El Magazín Cultural

Víctor Gaviria: “para mí la película nunca terminó”

Después de 20 años del estreno de “La vendedora de rosas”, Gaviria cuenta que la cinta le atravesó la vida. Tardó casi una década en dejar de visitar los barrios en los que transcurrió la película. A pesar del tiempo, los fantasmas siguen ahí.

Camila Builes / @CamilaLaBuiles
29 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.
Víctor Gaviria junto a Lady Tabares, Diana Murillo, Liliana Giraldo y Martha Correa.  / Archivo particular
Víctor Gaviria junto a Lady Tabares, Diana Murillo, Liliana Giraldo y Martha Correa. / Archivo particular

Desde el 2005 era imposible proyectar La vendedora de rosas en cualquier sala de cine. También su inclusión en plataformas digitales. De la cinta apenas se hicieron quince copias de 35 milímetros que se perdieron en su auge y de las que sólo quedan dos: una en la Cinemateca de Bogotá y la otra en Patrimonio Fílmico, ambas obsoletas.

El 23 de octubre de este año, después de doce años, se volvió a proyectar la versión remasterizada de La vendedora de rosas en una pantalla grande y se estrenó Poner actuar pájaros, el documental de Erwin Goggel que muestra la historia de los personajes de la cinta y el detrás de escena de la película. Víctor Gaviria, su director; Lady Tabares, su protagonista; Mileyder Gil, Andrea en la cinta, y Erwin Goggel, el productor, estuvieron ahí. Regresaron a los 90, esos años en los que hicieron una película imposible, en los que fueron a Cannes, en los que vivieron cerca de un año todos juntos en una sola casa, en medio del sacol, el perico y la marihuana. Víctor Gaviria cayó de cabeza en ese mundo, se enterró en la calle, vio la muerte abrirse bajo sus pies y se mantuvo ahí: al lado de sus actores. Gaviria es un adicto a la forma de hablar de la gente, sus muletillas y desmanes, las vulgaridades y los dichos. Gaviria se la pasa escuchando historias, pero pocas veces lo hemos escuchado directamente a él.

Yo llegaba siempre a mi casa muy tarde: a la una de la mañana, a las dos de la mañana, y mis hijos estaban pequeñitos. Matías tenía un año y mi niña tenía tres. Cuando llegaba, siempre estaba temblando de miedo y sentía que siempre podía pasar algo. Me levantaba temprano y le hacía unas grabaciones a mi niña —le hacía muchos videos a ella—, le grababa cosas lindas. Pero yo vivía sobre todo en otro mundo. Mientras yo grababa a unas niñas consumiendo sacol, mi niña de tres años me esperaba en casa.

Me sumergí tanto, tanto en ese mundo, el mundo de los afectos a través de la droga. La vendedora de rosas cambió mi vida… imaginate que un día llegué a una tienda por mi casa y la señora que atendía se impresionó cuando me vio, porque yo en esos años había cambiado mucho, incluso físicamente. Ella ya no me reconoció: “pero, ¿a usted qué le pasó?”, me dijo. Ya era una persona de la noche, una persona que vivía en Barrio Triste, mirando a esos niños, todas esas cuevas de droga, toda esa indigencia. Ahí me di cuenta de que había cambiado tanto, tanto. Tengo ese enorme remordimiento de haberme salido de lo normal y yo sé que mis hijos también sufrieron y han sufrido por eso. Ahora aparentemente somos muy normales y yo estoy en la casa. No es que yo los abandonara del todo, nunca, pero tenía las dos vidas. Siento que los dejé un poco solos y no les di lo que un padre debe darles a sus hijos, que es la fortaleza y la confianza de las costumbres, de estar siempre. A veces yo me perdía durante horas en el día… quedó como un vacío.

A mí me partió La vendedora de rosas, porque creamos una relación muy profunda con todas esas niñas y con todo el grupo en general. Ese tipo de películas se escriben en la medida en la que uno se sumerja y conozca todas las historias de ellos. Yo empecé la película solo, antes de que Erwin Goggel llegara ya había un adelanto. Trabajé solo más o menos siete meses. Es la única manera en que yo ambiciono hacer una película, necesito que sea la realidad misma, entonces me meto de lleno, sin traducir nada, absorbiendo como una esponja y grabando todo, la esponja es la cámara. El guion es de Víctor Gaviria, el guion son esas 36 horas de ellos: desde las seis de la tarde del 23 de diciembre hasta las seis de la mañana del 25. Yo les preguntaba sus dolores, sus vidas, convivía con ellos, iba a conocer las familias, me la pasaba haciendo casting, ¿me entendés? Hermana, yo me la pasaba viendo niños, muchachos. Ellos mismos trajeron gente… Conocí a sus mamás, conocí al Zarco.

Antes de que estuviera el Zarco en la película había un muchacho al que le decían el Flaco, un sicario que mató a tres personas al frente de nuestra oficina que quedaba en Lovaina, Aranjuez. Nosotros no sabíamos qué hacer con él, por eso se me ocurrió ponerlo a actuar. Desde eso él se mantenía ahí con nosotros ensayando y había un mono en el combo de él que le decían el Zarco y se mantenía viéndonos. Yo convidé a todo el combo de bandidos para que hicieran parte del combo de la película.

Te digo esto para qué entendás cómo me metí yo en ese mundo. Cuando ese combo entró a la película, yo hacía los ensayos en la terraza y el Flaco era buen actor, entonces fui construyendo un personaje con él, pero cuando terminaba el ensayo yo pensaba que me podía librar de ellos y no. Ellos se quedaban hipnotizados ahí, sobre todo el Flaco. Todos mis amigos, la gente de producción, me dejaban solo, solo. Resulta que el que había hecho la hijueputa película era yo. Era yo. Yo sudaba con esos manes porque en cualquier momento podía pasar algo, yo no tenía nada que me asegurara que ese man no me iba a matar. Les decía a los otros manes que me ayudaran y ellos me decían que ese Flaco era un loco, que ellos no podían hacer nada. Se quedaban fumando marihuana, bebiendo, metiendo perico, y yo también. No sabía qué más hacer.

Al Flaco le hicieron un atentado y yo agradecí porque no lo habían matado, pero lo obligaron a irse del barrio. Ahí llegó Giovanni, el Zarco. La verdad es que ese mundo me cogió, me captó. Yo vivía con esos locos, vivía en ese mundo de droga y de sicarios. Era feliz.

Salió la película y con ese éxito tan hijueputa. Nos vamos pa Cannes, hijueputa, con el Zarco. Imagínese que estábamos acá en Bogotá haciendo lo último del check in y que al Zarco no lo dejaban pasar porque no tenía cédula. “Zarco, hijueputa, dónde dejaste la cédula”, “Víctor, yo dejé la cédula en la maleta”, “qué hacemos güevón”. Nos echamos a correr pa ver si agarrábamos la maleta y nos logramos meter a la pista el Zarco y yo. Puta, La vendedora de rosas va para Cannes y cómo es posible que no vaya el Zarco, entonces llegamos al avión y bajaron en un ascensor todas las hijueputas maletas: “¿Cuál es tu maleta, Zarco?”. “Yo no sé cuál es”. “Pero más o menos, Zarquito, mijo”. Todas eran iguales. Empezamos a buscar entre todas esas maletas y él medio se acordó de cuál era la suya. “Víctor, mirá, es esa, es esa”. Todo el mundo nos miraba. Cuando el Zarco coge la maleta, la abre: ¡Tra! Claro que era la maleta de él, era la única maleta que podía ser de él: no tenía nada adentro. “Vos no tenés ropa, güevón”. “Yo no tengo nada, Víctor”. El hombre tenía un pantaloncillo y una camiseta blanca. No tenía nada e íbamos para Cannes. Agarramos la cédula y yo iba llorando mientras corríamos al mostrador de la aerolínea.

¿Cómo paré? ¿Cómo me salí de ese mundo? Hermana, fue duro, para mí la película nunca terminó. Hubo dos momentos que medio me sacaron de ahí. El primer parón fue cuando lo mataron a él, al Zarquito; era el año 2000. Yo estaba en mi casa y salí a la calle a comprar algo en cualquier tienda y vi a unos niños que estaban llorando en un jardín y diciendo: “mataron al Zarco, mataron al Zarco”. Me pareció muy raro, porque eran niños de clase media y la noticia llegó hasta ahí. Yo llegué impresionado y llamé a Carlos Henao, el coguionista: “¿Qué pasó?”. “Mataron al Zarco, güevón”. Yo me puse a llorar. Me puse a llorar delante de mis hijos y sentí como si hubieran matado a uno de ellos. Por fin se había terminado La vendedora de rosas.

Yo me mantenía con él porque la oficina quedaba en Lovaina y él vivía justo al frente. Él se mantenía debajo de un árbol grande y era un árbol sin hojas, yo no sé por qué ese árbol se mantenía sin hojas y él siempre estaba ahí: drogado, borracho. Yo a veces iba con mi hija que tenía 8 o 7 años y él me abrazaba y me decía: “Víctor, ¿qué vamos a hacer? Yo estoy tirado”, “Zarquito, ¿qué te pasa?”. Él estaba embalado en la cocaína y las pepas. Yo llegaba y me fumaba un bareto con ellos, pero cuando estaba mi hija, no. Yo no sé por qué llevaba a mi hija allá, ahora que lo pienso estaba tratando de ligar esos dos mundos y también quería que ella supiera qué era lo que hacía yo. En el entierro del Zarquito lloré mucho.

Y luego lo de Lady, en el 2003.

Un día de semana fui con Lady a una presentación que hacen en Santa Fe de Antioquia en una de las actividades del Festival de Cine de Santa Fe a mitad de año. Ella fue con su niño Luis Fernando. Cuando llegamos, ella se presentó allá como un modelo de vida a todos los niños, eso fue una cosa hermosísima. Al otro día Lady me llamó por la noche: “Víctor, véngase para acá que estoy en un problema muy grave, me van a detener los de la Fiscalía. Me van a llevar para la cárcel”.

Yo fui con dos amigos míos que son abogados y ella nos contó que la iban a detener a causa de un homicidio y ahí se desató toda esa cosa tan terrible. Ese fue el final de un capítulo tan importante en mi vida. Esa inmersión que yo hice con esos chicos… Pasé dos noches sin dormir porque fue acusada por homicidio premeditado, me pasaba las noches enteras aterrorizado pensando que yo no conocía a esos niños, que me equivoqué, que nunca los conocí. Yo sabía que ellos habían estado en violencias, pero no premeditadas, sino violencias intempestivas, callejeras, en donde ellas estaban viendo algo que ocurría, pero no lo premeditaban. Yo quedé aterrado. Me dio una vergüenza horrible. Ese fue el final.

Hay mucha gente que me juzga y me avergüenza después de tantos años y me dicen: ¿usted por qué no les ayudó a los niños?, usted es un cínico, así son los artistas: egoístas, sacrifican todo por la película. ¿Usted por qué en vez de hacer la película no les quitaba a esos niños las botellas de sacol? Lo que yo digo es que la gente que rehabilita a los niños de la calle nunca les pregunta quiénes son. ¿Qué derecho tienen?, decime. ¿Por qué es mejor la vida de ustedes, pequeños burgueses, que la de ellos en la calle? La vida de la calle tiene cosas extraordinarias. Yo me abismé en esa vida, yo estuve en esa vida muchos meses y días. Conocí a toda esa gente de la calle y como la revolución nunca se logró, vi la revolución de los indigentes, de esa gente que está más allá del todo y que a través de eso encontró la libertad, la hermandad, lazos de afecto entre ellos.

Lo que hice yo fue conocer los niños, hablar con ellos de igual a igual, y ellos traían sus historias. Ellos tenían unos dolores, unos sufrimientos que nos contaban y lo único que necesitaban era que los escucharan. Nosotros sólo les preguntamos ustedes quiénes son, de dónde vienen, y ahí vimos una desgracia colectiva vertida sobre nosotros. Nadie, nunca, los escucha. ¿Cómo que vas a cambiar a una persona antes de escucharla? Dejá de ser estúpido. Tenés que saber quiénes son ellos.

Por Camila Builes / @CamilaLaBuiles

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