Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

Walter Benjamin: “Arreglárselas partiendo de cero y con muy poco”

Con motivo de los 80 años de su muerte, publicamos “Experiencia y pobreza”, texto del gran filósofo y escritor alemán en el que revisa la crisis social posterior a la Primera Guerra Mundial, que es como si nos diera luces para la de ahora.

Walter Benjamin * / Especial para El Espectador

26 de septiembre de 2020 - 04:00 p. m.
Walter Benjamin nació el 15 de julio de 1892, en Berlín, y murió el 26 de septiembre de 1940. / Archivo
PUBLICIDAD

En nuestros libros de lecturas está la fábula del anciano que, en su lecho de muerte, hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Solo tienen que cavar para encontrarlo. Y cavaron, pero no encontraron ni rastro del tesoro. Sin embargo, cuando llega el otoño, la viña da unos frutos como ninguna otra en toda la comarca. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad.

Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar

Tales lecciones nos las predicaban mientras crecíamos, tanto para amenazarnos como para calmarnos: “Jovencito, deja hablar a los mayores”. O “¡te falta experiencia!”. Sabíamos muy bien lo que era la experiencia: era lo que los mayores habían pasado siempre a los más jóvenes. De la forma más breve, y con la autoridad que dan los años, se nos transmitía en forma de proverbios; más prolijamente y con una cierta locuacidad, como historias; a veces bajo la forma de una narración procedente de países exóticos, contada junto a la chimenea, ante los hijos y los nietos.

Pero ¿dónde ha quedado todo eso? ¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras capaces de perdurar y de transmitirse como un anillo de generación en generación? ¿A quién le sirve hoy de ayuda un proverbio? ¿Y quién intentará habérselas con la juventud invocando su experiencia? La cosa está bien clara: la cotización de la experiencia ha bajado, y ello, además, en una generación que, entre 1914 y 1918, ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal.

Lo cual quizá no sea tan extraño como parece. ¿Acaso no se pudo constatar entonces que la gente volvía muda del campo de batalla? No más ricas, sino más pobres en experiencias comunicables. Y lo que diez años más tarde nos inundó con un raudal de libros sobre la guerra respondía a todo menos a la experiencia que corre de boca en boca. No, extraño no era. Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como la de la estrategia con la guerra de trincheras, o la de la economía con la inflación, o la del cuerpo con el hambre, o la de la moral con la tiranía. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró, de golpe, indefensa en un paisaje en el que todo había cambiado menos las nubes y en cuyo centro, en un campo de fuerzas martilleado por las explosiones e inundado por ríos de destrucción, estaba el diminuto y frágil cuerpo humano.

Read more!

Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre, coincidiendo con ese enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente —o, más bien, que se les vino encima— al reanimarse la astrología y la sabiduría del yoga, la ciencia cristiana y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo. Porque, además, todo eso no fue una reanimación auténtica, sino más bien una galvanización. Se impone aquí pensar en los magníficos cuadros de James Ensor, en los que se ven procesiones de fantasmas que inundan las calles de las grandes ciudades: pequeño-burgueses disfrazados para el carnaval, máscaras desfiguradas y totalmente empolvadas de harina, con coronas de oropel sobre las frentes, bailando y deambulando por las callejuelas.

Read more!

Quizás esos cuadros sean, sobre todo, una copia del renacimiento caótico y terrible en el que tantos ponen sus esperanzas. Pero lo que desde luego se pone aquí de manifiesto es que la pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo —tan exacto y afilado como el de los mendigos en la Edad Media—. Pues ¿de qué nos valen los bienes de la educación y la cultura si la experiencia no nos vincula con ellos? El horrible galimatías de estilos y cosmovisiones del siglo pasado nos ha mostrado con tal claridad a dónde conduce simular o solapar la experiencia que ahora no podemos dejar de tener como lo más honroso la confesión de nuestra pobreza. Sí, reconozcámoslo: esta experiencia no es solo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata, pues, de una especie de nueva barbarie.

¿Barbarie? En efecto. Pero lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo, de “barbarie”. ¿Pues a dónde lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Lo lleva a comenzar desde el principio, a empezar de nuevo, a pasárselas con poco, a construir desde lo mínimo y sin mirar a diestra ni a siniestra. Entre los grandes creadores siempre han existido aquellos tipos implacables que lo primero que han hecho ha sido tabla rasa.

Porque querían tener una mesa limpia y despejada para dibujar y proyectar, porque eran constructores. Un constructor fue Descartes, que por de pronto no quiso tener para toda su filosofía nada más que una única certeza: “Pienso, luego existo”. Y de ella partió. También Einstein ha sido un constructor al que, de repente, de todo el ancho mundo de la física solo le interesó una mínima discrepancia entre las ecuaciones de Newton y las experiencias de la astronomía. Y este mismo empezar desde el principio lo han tenido presente los artistas al fijarse en las matemáticas y construir, como los cubistas, el mundo con formas estereométricas; o como Paul Klee, por ejemplo, que se ha inspirado en cómo trabajan los ingenieros. Sus figuras diríase que han sido proyectadas en una mesa de dibujo y que obedecen en la expresión y en los gestos a lo interior, igual que un buen automóvil obedece, hasta en el último detalle de la carrocería, sobre todo a las necesidades del motor. A lo interior más que a la interioridad: y eso es lo que las convierte en bárbaras.

Hace ya tiempo que las mejores cabezas han empezado aquí y allá a dedicar sus versos a estas cosas. Lo característico es no hacerse la menor ilusión sobre la época y, sin embargo, tomar partido sin reticencias en su favor. Da lo mismo que el poeta Bertolt Brecht constate que el comunismo no consiste en el justo reparto de la riqueza, sino de la pobreza, o que el precursor de la arquitectura moderna, Adolf Loos, explique: “Escribo únicamente para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo”. Un artista tan complejo, como el pintor Paul Klee, y otro tan programático, como Loos, rechazan la imagen tradicional, solemne y aristocrática del hombre que se adorna con todas las ofrendas legadas por el pasado, para volverse hacia su contemporáneo, que berrea y llora totalmente desnudo, como un recién nacido, en los pañales sucios de esta época. Nadie le ha mandado un saludo más risueño, más alegre, que Paul Scheerbart.

Este autor tiene unas novelas que, vistas desde lejos, pueden hacer pensar en Julio Verne, pero, a diferencia de Verne —que hace viajar por el espacio en los más fantásticos vehículos a pequeños rentistas ingleses o franceses—, Scheerbart se ha interesado por cómo nuestros telescopios, aviones y cohetes convierten al hombre de antaño en una criatura nueva, digna de toda la atención y el respeto.

No ad for you

Además, esas criaturas hablan ya en una lengua enteramente distinta. Lo decisivo en ella es un trazo caprichosamente constructivo; esto es, opuesto a lo orgánico. Esto es lo inconfundible en el lenguaje de las personas o, más bien, de las gentes de Scheerbart —puesto que rechazan la semejanza con los seres humanos, ese principio fundamental del humanismo—. Incluso en sus nombres propios: Peka, Labu, Sofanti, que así se llama la gente en el libro que lleva por título el nombre de su héroe: Lesabéndio.

También los rusos gustan hoy de dar a sus hijos nombres “deshumanizados”: los llaman Octubre —por el mes de la revolución—, o Piatiletka —por el plan quinquenal—, o Avishim —por una compañía de líneas aéreas—. No se trata de una renovación técnica del lenguaje, sino de su movilización al servicio de la lucha o del trabajo; en cualquier caso, está al servicio de la modificación de la realidad, no de su descripción.

Pero volvamos a Scheerbart: este autor concede gran importancia a que sus gentes —y sus conciudadanos, a partir del modelo de estas— habiten en alojamientos adecuados a su clase: en casas de cristal, desplazables y móviles, tal como las han construido Loos y Le Corbusier. No en vano el cristal es un material duro y liso en el que nada puede fijarse. También es frío y sobrio. Las cosas de cristal no tienen “aura”. El cristal es el enemigo número uno del misterio. También es el enemigo de la posesión. André Gide, el gran escritor, ha dicho: “Cuando quiero poseer una cosa, esta se me vuelve opaca”. ¿Sueñan gentes como Scheerbart tal vez con edificios de cristal porque son partidarias de una nueva pobreza?

No ad for you

Pero quizá resulte aquí más útil una comparación que la teoría. Si entramos en un salón burgués de los años 80, por muy “acogedor” que parezca, la impresión más poderosa será la de que allí no se nos ha perdido nada. Y ello es así porque no hay en él ni un solo rincón en el que el morador no haya dejado su huella: en los estantes, con las jarras y jarrones; sobre los sofás, con las fundas y cojines; en las ventanas, con los visillos; ante la chimenea, con las rejillas. Una hermosa frase de Bertolt Brecht nos ayudará a ir más lejos, mucho más lejos: “Borra las huellas”, dice el estribillo del primer poema del Libro de lectura para habitantes de las ciudades.

Pero, en este salón burgués, el comportamiento opuesto se ha convertido en costumbre. Y viceversa, el intérieur obliga al que lo habita a adoptar un número elevadísimo de hábitos que, desde luego, se ajustan más a ese interior en el que vive que a él mismo. Esto lo entiende bien todo aquel que todavía haya vivido el estado en que se ponían los moradores de esos aposentos afelpados cuando algo se les rompía en la casa. Incluso su manera de enfadarse —una animosidad, por cierto, que va desapareciendo paulatinamente, pero que podía llegar a ofrecer escenas de gran virtuosismo— era, sobre todo, la reacción de alguien a quien le borran “las huellas de sus días sobre esta tierra”. Y eso han llevado a cabo Scheerbart con su cristal y la gente de la Bauhaus con su acero: han creado espacios en los que resulta difícil dejar huellas. “Después de todo lo dicho —explicaba Scheerbart veinte años atrás— podemos hablar de una cultura del cristal. El nuevo ambiente de cristal transformará por completo al hombre. Y solo nos cabe esperar que la nueva cultura de cristal no encuentre demasiados adversarios”.

No ad for you

Pobreza de la experiencia: eso no hay que entenderlo como si los seres humanos anhelasen experiencias nuevas. No, al contrario: anhelan liberarse de las experiencias, anhelan un mundo y un entorno en el que puedan hacer valer su pobreza, la exterior y, por fin, también la interior, tan clara, tan limpiamente, que de ella pueda, al fin, salir algo decente. La gente no siempre es ignorante o inexperta. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo han “devorado” todo, “la cultura” y “el hombre”, y están atiborrados y cansados. Nadie puede sentirse tan concernido como ellos por las palabras de Scheerbart: “Estáis todos tan cansados, pero solo porque no habéis concentrado todos vuestros pensamientos en un plan enteramente simple y enteramente grandioso”. Con el cansancio, viene el dormirse y no es raro que los sueños nos compensen, entonces, de las penas y disgustos del día y que muestren realizada esa existencia enteramente simple, pero también enteramente grandiosa, para la que faltan fuerzas en la vigilia. La existencia del ratón Mickey es uno de esos sueños actuales.

No ad for you

Es una existencia llena de prodigios que no solo superan los prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos. Ya que lo más notable de ellos es que proceden todos sin maquinaria, improvisados, del cuerpo del ratón Mickey, del de sus compañeros y del de sus perseguidores, o de los muebles más cotidianos, como si saliesen de un árbol, de las nubes o del océano. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort, van aquí de la mano y, a ojos de las gentes —fatigadas por las complicaciones sin fin del día a día, incapaces de percibir su meta vital más que como un lejanísimo punto de fuga en una perspectiva infinita de medios interpuestos— se antoja redentora una existencia que, en cada nuevo giro, se basta a sí misma del modo más simple a la par que más confortable. En esta existencia un automóvil no pesa más que un sombrero de paja, y la fruta se redondea en el árbol tan deprisa como se eleva la góndola de un globo aerostático. Pero ahora pongamos distancia y retrocedamos.

Así es: nos hemos vuelto pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeños por una centésima parte de su valor, y ello para que nos den a cambio un poco de la calderilla de lo “actual”. La crisis económica está a las puertas y, tras ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de unos pocos poderosos que Dios sabe que no son más humanos que la mayoría; en gran parte de los casos son más bárbaros, pero no en el buen sentido. Los demás, en cambio, tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. Lo hacen acudiendo a los hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan en el conocimiento y en la renuncia.

No ad for you

En sus edificios, en sus cuadros y en sus historias la humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y, lo que es más importante, lo hace riéndose. Tal vez esta risa pueda sonar a veces como algo bárbaro. Qué importa. Que cada uno ceda de vez en cuando un poco de humanidad a esa masa que un día se la devolverá con intereses y hasta con interés compuesto.

* Este texto salió originalmente en Die Welt im Wort, en Praga (Checoslovaquia), el 7 de diciembre de 1933. Se publica por Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Taurus.

* Lea otro texto de Walter Benjamin sobre el carácter destructivo.

Por Walter Benjamin * / Especial para El Espectador

Conoce más

Temas recomendados:

Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.