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Y nos valoran y valoramos, y a veces nos juzgan y juzgamos, y nos condenan y condenamos, y en el fondo, cada quien mira y valora lo que se acostumbró a mirar y a valorar, lo que vio de niño y años después; lo que le dijeron que debía verse, lo que encontró en el camino. No hay valoraciones mejores o peores, buenas o malas: hay valoraciones, sencillamente eso. Cada quien tiene una, o mil, y cada una tiene su razón de ser, “existe siempre una razón escondida en cada gesto”, como cantaba Serrat.
No hay magia. No hay intuiciones. Y sin embargo, somos una infinita suma de azares, porque casi todos los factores que nos determinaron se dieron sin nuestra participación. Nuestros padres, nuestros hermanos, para comenzar, y de ahí en adelante, los compañeros de juegos y del colegio, los profesores, los amigos y los amores, los enemigos.
Haber nacido en tal casa fue azar, y aunque lo ignoremos o no queramos aceptarlo, esa casa nos empezó a construir. Por eso, desde esa casa, desde una familia, tal vez el hombre del campo vea en su vecino unas manos y unos callos, fuerza, persistencia, y valore en él el saber de los climas, de las semillas, de la luna y del agua, y quiera vivir la vida citadina de la que le habló alguna vez. Tal vez, a partir de su casa y su familia y las conversaciones que escuchaba, el del barrio alto vea pasaportes, tarjetas de crédito, cuentas bancarias, títulos, doctorados, carros, y el de barrio bajo perciba humildad, solidaridad, risas, baile y abnegación.
Llevamos uno o mil valores colgados del cuello, y esos valores pueden ser collares, camisas, sacos, pero también inteligencia, misterio, belleza, paciencia, bondad, lucha, sacrificio. La mujer apasionada por los zapatos verá, primero, los zapatos de todas las otras mujeres, y a partir de sus zapatos comenzará a valorarlas. La mujer que creció entre versos verá versos y valorará versos. Por eso, para cada quien somos lo que cada quien quiera y pueda ver. Y nos vemos en los otros y nos imaginamos en los otros, y así nos valoramos.