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Víctor Heredia: Todavía cantamos (II)

La versión original de “Todavía cantamos” salió en un disco prensado por Phillips. En la portada salía Víctor Heredia vestido de blanco, sentado en el suelo, mirando al infinito, con una guitarra a sus pies. Heredia grabó luego otras versiones, y a lo largo de América, y de Europa y Asia, otros músicos la hicieron suya, y la gente en la calle la cantó, y los futboleros la volvieron su himno y la llevaron a los estadios.

Fernando Araújo Vélez.

27 de abril de 2021 - 02:29 p. m.
Los que leían a Neruda o a Kafka, como Heredia, eran sospechosos. Los que se habían aliado al Partido comunista, también como Víctor Heredia, pasaban de sospechosos a culpables, aunque ni ellos supieran de qué.
Foto: Ilustración: Nátaly Londoño Laura
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Cuando las distintas generaciones de argentinos que habían luchado y a veces hasta muerto por superar las dictaduras que se tomaron su país desde 1955 creyeron que la larga noche había concluido, se encontraron de frente con un espejismo que se llamaba Héctor J. Cámpora, y con una profunda pesadilla que se inició en junio de 1974 con la muerte de Juan Domingo Perón. Fue entonces cuando llegaron la presidencia de Isabel Martínez, viuda de Perón, una infinita inflación, el desconcierto, las presiones de los militares y de diversos empresarios de afuera y de dentro, la asesoría de hombres temerarios, temerosos y mezquinos, y el comienzo de la creación de un tenebroso aparato de represión al que llamaron la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). En medio de aquel caos, los militares se tomaron el poder en marzo de 1976.

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Prometieron, como antes, como siempre, una profunda reorganización del país. Por lo bajo, aquella reorganización comenzó con eliminar a todo aquel que no obedeciera sus normas, y sobre todo, que no estuviera aliado con sus premisas, y lo hicieron a sangre y fuego. A sangre y fuego instauraron el régimen del terror, a sangre y fuego volvieron a los argentinos enemigos de ellos mismos. Casi todos se volvieron delatores, convencidos de que le prestaban un gran servicio a la “patria” y que contribuían al “futuro” de la nación y de su gente, y por lo mismo, casi todos pasaron a ser sospechosos. Los que cantaban, como Víctor Heredia, eran sospechosos. Los que leían a Neruda o a Kafka, como Heredia, eran sospechosos. Los que se habían aliado al Partido comunista, también como Víctor Heredia, pasaban de sospechosos a culpables, aunque ni ellos supieran de qué.

Eran sospechosos el panadero, el carnicero, el tendero, el mensajero, el doctor y el enfermero, y el escritor y el músico por encima de todos los demás, y eran sospechosos los vecinos, todos y cada uno de los vecinos. Si se los llevaban, casi siempre de noche y generalmente en un Ford Falcon oscuro, quienes se habían salvado decían “Por algo habrá sido”, y cerraban las puertas de sus casas con llave. Eran, fueron los tiempos del pánico y del terror, y por el pánico y el terror, los años del sálvese quien pueda. Si había que denunciar a cualquiera para salvarse, lo denunciaban y miraban hacia otro lado. Cada denunciado era un trofeo para el nuevo régimen, que iba sumando “culpables” a sus largas listas y los iba desapareciendo, la mayoría de las veces envueltos en bolsas negras que echaban al Río de la Plata o al mar desde sus aviones de guerra.

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Víctor Heredia estuvo en varias de aquellas llstas, aunque sus persecutores jamás pudieron ponerle encima la cruz negra que tanto anhelaban. Lo persiguieron, lo vigilaron, lo intimidaron, y lo sacaron de cuanto programa de radio y televisión hubiera, e incluso, de los bares en los que se presentaba. Como escribió M. Darío Marchini en su libro “No toquen”, “Su amigo Miguel Ángel Merellano le aclaró sin rodeos la razón de su infortunio. ‘Estás en todas las listas, y vos sabes que no es joda, la cosa está pesada en serio’, le confirmó con la expresión culposa de quien revela un secreto inconfesable. En realidad, no hizo más que ratificarle lo que ya le habían explicitado las amenazas que seguía recibiendo, tanto por vía telefónica como epistolar, con el invariable estilo literario del género intimidatorio tan sutilmente cultivado por los grupos de tareas: ‘Te vamos a reventar, hijo de puta’”.

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Lo reventaron, llevándose en la mañana del 17 de junio de 1976 a su hermana María Cristina, a su esposo, Claudio Nicolás Grandi, y a la hija de ambos, Yamila, de un año y medio. Heredia medio se vistió y salió a toda prisa en su Torino 67 desde su casa en Buenos Aires, hasta Paso del Rey, donde vivían sus padres. Desde allí, comenzó a buscar pueblo tras pueblo a algún abogado que se hiciera cargo de su desgracia. De la desgracia. Ningún jurista quiso hacerle caso. Era el miedo, sí. El terror, que volvió cada caso un proceso kafkiano en el que La Justicia terminó siendo la justicia de los militares, con sus millones de recovecos. Por fin, un abogado de Avellaneda al que Heredia había conocido en el Partido Comunista se atrevió a interponer un recurso, por lo menos para saber por qué se los habían llevado y a dónde, pero en principio, nadie sabía nada, o nadie quería decir ni saber nada.

“En medio del dolor, los Cornou Heredia encontrarían un consuelo inesperado: al caer la noche del mismo día del secuestro, la pequeña Yamila fue depositada en casa de un vecino, a través de una ventana”, recordaría Marchini. Heredia siguió buscando. Jamás dejó de indagar, de preguntar, yendo de despacho en despacho y de vecino en vecino. Canceló algunas de sus presentaciones, o se las obligaron a cancelar, y comenzó canciones que más tarde o más temprano fueron parte de discos, como “Abrázame hermanita”, un homenaje a María Cristina Cornou, “Abrázame hermanita tu, y júrame que puedo hacer un nuevo barrilete alado, con este gastado corazón que ves…”. La música, y crear música y mundos a través de ella, como desde hacía muchos años, eran su escape, su juego predilecto, aunque no resultaran siendo ni escape ni juego.

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Heredia había comenzado a tocar guitarra varios años atrás, cuando apenas llegaba a los 14, con amigos de barrio y del colegio. Lo suyo era lo que por aquellos tiempos, comienzos de los sesenta, se llamaba folklor. Luego fueron surgiendo otro tipo de canciones, diferentes ritmos y letras menos costumbristas, por llamarlas de alguna manera. Y aparecieron los Beatles, entre tantos, y con ellos, distintos sonidos. Heredia jamás fue beatle, y casi nunca en su vida tocó algo que pudiera definirse como rock, pero sí abandonó sus primeros cantos de campo y de tradición, y los cambió por melodías años 60. En 1966 viajó a un festival de música en Cosquín, Córdoba. Allí conoció a Mercedes Sosa, a los Chalchaleros, a Atahualpa Yupanqui, y allí fue sabiendo que cantar y hacer canciones iba más allá, mucho más allá del componer y salir a un escenario.

Poco antes de que subiera a cantar por vez primera ante una gran multitud, lo llamó aparte uno de los chalchaleros. Le preguntó si tenía otra ropa. Él respondió que no, y mientras comenzaba a preguntarse por qué necesitaría otra ropa, o más ropa, recibió de manos de su nuevo padrino un poncho, y envuelto en ese poncho salió a cantar. Cuando terminó, luego de las ovaciones y los aplausos, Yupanqui se le acercó y le dijo que en adelante iba a tener que aguantar con el cuerpo lo que cantara con la boca. Más que una premonición o una advertencia, aquella frase era una sentencia que se cumpliría una y mil veces en la vida de Heredia. Yupanqui sabía que no bastaba con cantar, que no bastaba con escribir, que más allá del arte se requería de una infinita fuerza de vivir con el arte y por el arte, no sólo para sobrevivir y superar el hambre o el frío o la envidia, sino para enfrentar a los enemigos del arte.

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Luego de su charla con Yupanqui, Heredia conversó con Mercedes Sosa y ella, solidaria, consecuente con las canciones que cantaba, lo invitó a que la acompañara a una gira por el sur de Córdoba. “Incluso, me pagó de su bolsillo”, recordaría él muchos años más tarde en un documental para la televisión argentina, “Cómo hice”, en el que le contó al músico Emilio del Guercio cómo surgió por allá por 1983 Todavía cantamos. “Yo volvía a la Argentina desde Italia, exiliado, y una tarde conversaba con mi madre sobre el dolor que habíamos sufrido, sobre todo lo que había ocurrido, y ella me dijo algo como ‘pero hijo, todavía podemos soñar’”. Aquel todavía se le quedó dando vueltas. Y lo escribió y sacó su guitarra y empezó a hilar versos sobre otros versos, hasta que días más tarde decidió que la canción ya estaba terminada.

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La versión original salió en un disco prensado por Phillips. En la portada salía Heredia vestido de blanco, sentado en el suelo, mirando al infinito, con una guitarra a sus pies. Luego grabó otras versiones, y a lo largo de América, y de Europa y Asia, otros músicos la hicieron suya, y la gente en la calle la cantó, y los futboleros la volvieron su himno y la llevaron a los estadios. Víctor Heredia comenzó a entender que su dolor y el de su familia no eran sólo su dolor: eran el dolor de 30 mil o más personas, a quienes les habían arrebatado a un hijo, un hermano, una novia, una amiga, y jamás habían vuelto a saber de ellos. Y eran el dolor de comprobar, también, que aquella humanidad por la que él y Sosa y Yupanqui y tantos otros luchaban, cada vez era menos humana, a pesar de sus cantos, y de que él, ellos, siguieran cantando en cuanta esquina pudieran”Todavía cantamos, todavía pedimos, todavía soñamos…”.

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