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Virginia Woolf: Una cronista en tiempos de guerra

Esta es la primera entrega de “Confesiones de antaño”, una serie de relatos de ficción sobre la vida y los acontecimientos que varios escritores registraron a través de sus diarios y cartas.

Elena chafyrtth - @lachafyrtths

09 de marzo de 2023 - 04:30 p. m.
El 1 de enero de 1915, la escritora inglesa Virginia Woolf, en su casa de Richmond, decidió llevar un diario, en el cual se permitiría registrar todos sus pensamientos y reflexiones. En el primer volumen (1915-1919), además, anotó los acontecimientos más duros que vivió a causa de la guerra. / AP
Foto: AP
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1917

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Habría que imaginar a la escritora Virginia Woolf encerrada en su habitación, esta vez por voluntad propia, en su casa de Hogarth House, ubicada en Richmond. No, no es otra de sus crisis consecuencia de la depresión que padece. La circunstancia por la que se encuentra allí, alejada de Leonard, su esposo, y de los demás invitados, que están tomando el té en la sala principal, tiene que ver con las explosiones, los bombardeos y los alborotos continuos de los que ha sido testigo a lo largo de esta semana. La culpa es de la guerra, que se cercioró de perforar grietas hasta en el tronco más robusto y escondido de Inglaterra.

Sin embargo, la razón principal de su intranquilidad se debe a una noticia que recibió de Leonard durante la mañana del martes nueve de diciembre, que aún no ha sido capaz de digerir ni de compartir con nadie, ni siquiera con Vanessa, su hermana. Por eso, tan pronto como se enteró de este infortunio buscó su diario y anotó: “L. llegó tan injustificadamente alegre que imaginé que sucedía algún desastre. Le han llamado a filas (…) una semana de espera, pruebas médicas a las 8:30 am en Kingston, visitas a Craig & Wright para los certificados –es considerable. Era doloroso verle tiritar, tiritar físicamente: encendimos la estufa de gas y poco a poco volvió a recuperar el ánimo; pero sería una bendición que pudiéramos despertarnos y ver que nada de esto es verdad”.

La señora Woolf medita al respecto y dice: “Leonard no puede irse, el temblor y la ansiedad que le heredó a su familia lo llevarían a la muerte en menos de una semana”. Entonces, se dirige a su escritorio, en busca de los cigarrillos. Prende uno y mientras aspira la primera bocanada de humo piensa en las calles de Londres y lo mucho que estas han cambiado, la angustia la carcome, la hace saltar constantemente de un pensamiento a otro. Ahora, por ejemplo, quiere mirar por la ventana, últimamente ha estado atenta a las fases de la luna, pues los ataques aéreos casi siempre se hacen cuando es plenilunio.

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Con calma, busca el cenicero que heredó de casa de sus padres y apaga el cigarrillo, dando suaves golpecitos contra este, una y otra vez, hasta que no queda nada de humo en la habitación. Se asoma por la ventana y su corazón empieza a latir con más fuerza de lo normal. Es luna llena. Después de confirmar lo que tanto temía, intenta controlar sus emociones, recordando lo que decía su madre: “Nosotros, los ingleses, sabemos guardar la compostura aun cuando sospechemos que el mundo se nos caerá a pedazos”.

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Luego, para mantener su mente ocupada decide ordenar sus actividades: por la mañana, trabajar en dos artículos que pronto llevará al periódico The Times; después, dedicar unas horas a corregir fragmentos de su novela; y, por la tarde, después del té, registrar los acontecimientos más importantes del día. Todo depende de que no se presente ningún imprevisto. Vuelve a revisar su diario, repasa con su dedo índice página tras página, ver el cuaderno casi lleno la hace sonreír. No puede creer que lleva dos años escribiendo allí, después de que todos sus amigos le aseguraran que algún día terminaría por dejarlo tirado.

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Leyéndolo, se detiene en la entrada del miércoles veinte de enero: “Después hablamos de la guerra. Maynard dice que ahora no combatimos y que nos limitamos a esperar que llegue la primavera. Mientras tanto, despilfarramos el dinero de tal forma que los franceses, que están en las últimas, se quedan boquiabiertos de admiración. Estamos destinados a ganar, y, además, con elegancia, cuando por fin dediquemos al problema toda nuestra inteligencia y riqueza”.

Prende otro cigarrillo, le importa poco que el humo se cuele por las fisuras de las paredes y llegue hasta el salón de estar. Otra vez, se anima a hablar, en voz alta: —Es cierto eso que dice Maynard, nuestro ejército está muy tranquilo porque aún tenemos comida, pero cuando no haya ni una miga de pan empezarán a tomarse en serio la guerra.

Entre más vuelve a leer sus diarios recuerda con nostalgia los paseos que daba por Old Deer Park, pues cada vez que se acuerda, revive el momento en que una mariposa de color amarillo se posó en su hombro por unos minutos y, antes de marcharse, alcanzó a acariciar sus mejillas.

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Sigue pasando las páginas del diario, cuando de repente algo llama su atención, esta vez es la entrada del jueves veintidós de noviembre, no fue hace mucho, ¿cómo olvidarlo? Esa noche se encontró con Clive, el esposo de su hermana Vanessa. Lo saludó sin ninguna intención de quedarse hablando, pues acaba de cenar con Roger y se sentía exhausta. Sin embargo, a él no podía decirle que no, conversar con Clive era hablar de todo a la vez, aunque fuera el tema más insignificante, él se encargaba de darle vida.

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Recuerda perfectamente aquella noche, porque se sentaron en la única mesa disponible, que, por cierto, era la más baja de aquel lugar, tenía una extraña forma ovalada y estaba adornada con pañuelos coloridos. Por otro lado, la comida era deliciosa, había legumbres y lechugas de colores y texturas diferentes. Minutos más tarde, comieron queso y lo acompañaron con azúcar. Entre su charla, la señora Woolf dice: “¿Sabes una cosa, Clive? He logrado entender un poco más sobre lo que es esencial a cualquier arte: todo arte es representativo. Dices la palabra «árbol» y ves un árbol. Pues bien, toda palabra tiene un aura”.

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Más tarde, Roger regresó y los tres conversaron sobre poesía china. Además, se preguntaron si al escribir una novela o un ensayo se basaban más en la estructura o en la textura. Esa noche anotó en su diario: “La mayor parte de lo que hablamos eran vaguedades que no pueden tomarse en serio, pero el contexto motiva para que las ideas entren en tu cabeza y en lugar de tener que cercenarlas o divagarlas, puedes exponerlas directamente y ser comprendido y, por supuesto, rebatido”. Terminó de escribir esto cuando Leonard justo entró a la habitación. Ella, sonriendo, le preguntó: “¿Qué sería de nuestra vida si no pudiéramos conversar con nuestros amigos?”.

También recordó aquel sábado de invierno cuando se encontraba leyendo “El idiota”, del escritor ruso Fiódor Dostoyevski. No obstante, los gritos de Sra. Langstone, su cocinera, que se escuchaban por toda la casa, no la dejaba avanzar con su lectura. Por ese motivo, no tuvo más remedio que bajar a la cocina a ver qué era lo que pasaba. Se habían quedado sin carbón. Sabiendo que no podría continuar su lectura en esas condiciones, salió a conseguirlo, pero el problema era mucho más serio de lo que pensaba, ya que las tiendas estaban desabastecidas. Estaba de camino a casa, con las manos vacías, cuando se encontró con Katherine Maxse, una vieja amiga, que conocía desde su adolescencia. Maxse se acercó a la señora Woolf y le susurró: “En dos horas te lo llevo, tengo dos sótanos llenos”. Dicho y hecho, “Kitty”, como le decía de cariño, llegó a la casa de los Woolf con dos sacos llenos de carbón, y gracias a ella se mantuvieron a flote durante un buen tiempo.

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Luego de agradecerle a su amiga, la acompañó hasta la salida a tomar un taxi. Cuando Katherine Maxse se fue, cerciorándose de que nadie más estuviese cerca, alzó la mirada al cielo, y dijo: “Como me encantaría que estuvieras aquí, madre, para que pudieras presenciar que aún, en tiempos de guerra, para los ingleses la palabra sigue siendo sagrada”. Después de este agradable encuentro subió a su habitación, dispuesta a registrar en su diario todo lo ocurrido en este día.

1918

Semanas después, la familia Woolf viajó a su casa de campo, en Asheham, con la intención de alejarse un poco del ruido y de las explosiones, puesto que en Londres era imposible escapar del caos. Allí todo era diferente, tan pronto como llegaron, la señora Woolf fue testigo de un profuso silencio, que hacía de la casa un lugar encantador. Además, el viento golpeaba tan fuerte que se le desajustó la trenza que le había hecho su hermana el día anterior, sin embargo eso poco le importaba, pues era inmensamente feliz, y mucho más al seguir con la mirada el movimiento de los árboles, ya que aunque sus ramas se bambolearan de un lado a otro, ni una sola hoja se desprendía de estos.

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Durante su estancia allí, decidió levantarse cada madrugada a contemplar la neblina cristalina, que era tan fuerte que desdibujaba las siluetas de las altas montañas. Este viaje resultó ser tan placentero, que la noche de su regreso a Richmond y luego de terminar de cenar, tomó su pluma y con su delicada mano izquierda anotó, el tres de enero, lo siguiente: “Es maravilloso volver de un paseo para tomar el té junto al fuego y leer y leer —Otelo, por ejemplo— o cualquier otra cosa. Da igual lo que sea, pero sientes tus facultades tan curiosamente clarificadas que la página desprende su verdadero significado”.

Esa misma semana se dedicó a recorrer las calles de Londres, tomo el té en Gordon Square y entró a una tienda a comprar unas pilas nuevas para su linterna. De pronto, se detuvo a observar una fila de cientos de personas para comprar el periódico. No, no querían leerlo, su particular interés consistía en que, por tan solo seis peniques, tendrían como encender el fuego durante toda la semana.

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Tiempo después, precisamente en el periódico, leyó una noticia que, el once de enero, consignó en su diario: “La Cámara de los Lores ha aprobado la ley del sufragio. No me siento mucho más importante, aunque tal vez sí un poco más. Es como un título nobiliario: puede ser útil a gente a la que se desprecia”.

Por esos días recibió la visita de Lady Strachey, una de las pioneras del sufragio femenino, que lucía muy distinta en comparación a la última vez que la había visto: los dientes se le habían torcido y estaba sorda. La señora Strachey era muy callada, pero bastaba con mencionarle el título de alguna novela para que su rostro volviese a iluminarse.

En esta visita la señora Strachey quiso leer unas páginas de “Mascaradas”, del poeta Ben Johnson. Leía con gran vehemencia y acento. Al terminar su declamación, conversaba sobre algunos fragmentos, un ejercicio muy placentero. Luego de conversar un rato, sacó un libro que, según ella, llevaba a todos lados, abrió una página al azar y leyó, con emoción, uno de los poemas del capitán Ronald Hoopwood: “Entonces, ganas el Puerto Dorado, a la antigua usanza, ahí está la vieja bienvenida del mar esperándote”, y se permitió dejar correr unas cuantas lágrimas por su rostro, aclarándole a la señora Woolf que mientras existieran los poemas del capitán, saldría victoriosa de cualquier guerra.

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A la semana siguiente, paseó por las calles de Londres, algo más animada, debido a que había recibido doce chelines como pago de su texto más reciente, un escrito sobre Joseph Conrad, publicado en The Times. Además, tenía cinco chelines para recorrer las librerías a su antojo y buscar alguna lectura edificante.

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Finalmente, se decidió por comprar en la librería Mudies, la recorrió de arriba a abajo y con ayuda del librero escogió “Sobre la libertad” de John Stuart Mill, un texto que había deseado tener. También se encontró con “El farsante feliz”, de Max Berboohm, libro al que tampoco pudo negarse. Salió tan complacida que, en la entrada del once de marzo de su diario, escribió: “El librero es un hombre cuidadoso, selecto, libresco; nada de gangas, sino la clase de libro que a uno le gustaría comprar. Estas librerías tienen un aire del siglo XVIII. La gente se deja caer por allí a charlar de literatura con el librero, quien, en este caso, entiende tanto de libros como sus clientes”.

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A la salida de la librería quiso dar un paseo por Printing House Square, donde estaban las oficinas de The Times. En su camino, llegó a su memoria aquel veintiséis de noviembre del año anterior, fecha que, por cierto, también registró en su diario: “El corazón del periodismo tiene su sede aquí; las carretas se estacionan en fila mientras esperan que les arrojen dentro los fardos de periódicos”. Esa tarde fue cuando llevó su primera reseña, la dedicada al libro “Vidas y letras”, del irlandés Stopford Brooke. Apura sus pasos y sonríe al recordar que ese día se había perdido, aparentemente metiéndose por un laberinto sin salida. Fue tanta su torpeza que un trabajador de un almacén de ropa se ofreció a llevarla hasta las oficinas del periódico.

A las puertas de The Times la señora Woolf siente orgullo; a diferencia de ese primer día, esta vez logró llegar sola, sin ayuda. Contempla el edificio unos minutos hasta que una señora alta y delgada interrumpe sus pensamientos y le pregunta: “¿Usted también viene a pedir que le regalen el impreso de ayer?”, a lo que contesta, altiva y con un aire de picardía: “No, yo trabajo aquí”.

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Por Elena chafyrtth - @lachafyrtths

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