William Harvey llevaba doce años años y unos cuantos meses dando clases y enseñando sus teorías sobre la circulación de la sangre en el Royal College de Londres, cuando por fin lo convencieron y se decidió a publicar sus hallazgos bajo un título directo, “El movimiento del corazón y la sangre”, que a la vez fue explosivo en un tiempo en el que nadie había hablado con tanta profundidad sobre estos temas. Tenía 50 años, y se había interesado por la medicina en Padua, Italia, gracias a los hallazgos de Andrea Vesalio y a la cátedra de un profesor llamado Hieronimus Fabricius, quien durante varios años había intentado descifrar cómo funcionaban las válvulas de las venas. Aunque sus conocimientos habían sido ya rebatidos, Fabricius logró motivar a Harvey, que hasta su llegada a Italia era un alumno del montón.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
En 1602 se graduó de medicina y regresó a Londres, donde abrió un consultorio. Diez años más tarde comenzó a dar clases en el Royal College. Según como lo relató Peter Watson en su libro “Ideas, historia intelectual de la humanidad”, había testimonios “escritos -testimonios escritos por su mano larga y delgada- de que, menos de un año después de su llegada al Royal College en 1616, Harvey estaba ya enseñando la doctrina de la circulación de la sangre”. En su libro, ‘De motu cordis et sanguinis’, relató cómo había investigado el corazón y los latidos, su manera y funciones, primero en peces, reptiles, mamíferos y algunos invertebrados, y había concluido que no sólo las grandes criaturas de sangre roja, como lo había advertido Aristóteles, tenían un “corazón de verdad”.
Describió entonces que también lo tenían “los crustáceos y los moluscos de sangre pálida, como las babosas, caracoles, mejillones, camarones, cangrejos, cigalas y muchos otros”. Luego relató que había podido observar casi en detalle y gracias a diversos lentes de aumento el corazón de las avispas, los avispones y las moscas, “en la parte superior de lo que es la cola de estos animales, y se lo he enseñado a muchos otros”. Sus clases de anatomía fueron un gran suceso en la Inglaterra del siglo XVII, hasta el punto de que muchos alumnos hacían fila para poder entrar a sus lecciones. En las 78 páginas de su obra, publicada en 1628, Harvey anunció por vez primera en la historia que la sangre del cuerpo humano se movía en un circuito, y que la fuerza propulsora necesaria para que eso pudiera ocurrir surgía de los latidos del corazón.
Para Watson, “El descubrimiento de la circulación de la sangre por Harvey fue el fruto de una mente clara y algunas observaciones de gran belleza. Usó ligaduras para demostrar la dirección del flujo sanguíneo: hacia el corazón en el caso de las venas y desde el corazón en el de las arterias. Y calculó el volumen de la sangre transportada, para demostrar que el corazón era capaz de realizar el trabajo que su teoría le atribuía. Estudiando el corazón con gran atención, demostró que su contracción expelía la sangre en las arterias y creaba el pulso. En particular, Harvey mostró que la cantidad de sangre que dejaba el lado izquierdo del corazón debía regresar a él, ya que en menos de media hora éste, mediante sucesivos latidos, difundía a través del sistema arterial más sangre que el volumen total que había en el cuerpo”.
En 1609, Harvey fue designado como médico a cargo del St Bartholomew´s Hospital, en Londres. Tuvo que jurar en nombre de Dios que se esforzaría por hacer lo mejor que supiera de la profesión de la medicina para los pobres que llegaban al hospital, o a cualquier otro que le remitieran a su casa. En la toma de su posesión, repitió: “Por favor, lucro o ganancia, no designarás ni escribirás nada para los pobres, sino las cosas buenas y sanas que, según tu mejor parecer, puedan hacer bien a los pobres, sin tener ningún afecto o respeto por el boticario. Y no aceptarás ningún regalo o recompensa por tu consejo. Esto prometerás hacer como responderás ante Dios…”. En aquellos tiempos, Harvey recibía treinta y tres libras al año, y vivía en una modesta casa en Ludgate.
En el Bartholomew’s permaneció por seis años, hasta que lo nombraron para impartir la “cátedra Lumleiana” por toda Inglaterra, y por ella difundió sus conocimientos en anatomía hasta el año de 1623. Cuando comenzó, tenía 37 años, y era descrito como “un hombre de baja estatura, de cara redonda; sus ojos pequeños, redondos, muy negros y llenos de espíritu; su pelo negro como un cuervo y rizado”. Al principio de sus conferencias, Harvey repasaba sus apuntes y once puntos que había escrito y cuyo contenido cumplía al pie de la letra. ”Mostrar tanto como sea posible de un vistazo, todo el vientre por ejemplo, y después subdividir las partes según sus posiciones y relaciones. Señalar lo que es peculiar del cuerpo que se disecciona. Proporcionar sólo de palabra lo que no se puede mostrar por su propio crédito y por la autoridad”.
Aquellos primeros tres puntos eran seguidos por “Cortar tanto como sea posible a la vista del público. Impulsar la opinión correcta con observaciones extraídas de lejos y de cerca, e ilustrar al hombre con la estructura de los animales. No para alabar o desacreditar a otros anatomistas, porque todos lo hicieron bien, y hubo alguna excusa incluso para los que están en el error. No disputar con otros, ni tratar de refutarlos, excepto por la réplica más obvia. Expresar las cosas breve y claramente, pero sin dejar pasar sin mencionar nada que se pueda ver. No hablar de nada que pueda explicarse también sin el cuerpo o que pueda leerse en casa. No entrar en demasiados detalles, ni en disecciones demasiado minuciosas, pues el tiempo no lo permite”. El undécimo punto se refería a los tres lugares del cuerpo de los que hablaría.
En primera instancia, del abdomen. En segunda, del tórax, y en tercera, del cerebro, o “el divino cerebro”, como lo llamaba. Durante más de 15 años, Harvey siguió dictando sus conferencias por Inglaterra, e incluso en el extranjero, a petición del rey Jacobo I, quien también le solicitó a comienzos de 1634 que investigara la realidad que podía haber detrás de las acusaciones de brujería a algunas mujeres de pueblo. En Newmarket se entrevistó con una de ellas, diciéndole que era un mago y que quería conversar sobre asuntos de magia. Por fin, la mujer lo recibió y le sirvió un plato con leche. Llamó a un sapo y le “ordenó” que se la tomara. Atónito, Harvey le pidió una cerveza y se quedó con el sapo. Lo abrió para examinarlo y dio su veredicto. No tenía nada de raro, y la mujer solo trabajaba, sentenció.
Gracias a aquel periplo, realizó varios informes que salvaron de la condena a otras cuatro mujeres. Harvey no creía en magias ni en espíritus. Era práctico, y se definía como un hombre práctico, muy distante de personajes como Francis Bacon, vizconde de Saint Albans y Lord Canciller, con quien tuvo que trabar relaciones, y a quien palabras más, palabras menos, describió como un filósofo aristócrata. Bacon trabajaba en sus teorías sobre el empirismo científico, según dirían algunos de sus discípulos, motivado en gran medida por los descubrimientos de Harvey, pero Harvey no era muy apegado a las teorizaciones. Trabajaba y constataba, y sólo eso, como había dicho de la mujer de Newmarket. Según Watson, gracias a él la gente comprendió la importancia de la sangre en la fisiología.
“Este cambio de perspectiva creó la medicina moderna. Sin él no podríamos comprender la respiración, la secreción de las glándulas (y con ellas las hormonas) o los cambios químicos en los tejidos”, escribió.