El Magazín Cultural

Visitar el Museo de Memoria Histórica es sentir que algo está cambiando

En la Feria Internacional del Libro de Bogotá, este lugar es un museo del duelo, pero también un espacio para mostrar las resistencias de las comunidades que en su momento desafiaron a los perpetradores.

Daniel Ferreira
02 de mayo de 2018 - 02:06 a. m.
Unos 1.200 metros cuadrados en madera y 70.000 puntillas, dice uno de los constructores, son los materiales que se utilizaron para este Museo de Memoria Histórica de Colombia. / Óscar Pérez - El Espectador
Unos 1.200 metros cuadrados en madera y 70.000 puntillas, dice uno de los constructores, son los materiales que se utilizaron para este Museo de Memoria Histórica de Colombia. / Óscar Pérez - El Espectador

Los museos de la memoria nacieron en la segunda mitad del siglo XX, dice Rubén Chababo, director del Museo de la Memoria de Rosario (Argentina). Lo dice en el pabellón del Museo de Memoria Histórica de Colombia, adecuado de manera itinerante y provisional en la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2018. Nacen, los museos de memoria, de la necesidad de detener la barbarie, brindar consuelo a las víctimas e impedir que el negacionismo, esa enfermedad cultural que se propaga en las generaciones que desconocen el pasado, transforme la memoria de las generaciones que vivieron la violencia en otra posverdad.

Cuerpo, tierra y agua son las tres categorías elegidas que encontraron aquellos que se adentraron por primera vez en el interior del laberinto de la memoria colombiana. Las tres categorías, le había dicho un líder de Chorrera (Amazonas) a Juan Manuel Santos durante la inauguración, son una sola: este país. Luis Carlos Sánchez, director del museo, aclara que los casos usados de base para esbozar el guion fueron elegidos por ser los más irrefutables: aquellos con la documentación y profundidad suficientes para que todos tengamos la dignidad de aceptar que en este país ha habido genocidio de la Unión Patriótica, exterminio de pueblos indígenas, territorios como Tumaco, donde la gente ha vivido violencias que rebasan los límites de la periodicidad (de la documentación).

En un museo de memoria histórica no entras a mirar. Entras para ser interpelado. Encuentras cuerpos que no saben a dónde dejarse arrastrar entre las ciénagas, prendas de seres amados por alguien incrustadas en las bóvedas para resistir el olvido, tierra de noviembre rota por las balas, muertos que aparecen con la más leve de las lluvias. Oyes voces que te cuentan cuando su mundo se vino abajo. En un museo de memoria te encuentras flotando en el río de todos. El retrato a blanco y negro de una madre asesinada entre retratos a color de madres que buscan a sus hijos desaparecidos. Lees la crónica del amparo a la sombra del árbol. Lees gritos mudos. Descubres que alguien se limpia los mocos cuando se quita los audífonos. Percibes la sangre que brotó por años. Piensas en qué significa esa cifra: 83.000 desaparecidos. Te interpela ese gesto mínimo que es un acto máximo: ¿qué lleva a alguien a poner en un lugar público su duelo? Te cuestiona el relicario: ¿por qué una virgen, por qué una prenda, por qué una colección de casetes se puede poner en un calvario?

Un museo de memoria histórica persigue el ideal de la atemporalidad y del consenso. La fotógrafa Erika Diettes dice que el contenido del objeto impide que se borre la memoria. Águeda Rayo dice que un museo no puede contener todas las palabras, pero una metáfora sí puede contener todas las experiencias. Luz Marina Bernal, madre de Soacha, dice que contar es limitado, pero actuar, pintar, narrarse es necesario en un país donde se prohibió la posibilidad del duelo. Héctor de la Hoz, periodista del Cesar, pregunta cómo hacer para que el museo llegue a las regiones. Alguien reclama que el museo no puede minimizar la responsabilidad del Estado. Una actriz de teatro dice que los artistas suelen creer, con jactancia, que desde su óptica puede narrarse mejor las problemáticas, que la producción simbólica es más importante que los esfuerzos de los colectivos por mostrar lo que estaba oculto. Alguien agrega que el arte es importante porque interrumpe las visiones cotidianas, porque señala situaciones complejas y descifra contrastes y connotaciones, pero que hay que expandir la mirada hacia otros lugares invisibles desde donde no se ha narrado el país y el pasado. Un visitante más agrega que en Colombia la memoria no es un asunto del pasado, porque sigue pasando. Interpelar es interpelarse. ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros para mantener una memoria viva y encontrar lazos entre todas las miradas?

El museo de memoria histórica es un museo del duelo, pero también es un lugar para mostrar las resistencias de las comunidades que en su momento desafiaron a los perpetradores y que se reorganizan día tras día para detener la violencia y cambiar el país de todos. Unos 1.200 metros cuadrados en madera y 70.000 puntillas, dice uno de los constructores, son los materiales nobles que se utilizaron para esta muestra itinerante. Parece tan pequeño, tan frágil, que cruje al pasar, y uno se pregunta cómo será cuando exista ese edificio en la calle 26 para albergar tanto dolor y tanta esperanza en el mismo espacio.

La memoria define la relación que tenemos con el pasado. Son necesarias todas las narrativas y no todo puede ser arte. La misión del museo es poner en contacto el pasado con las generaciones que no lo vivieron. En el espacio Conmemora, segundo piso del pabellón, pasa Íngrid Betancourt silenciosa frente a los mensajes que los visitantes han ido dejando de forma espontánea. Se detiene frente a un dibujo con abstracción de niña y letra infantil: “Quiero que cambie el país”. Más allá hay otro en letra cursiva que dice: “Amar es resistir”. En otro cartel sobrepuesto a ese: “Escogemos perdonar y comprender al otro”. Entre comillas románticas: “No son ‘las víctimas’, son ‘nuestras víctimas’”. Al día siguiente, Betancourt dirá en la radio: “Ya no las odio. Odié por mucho tiempo, pero ya no. Hay que reconocerles a las Farc que tuvieron la valentía de desmovilizarse”.

“Ir al museo de la memoria es sentir que algo está cambiando”, decía un colegial ante una cámara en la puerta de salida.

Por Daniel Ferreira

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