se hizo lo que se pudo.

–Claro, Virgilio, me contaron que el helicóptero militar llegó en minutos, pero a veces no hay manera de sacarle el cuerpo al destino.

De siguiente en la fila estaba Arnulfo Velasco acompañado de sus hijos Sandra y Mateo.

–Lola, mi amor, estamos contigo y tú lo sabes.

–Estoy para lo que necesites, Lola querida –agregó Sandra.

–Gracias, querido Arnulfo, gracias. Y a ti ya te llamaré si te necesito, Sandra.

Por último Mateo se declaró muy adolorido con la noticia. Lola, cada vez más fatigada, dijo que lo entendía.

Había bastante gente en la fila, entre ellos Jorge Lozano y Félix

Mosquera Castro. Félix le dijo a Lola que traía expresamente las condolencias del presidente de la república, que no podía asistir debido a un viaje ineludible.

Lola se animó un poco con las condolencias del presidente de la república.

–Gracias por todo, Félix, y agradécele de mi parte al presidente cuando lo veas.

Félix Mosquera hizo una venia y se retiró.

Apareció el doctor Bruno Monsalve y Lola se sorprendió al verlo.

Ya iba a sacar el pintalabios del bolso, cuando el doctor habló.

–Usted no me conoce, doña Lola, pero soy médico y fui quien alcanzó a atender a su marido ayer después del accidente. Incluso lo acompañé en el helicóptero. De veras que lo siento mucho, pero no se podía hacer más.

–Gracias, doctor, gracias en verdad, yo sé que se hizo lo que se pudo.

De la corte personal de Lola estaban su contemporánea Denise Vergnaud, en su vestido negro de diseñador, el doctor Eduardo Caycedo

–un hombre viejo pero muy bien conservado–, Cabetto y Gaby, acompañada por un aburrido y visiblemente desubicado Carlos René Lanari.

Lola llamó a Gaby a un lado.

–Gaby, mi amor, dile, por favor, a Emilio Echeverri que hay algo personal que debo hablar con él. Tenemos un cuarto privado abajo.

¿Sabrá dónde queda?

–Tranquila, que yo lo llevo.

–Eres un ángel.

Gaby y Emilio Echeverri llegaron a la oficina privada de la Funeraria Gaviria en el primer piso. Emilio era un dandi de algo más de treinta años al que se le quebraba hasta la sonrisa. Lola llegó, cerró la puerta tras ellos y les dijo a ambos que se sentaran. Una vez estuvieron todos alrededor de una mesa que había, Lola siguió con una actitud un poco sigilosa.

–Emilio querido, te tengo una misión.

–Lo que usted diga, doña Lola, lo que usted diga.

Lucía halagado.

–Anoche en medio de la batahola, Memo se nos perdió y no está en su apartamento.

–Veo –dijo Emilio.

Gaby agregó como quien no quiere la cosa:

–Yo sí lo eché de menos de un momento para otro. Tengo mis sospechas de dónde puede estar.

–Yo también –dijo Lola–, y creo que son las mismas tuyas, querida. Por eso necesitamos a Emilio. –Lo miró fijo–: Tu misión es localizar a Memo y tratar de convencerlo de que vaya al entierro y se comporte como es debido.

–¿Y a todas estas dónde suponen ustedes que está Memo? –preguntó Emilio.

Lola miró a Gaby con aire de complicidad y respondió:

–¿Adónde más va a estar? En casa de la mamá en Cali. Eso es seguro.

–¿Preguntamos, por siaca? –dijo Emilio. Lola comentó:

–La verdad es que yo ya averigüé. Está allá. Lo vieron.

–¿Quieres que viaje con Emilio? –preguntó Gaby–. Tú sabes que Memo y yo...

–No, querida, por esta vez te necesito aquí.

Viernes 2 de noviembre de 1990

Las alboradas en la casa del colegio San Estanislao de Kostka en El Tambo, Cauca, podían ser sobrecogedoras. La luz empezó a asomar en las montañas distantes y el padre Camilo Linero, madrugador contumaz, se sentó a ver llegar el día desde una mecedora de madera y mimbre que tenía instalada en el balcón. Tras salir el sol, que primero iluminó las nubes tan comunes en la zona, Camilo dejó el balcón y bajó al comedor, donde le sirvieron un desayuno que solía constar de chocolate y pan. Hoy habían agregado una cazuela de huevos revueltos con cebolla larga y tomate.

Una vez hubo terminado de desayunar, Blanquita recogió el plato y la taza y los llevó a la cocina. Las cosas estaban listas para el inminente viaje a Cali. Camilo se dirigió a ella.

–Yo creo que vuelvo pasado mañana, Blanquita. El entierro de mi hermano es mañana en la tarde.

Félix Guarín, como quien no quiere la cosa pero curioso, tartamudeó:

–Si.. si.. siempre es que era importante ese hermano su.. su.. suyo,

¿no, padre? No han dejado de mencionarlo en la te.. te.. televisión.

–¿Y tú dónde ves televisión si aquí la señal no entra? Blanca salió en auxilio de su asistente.

–Un vecino tiene una antena bien montada que capta la señal. Félix, cuando no hay nada más que hacer, se va a mirar televisión allá. Dada la curiosidad de ambos, Camilo accedió a darles explicaciones.

Les dijo que su hermano era un empresario importante con el que, la verdad, poco se relacionaba. Nunca fueron muy cercanos, pues se llevaban siete años y medio y desde un principio Guillermo arrancó por su propio camino. Ambos fueron a universidades en Estados Unidos, pero para entonces Camilo ya se estaba afiliando con la Compañía de Jesús. Luego estuvo en Centroamérica, lo que condujo a que no se hablaran por varios años, pues Guillermo creía que Camilo se había vuelto comunista, cuando él decía siempre haber sido un cristiano comprometido con los pobres.

–Los grandes ca.. ca.. capitalistas suelen ser así, padre, duros como el cuero m..uy asoleado –dijo Félix en un tono que no invitaba a la polémica.

–Pues hasta cierto punto sí, el gran capital tiene una lógica absorbente. Lo que no alcanza a acumular con su gran aspiradora, lo ignora. De tarde en tarde, te hacen saber lo que piensan.

–¿Como qué qué qué cosa, padre?

–No sé, le piden a uno que deje ciertos temas peliagudos, que tome partido o que por lo menos no ayude a los que consideran sus enemigos. Es complicado.

Efraincito apareció en piyama y abrazó a Camilo, que les recomendó a Blanca y Félix que lo cuidaran.

–Descuide, padre –dijo Blanca–, aquí vamos a estar todos muy bien.

Camilo tomó un escrito que había encima de la mesa y se lo metió al bolsillo.

Dos burbujas marca Toyota estaban listas en el patio para recoger a Camilo, y aunque se notaba que la parafernalia de la familia le fastidiaba, dejó que uno de los conductores le llevara la pequeña maleta que tenía lista. Antes de montarse, se despidió.

–Chao, Blanquita, me cuida el rancho, pues.

–Claro, padre, claro.

Camilo alzó las cejas y en voz resignada, relativamente baja, explicó con dirección a Blanca, a Efraincito y a Félix Guarín:

–Son cosas de mi familia. Yo no tengo nada que ver.

–No se preocupe, padre. Vuelva pronto.

Por un instante se vislumbró que Félix Guarín hacía mala cara una poco disimulada a quienes habían venido a recoger al padre; ellos por su parte tampoco parecían contentos con la situación. Camilo habló a los del esquema de seguridad con ánimo conciliador:

–¿Quieren una gaseosa antes de partir, muchachos? El chofer de la burbuja delantera contestó:

–No gracias, padre. Ya tomamos en la pensión, y yo, la verdad, creo que es mejor que vayamos saliendo ya, si no le importa. El viaje es largo.

Mientras Camilo les decía que estaba listo y que arrancaran, Félix los siguió mirando, ahora con ojos más enigmáticos. En realidad, ya no delataba ninguna emoción. Montado el padre en la burbuja de adelante, la caravana arrancó carretera abajo, y en la misión quedaron Blanca, Efraincito y Félix. Solo Blanca despidió los carros con la mano.

Emilio se bajó del avión en Cali y a la salida de pasajeros lo estaba esperando un chofer más o menos guapo que tomó virilmente su maleta. Luego abrió la puerta del pasajero y Emilio se subió. Distraído, Emilio sonrió encantado, pero no dijo nada.

Por la autopista y viendo los eternos cañaduzales del Valle del Cauca, Emilio llevaba la cabeza a mil por hora y se figuró una película que se había repetido varias veces en su vida. Imaginó que el chofer daba un viraje fuerte al carro y se metía por un callejón sin salida. Luego pegaba un frenón y saltaba al asiento de atrás y con agresividad casi de maleante le decía a Emilio:

–Sin gritar, ¿bueno?

Asustado y excitado, Emilio respondía en su mente:

–No, claro que no voy a gritar. No te preocupes. Pero con un poquito de cariño, ¿bueno?

El chofer de la fantasía ponía a Emilio con la cara contra el asiento de atrás y empezaba a desvestirse y desvestirlo. Su voz era una voz de mando:

–Ya le dije que era sin chillar, maricón. Calladito como un marranito.

Emilo alcanzó a oír en su fantasía el chillido de un marranito, pero la imagen se disolvió y volvieron a estar en la autopista de entrada a Cali.

–¿Adónde lo llevo, don Emilio? –preguntó el chofer mirando por el retrovisor.

–A casa de doña Rosa María Santacruz. ¿Sabe dónde queda? Sí sabía, porque con frecuencia le tocaba pasar por allá.

Al rato, llegaron a una buena casa en el norte de Cali, y Emilio se bajó. Tras golpear un poco más de lo habitual, la propia Rosa María abrió la puerta con cara de pocos amigos.

–Usted me va a perdonar, doña Rosa María, pero sabemos que Memo está aquí con usted.

–Ni saluda y ya me está dando órdenes. Pues sepa que no lo confirmo ni lo niego.

–Estoy aquí porque a Memo ya lo vieron en su casa, doña Rosa María.

Rosa María dudó un poco, pero luego ablandó su posición y preguntó:

–¿De parte de quién le digo que es?

–Dígale que vino a verlo Emilio Echeverri. Se oyó la voz de Memo detrás de la puerta.

–Es Emily, mami, déjalo entrar.

Memo y Emilio se dieron un abrazo y fueron al porche en la parte de atrás de la casa, donde había un árbol grande rodeado de unas mesas de metal y cristal, con sillas metálicas. Memo tenía un aire exasperado. Como que no se hallaba. Miró a Emilio de frente.

–Bueno, Emily, querida, algo me dice que esta visita no es solo la de un amigo, así que ¿en qué puedo servirte?

–¿Me puedo sentar?

–Claro, claro, querida. Siéntate.

Emilio se sentó y miró a Memo de frente.

–Me imagino por las que estás pasando.

–Lo dudo, cariño, dudo mucho que entiendas el torbellino que hay dentro de mí. Pongámoslo así: Guillermo Linero era una ceiba que yo tenía plantada en la mitad de mi alma y ahora que me la acaban de arrancar de un jalón no me queda sino el huecazo –dijo con temor–. Casi no he parado de temblar.

–Terrible, querido, pero la cruda realidad es que tu papá ya no está y ahora tienes una serie de obligaciones para con tu familia.

–No señor, nanay cucas. Ellos tienen obligaciones para conmigo. Siempre fui un fastidio y un estorbo para mi papá. No le gustaba ni poquito tener un hijo maricón –dijo Memo, desafiante y decidido.

Emilio respondió un poco alarmado.

–Chito, Memo, no lo digas así, por favor. Tú sabes que te entiendo mejor que nadie, al fin y al cabo yo también fui alguna vez un hijo maricón, pero no eres ningún fastidio para Lola. Ella, por lo que entiendo, siempre te trató bien.

Memo meditó.

–Pues... tal vez sí. Recuerdo una vez en que se le plantó al propio Guillermo Linero, que en ese momento tenía ganas de hacerme pedazos. Pero yo a la larga a las mujeres no las entiendo. Ni siquiera a mi mamá.

–A la mamá de uno menos que a ninguna, mi amor. De todos modos, hay que irle dando tiempo a las cosas.

–¿Tiempo? –preguntó Memo–. No sé si tengo tiempo.

–Es lo que tienes, querido, mejor dicho lo tienes todo, pero hay que ir agarrando un día a la vez. Empecemos porque mañana tienes que ir al entierro.

–¿Ir yo al entierro? No estás ni tibio, cariño. ¿Quién me garantiza que mi papá no se levanta del ataúd, me agarra de cuello y me dice: “¡Y tú qué te has creído, que le voy a dejar mi plata a un maricón de mierda!”? Ahí ¿qué hago?

Emilio sonrió pero no le respondió, sino que sacó un cigarrillo de marihuana.

–¿No quieres un bareto?

Memo, súbitamente distensionado, dijo:

Now you’re talking, baby. Gracias mil, cariño. Entre colinos nos entendemos.

–A tu mamá no le importará...

–Sí le importa, pero no creo que se entere: desde ayer anda tascando freno, como si se le hubiera quedado trancada en el alma una andanada que le quería soltar a mi papá y ya no puede.

Encendieron el bareto. Memo, estando ante un “colega” y lubricado por el humo de la marihuana, abrió un poco su corazón.

–Mira, Emily querida, y no es para que lo andes soltando por ahí. Yo sí aprecio a Lola, con todo y que es mujer. Porque le tocó duro con eso de ser la esposa de Guillermo Linero. Y ya sabes que Gaby es como mi hada madrina. Están también mis tíos, con los que la situación es más difícil. Es que en esta familia a los que somos diferentes todos esos machazos nos miran encañonado. Fíjate que yo había firmado unos papeles que me pasó mi papá hace unos meses como diciendo “si no los firmas, te voy a dar por el culo”, pero los rescaté antes de venir. Me voy a dar el gusto de quemarlos. Mírame.

Dicho y hecho, Memo se levantó, sacó unos papeles del mismo maletín que tomó por la noche de la oficina y utilizó la superficie del barbecue para hacer una pira de papeles, sin que Emilio tuviera chance de examinarlos.

–Sabes, por supuesto, que a tu papá lo van a enterrar aquí en Cali, ¿no?

–Me lo imaginaba. ¿Adónde más? La abuela Clarita fue la última que metieron en ese mausoleo espantoso y pueblerino que tienen, apenas la pobre dejó de hornear ponqués para la recua de Lineros. La compadezco, ella sí que tuvo que lidiar con todo ese pocotón de rinocerontes arrechos.

–Machotes todos... menos uno –dijo Emilio, ante lo que Memo sonrió.

–Sí, todos orangutanes menos este pechito, the one and only, yours truly.

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