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Yo Confieso- Capítulo 17 (Sin derecho al perdón)

El padre Andrés Santacruz relata con todos sus pormenores cómo hizo parte del macabro plan de asesinar al “Doni”, y las culpas que por poco lo destruyen y le hicieron creer que no tenía derecho al perdón. Este capítulo estará al aire el domingo 19 de julio a las diez de la mañana.

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19 de julio de 2020 - 02:30 p. m.
Yo Confieso- Capítulo 17 (Sin derecho al perdón)
Foto: Ilustración: Éder Leandro Rodríguez
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Créditos del Capítulo 17

Música

Ave María- Haëndel

Banda sonora: Montaña

Personajes

Narrador-Padre Andrés (mayor): Fernando Araújo Vélez

Padre Andrés: Andrés Osorio

Lucrecia Sandoval: Manuela Cano

Estefanía Pardo Donado, y Jorge de la Ossa ayudaron en la grabación de los extras de la costa.

***

Capítulo 17

Sin derecho al perdón

P.A. “Me produce escalofríos usted, señora Sandoval”.

L.S. “¿Ah, yo le produzco escalofríos? ¿De verdad, padre? ¿O está tratando de desviar el tema?

P.A. “¿Por qué habría de desviarlo?”

L.S. “Y ahora se hace el tonto, pero bueno, padre, eso no importa. Acá estamos los dos, y solamente los dos, muy alejados de la gente, del pueblo más cercano, de alguien que pueda dar testimonio sobre lo que está pasando y lo que va a pasar, y lo mejor, como le dije, es que tenemos todo el tiempo del mundo. Usted y yo. Usted y yo, solos en el mundo, padre Andrés Eugenio Santacruz. Usted y yo con nuestras historias, nuestros recuerdos, nuestras confesiones. Usted y yo con nuestras verdades, descarnadamente… ¿Quiere otro café, para que parezcamos amigos?”

P.A. “Un café más, un café menos…”

L.S. “Exacto, qué más da. Ya regreso, padre. Y no intente nada raro, que no está usted en condiciones de correr o de pelear. La ventana, mire, da a un pedazo de asfalto, y de acá hasta allá serán unos siete metros. Tres pisos. Si no cae muy bien, se mata, o por lo menos, queda peor de lo que está. Descerebrado, tal vez, quién sabe. Y por acá, por esta puerta, llega a un pasillo y a otra habitación como esta, pero bueno, eso ya lo sabe de las veces que ha ido al baño. Y a propósito, ¿sí ha podido caminar bien con las muletas, y bañarse y todo eso? Usted nada más me dice, que estoy para servirle en lo que requiera, como se lo dije cuando nos conocimos”.

P.A. “Cuááááánta amabilidad”.

L.S. “Para que vea. A pesar de todo, sí, cuááááánta amabilidad que no sé si usted merezca”.

La señora Sandoval daba vueltas por el cuarto. Me mostró la ventana, me señaló la puerta, se acercó a mí, me miró con decisión, se apartó, sonrió con ironía, se calló, hizo pausas, volvió a sonreír, pareció que se iba pero regresó, y pareció que se quedaba, aunque al fin se decidió a ir por el café. Yo la oía con su cantilena, esperando el momento del zarpazo, pues tarde o temprano algo iba a ocurrir. Yo había matado a su hermano, a fin de cuentas. O había dado la puntada inicial para que lo mataran. Peor, para que lo quemaran vivo. Todo su relato había estado encaminado a llegar a ese punto, y apenas llegó, por supuesto que me quise morir. Ni lo que había sentido por ella, ni sus enigmas, ni el odio posterior, nada, alcanzaron para disipar mi pena y mi dolor y mi terror. De aquella casa sólo saldría por una negociación, pensé, pensaba. Ofrecerle excusas a Lucrecia Sandoval, explicarle bien todo lo que había ocurrido, paso a paso, y prometerle algo más a cambio de mi vida. Por la fuerza no podría llegar ni a la puerta de la entrada. Tenía una pierna enyesada y no la podía apoyar, heridas en el pecho y en la cara, cortes en la otra pierna, vendas. Y ante todo, sobre todas las cosas, me sentía débil. El accidente y lo que me había dicho la señora Sandoval me habían postrado en aquella cama. Aunque tuviera un cuchillo afilado, no podría clavárselo ni a un cojín relleno de plumas. La única noticia positiva era que estábamos solos, muy a pesar de que también podía ser una noticia negativa. Podía. Suposición. Hipótesis. Solos, estábamos a merced el uno del otro. Yo, con todas las desventajas del mundo, cierto, y sin embargo, dependiendo aún de mí. Ella, con el control de mi vida, así de sencillo.

Mientras esperaba el café, y más que el café, mientras esperaba que un milagro me salvara, maldije una y otra y otra y otra vez mi estupidez, haberme dejado llevar por el dinero fácil. Recordé al gordiflón que me pidió el trabajito. Debió ser el mismo que le entregó a la señora Sandoval el papel que le di y el que le informó dónde estudiaba, dónde vivía, y todo eso. Mi papel, mi letra, sí. Nada qué hacer. Era un tipo sudoroso, de camiseta medio rosada, cara llena y los ojos torcidos, como lo había descrito la señora Sandoval. Obviamente, cuando ella me preguntó si había visto a alguien con la mirada así en mi vida, yo me hice el idiota. Aún esperaba que su historia acabara bien para mí, o no tan mal. No alcancé a vislumbrar que se venía una pesadilla. Una tragedia. Otra. La verdad era que había logrado olvidar un poco y por momentos lo que había pasado con Doni. Primero, a punta de estudios y de leer como un condenado a muerte. Después, con Dios y los rezos, la biblia y el Ave María y el Seminario. Igual, todos los días algo, un detalle, una frase, lo que carajos fuera, me devolvían a aquella tarde y a la mañana en la que vi la noticia de su muerte en el periódico, desplegada a mil columnas en la primera plana. Y algo y lo que fuera era todo. Una esquina, una casa, un periódico, un tuerto, una camiseta rosa, un hombre que sudara, un papelito volando por ahí, una mesa de hierro como la que tenía cuando descifré el mensaje, algún compañero del colegio, el colegio, un pupitre, mis uñas, que cuando crecían estaban como esa tarde, los billetes de veinte, como aquellos con los que me pagaron el trabajo. Algo era todo, sí.

La maldita historia comenzó una tarde de jueves, poco después de que yo acababa de llegar del colegio. Había dejado mi maleta en el piso y estaba terminando de echarme agua en la cara, cuando oí que alguien daba golpes en la puerta de mi taller, porque mi cuarto ya era un taller que había acondicionado para mis trabajos. Dije “Un momento, ya voy”.

Creía que era el Turco, mi vecino y amigo de niño. Pero no. Obvio que no. Era el tipo de los ojos raros. Me habló de su trabajito, de que le descifrara las palabritas que alguien había escrito y que no lograba verlas, así, en diminutivo, y me dijo que había buena plata,

Tuerto Calavera: “Hay buen biyuyo, man… ¿Pa’ cuándo me lo tiene?”

Le respondí que volviera en una hora, que no parecía complicada la cosa. Y no lo fue. Fue asunto de cinco minutos. Observar con una lámpara, pasar el dedo, echar el líquido de Jauber, soplar y anotar en el bendito papelito que sería mi condena los tres datos: Un lugar, una hora, y Doni, Donaldo Ese (S). Echar el original en un cajón, y eso fue todo. Por desgracia, eso fue todo. Porque tal vez si la cosa se hubiera demorado, en la conversa yo hubiera sabido algo más. Tal vez. No sé. En fin. A los dos días, en un recreo, un profesor me mostró el periódico. Estaba indignado. No podía creer lo que había ocurrido, y menos, lo que habían hecho con un ser humano. Mientras yo leía la noticia, él seguía hablando. Insultaba a todo el mundo, del presidente hacia abajo. Cuando comprendí que aquel hombre era Doni, el mismo de mi trabajo, ya no escuché más a mi profesor. Veía que vociferaba, solo eso. Veía. Veía que el mundo pasaba, pero no oía nada. Fui al baño a los trancazos y me metí en un cubículo a vomitar, a respirar, a querer morir. Me bamboleé, sudé, lloré. Sentí que el estómago me ardía, y luego la piel, los huesos, las venas. Me agarré a trompadas contra una pared, hasta que los nudillos de mis manos se volvieron como guantes de boxeo, y así seguí golpeando la pared, llorando, moqueando, babeando. Golpe y lágrima, golpe y baba, golpe y vómito, golpe y recuerdo, golpe e impotencia, golpe y querer echar hacia atrás la escena con el bizco gordiflón, golpe y desear que no hubiera más vida ni más mundo ni más muerte ni más nada. Duré así un día, una semana, un mes, con bajas y menos bajas, más bajas muy bajas, claro. En realidad, no quería vivir. Era un asesino, punto. Y no se lo podía confesar a nadie. Cuando mis tíos tocaban a mi puerta o comíamos o salía con mis amigos, actuaba como si no hubiera pasado nada. Me inventé una historia sobre una niña que me había despreciado. Ahí sí que era útil el amor. En la invención y para la excusa. Conté que habíamos salidos unos meses y que se había enamorado de otro y problema resuelto. Mis males, mis angustias, mis tristezas, el no querer salir ni comer, el no hablar, se debían al amor. El amor era la excusa perfecta para todo.

Compañeros jóvenes de la costa. “Ya pasará, tranquilo que ya pasará”, me decían unos y otros.

Compañeros jóvenes de la costa: “No hay mal de amores que dure mil años ni cuerpo que lo resista”, susurraban.

Jamás sospecharon que pudiera ser otra cosa. En mis angustias, suponía que si le contaba a alguien me iba a aliviar un poco, pero no. No le podía contar nada a nadie. Era un criminal, un asesino, y uno no va por ahí diciéndole a la gente Mire que soy un asesino, usted qué opina. Pensé en entregarme, pero por supuesto que no lo hice. Incluso, una mañana pasé por una comisaría y sentí en todo mi cuerpo que si confesaba me iba a salvar. Por fortuna, o por desgracia, no lo sé, esa sensación me duró menos de un minuto. Miré la puerta de la comisaría, vi a dos policías que jugaban dominó, me imaginé interrogado, esposado, sentenciado a perpetuidad y más aún, y entonces clavé la vista en el piso y seguí mi camino. Otro día vi en un puesto de libros de segunda, o de tercera, una edición barata de Crimen y Castigo. Lo compré por el título, porque no tenía ni idea de qué se trataba ni quién era Dostoievski. Luego supe que era un escritor ruso y muchas cosas más, pero eso fue después de meterme en su novela, que de alguna manera me salvó. Al fin y al cabo, yo era Raskolnikov, aunque sin sus motivos para haber matado a la vieja ururera. O quise creerme Raskolnikov para darle algo de altura a mi crimen. De su mano, me sentí asesino, dios, dueño del bien y del mal, y luego, perseguido, injustamente perseguido, hasta que me liberó cuando fue condenado a prisión en Siberia y lo único que dijo fue necesito aire, aire, aire.

P.A. “Necesito aire, aire, aire”

Yo necesitaba aire, aunque fuera el aire caliente y a veces turbio de Barranquilla, pero necesitaba aire. Arrastraba una larga cadena de culpas que cada día me pesaba más. Era un asesino, aunque no me comportara como creía que se comportaban los asesinos, pero lo era. Había entrado en esa categoría al lado de todo tipo de rufianes, de tipos que mataban por cincuenta pesos, de otros que descuartizaban por diversión, de unos más que asesinaban para eliminar rastros, de alguno que lo hacía por pasión o amor, o por demostrar que eran más poderosos, más fuertes, los capos de los capos, y para que los demás escarmentaran. En fin. Desde entonces, dejé de señalar a los demás. Todos teníamos nuestro pasado, nuestras razones. Incluso, el más abyecto de los criminales. De alguna manera, me sentí igual a ellos, y la miseria de sentirme un asesino, de serlo, me hizo ser o creer que era el más despreciable y vulnerable de todos los hombres. No tenía derecho a criticar ni a caminar por una acera bien construida, o mal construida, no importaba. No tenía derecho a entrar a una iglesia ni a pedir por nada ni por nadie. En conclusión: no tenía derecho al perdón. Eso fue lo más ruin y triste y deprimente que pude sentir, no tener derecho siquiera al perdón, o por lo menos, al perdón de los humanos. Cada vez caminaba más cabizbajo. Cada vez me ensombrecía más.

Con el tiempo, y la culpa, vislumbré una lejana esperanza: dios, como ha ocurrido a lo largo de la historia con tantos desamparados. Dios, un ser invisible que estaba en todos lados y en ninguno, era el único que podía ofrecerme un perdón. Con él, sus escrituras y sus mandatos, comprendí que había que caer muy bajo para buscarlo en algún momento. Sólo los humillados, los ofendidos, los sin perdón, podían entender eso, y de paso, entenderme. Gracias a dios, empecé a levantar la cabeza, a caminar mirando hacia el frente y a sentir que merecía por lo menos un ápice de perdón. Dios comenzó a estar en todos los lugares y recuerdos en los que antes había estado la culpa, en todo aquello que dije que era algo, y que era un algo que era todo. Y en más sitios, y en más imágenes. Sólo tenía palabras de agradecimiento para Dios, fuera quien fuera. Es más, inmerso en mi devoción, ni siquiera quería preguntarme si existía o no. Me convenía que existiera, y eso ya era más que suficiente. Los creyentes, cada uno y todos los demás creyentes, pasaron a ser mis hermanos, como decía la biblia. Los veía como me veía a mí e imaginaba que en algún instante de sus vidas se habían sentido como yo, sin derecho al perdón. Solo con suponer que habían padecido esa sensación, ya eran mis hermanos. Hasta la muerte. En un punto, llegué a sentirme a salvo solo con ellos, con los pecadores que se habían redimido o que estaban en vías de redimirse. Empecé a ir a misa seguido. Primero, cada tres días, luego, cada dos, y por fin, todos los días. La iglesia, para mí, era el santuario de la redención de los pecadores. El santuario de Los pecadores como yo.

No miento si afirmo que cada vez que iba a misa me sentía en el paraíso, me desbordaba de amor, o como se llamara aquello, por los otros pecadores. Llegué a pensar que únicamente ellos tenían derechos, pues únicamente ellos sabían lo que era el infierno, y por lo tanto, la verdadera vida. El dolor, el pecado, la angustia, la culpa, la larga cadena de culpas, los había hecho seres humanos, en el más literal de los sentidos, por lo tanto, se lo merecían todo. Tenían derecho a la gloria, igual que yo. Eran santos. Los santos estaban hechos de esa misma arcilla. De la caída. De la caída lenta y pronunciada. Ellos, las misas, la biblia, y más que nadie, dios, me pusieron en el camino del perdón, de la salvación, y en el del Seminario, pero allá en el seminario, y con los días, vine a sentir el primer gran golpe de realidad. Los seminaristas y los sacerdotes no eran pecadores, o no todos. No habían caído. No habían sentido la orfandad de no tener derecho al perdón. Estaban allí por otras razones. Llamados místicos, por ejemplo. O poder. O respeto. O curiosidad. O amor carnal por otros hombres, incluso. Tartufo, por citar a alguno, quería ser cura porque deseaba ser santo y que le hicieran una estatua que estuviera en una iglesia algún día, así fuera después de su muerte. No le importaba sacrificarse en esta vida para ello. Se sentía un elegido, un iluminado por dios. Por eso era casi imposible hablar con él. Uno no puede tener una conversación de tú a tú con un elegido. Es imposible, pues los señalados consideran que sus palabras en realidad son dictadas por dios.

Las razones del padre Benito eran distintas. Yo no las conocía aún. Aún. Pero si algo me ilusionaba de aquella situación en la que me había metido, era saber esas razones. O mejor dicho, las razones de todos aquellos sujetos. Las del padre Benito, por supuesto, las del párroco de San Francisco y las de la señora Sandoval, las del tal Rodrigo y las de don Roberto. Tomás no me intrigaba tanto. En últimas, era apenas un muchacho todavía y se dejaba llevar por el dinero, como me había dicho. Si le pagaban, él actuaba. Punto. ¿Los otros? Los otros eran viejos zorros. Vividos, andados, usados. Estaba pensando en ellos, imaginándolos como zorros vestidos de curas y de mujer, caminando por la calle, cuando regresó la señora Sandoval con una bandeja, café y galletas.

L.S. “Supongo que habrá tenido tiempo de pensar, padre”, me dijo.

P.A. “Pensé, sí, aunque no sé qué querría usted que yo pensara”.

L.S. “De querer, querer, no quiero que piense nada en concreto por ahora, pero sí me gustaría saber en qué ha pensado”.

P.A. “¿La verdad? En la condición de aquellos que sienten que no tienen derecho al perdón. Imagino que usted la conoce”.

L.S. “Ay, padre, padre Andrés… Usted hasta me produce ternura. ¿Pero sabe que no? Nunca me he sentido así como dice, sin derecho al perdón. En parte, porque jamás me he sentido culpable, así, culpable del todo, y en parte, porque he llegado a la conclusión de que quien necesita perdones es débil, y hablando de perdones, en tal caso prefiero ser yo la que perdona, no la que busca un perdón.

P.A. “Usted perdona, vaya…”.

L.S. “En caso de que haya algo para perdonar”.

P.A. “¿Por ejemplo?”

L.S. “Una torpeza”.

P.A. “Pero… Hay muchos tipos de torpeza”.

L.S. “Habrá que ver cuál, padre. Igual, en el fondo, cada acción tiene consecuencias, y yo tampoco pienso que todas las torpezas puedan ser exoneradas. La falta de previsión, en sí misma, o sea, la torpeza, ya termina siendo condenable”.

P.A. “Una bala perdida, por ejemplo”.

L.S. “Sí. Sin duda, hay culpa de quien dispara a la loca”.

P.A. “Claro, y de quien mata sin intención, y no obstante, es distinto. Son grados diferentes de culpababilidad, hasta en los códigos de derecho lo tienen en consideración”.

L.S. “De todas maneras, los códigos son hechos por hombres. Por seres humanos. Mire usted, que si lo que pretenden es castigar el crimen para que no se propague, con esas distinciones no lo logran”.

P.A. “¿Por?”

L.S. “Para empezar, porque cualquiera puede asesinar a alguien y hacerlo pasar como una bala perdida, ¿sí me explico?”

P.A. “Más o menos”.

L.S. “Mata y aduce que fue sin intención, que se le disparó el arma, que no era su objetivo, y el abogado consigue pruebas, compra testigos, compra jueces, y el tipo sale en menos de lo que canta un gallo. Y volverá a matar, no lo dude, padre. Quien mata una vez vuelve a matar”.

P.A. No siempre. No si mató sin intención, pues ahí es donde entra la culpa, la mayor culpa, el creer que no se tiene derecho al perdón. Es muy diferente la culpa del asesino sin intención, a la del criminal que sabe lo que hace. Muy diferente, sí. Totalmente diferente”.

L.S. “Ay, padre Andréeeesssss, a usted le faltan muchos años por vivir para empezar a comprender muchas cosas de la vida… Pero cuénteme, ahora sí, ¿por qué?

P.A. “¿Por qué?”

L.S. “Sí. ¿Por qué decidió ser cura? ¿Por qué se metió en el cuento de la alquimia? ¿Por qué?

P.A. “Una cosa me llevó a la otra, señora Sandoval”.

L.S. “Y primero fue lo de la alquimia, supongo, y con lo de Doni, pasó a lo del sacerdocio”.

P.A. “Veo que ya lo sabe todo”.

L.S. “¿Sabe cuánto tiempo ando detrás de usted?”

P.A. “No, aunque imagino que desde lo del tal Doni”.

L.S. “¿El tal? ¿El tal Doni, padre? Ese tal Doni era mi hermano”.

P.A. “Lo siento, excúseme, no quise ofenderla. Es un modo de decir las cosas. Decíamos el tal siempre en el barrio, perdone”.

L.S. “Hace cuatro años el gordo bizco me dio el papelito que usted escribió, pero apenas me lo entregó y vio mi reacción, se fue y desapareció. Como le dije antes, yo no entendí nada. Sólo Doni, Doni, pero hasta entonces, tampoco sabía cómo se llamaba mi hermano, ni que era medio bizco también. Noches y mañanas y tardes pensando qué significaba ese Doni, y la S. Hasta que decidí salir a encontrar al gordito, al del papel. Pregunté y pregunté. Contraté a unos muchachos de los bajos fondos para que me dieran razón. Les pagué bien, muy bien, con plata y con mi cuerpo, usted me comprende. Hasta mi hijo, Pedro Damián, nació de aquella búsqueda. Tan bien les pagué, padre, jummmmm, que a los dos días me cuadraron una cita con el personaje, y él me lo contó todo. ¿Por qué? Porque había investigado a Doni, a fin de cuentas, tenía negocios con él, y mientras más supiera, mejor. Que sus padres, es decir, mis padres, se habían fugado por un desfalco en una empresa muy encopetada de Bogotá. Y ni rastro, padre Andrés. No dejaron ningún rastro. Le enviaban fotos al jefe del gordo, aquellas fotos que me dejaron en el hotel, como prueba de supervivencia. Tenían una clave para saber que eran verídicas. O sea, que eran del tiempo aquel. El jefe del bizco les administraba un dinero a cambio de otro, como usted comprenderá, y necesitaba saber que aun vivían para continuar con sus tratos. Pero un día, un maldito día, tomaron la decisión de delegarle todo aquello a Doni, su hijo, mi hermano, y Doni se enredó con una banda enemiga a la del tuerto, o ya se había enredado antes, no sé. Se llevó una plata que no era suya, eso dijo el bizco, y se perdió por dos meses. Mucho tiempo, de nuevo según el gordo bizco. Y ahí fue que apareció usted, padre Andrés”.

P.A. “Pero yo no fui culpable, señora, yo solo hice un trabajo, un desgraciado trabajo por unos pesos, de algo tenía que vivir, ¿o no?”

L.S. “Retornamos al punto de la culpa y la torpeza…”.

P.A. “Sí, y un millón de veces, sí, hasta que usted comprenda que yo no tuve nada que ver directamente con la muerte de su hermano. Usted misma me está contando que sus padres, que huyeron, que el robo a la empresa, que el bizco y el jefe del bizco y que Doni y la otra banda. Mucha gente, muchos involucrados. Esos sí, culpables. Directos culpables”.

L.S. “Usted es el último eslabón de esa cadena con el que me falta saldar cuentas, mi padre. Los demás y lo que haya ocurrido con los demás no es de su incumbencia. Acá sólo nos atañe lo que pasó con usted. Lo que usted hizo. Su responsabilidad en la muerte de mi hermano. En el vil y despiadado asesinato de mi hermano”.

P.A. “¿Y los demás…?”

L.S. “¿Los demás? Ya le dije. Con ellos ya ajusté cuentas. Digamos que solo me resta organizar unos asuntos cuando resolvamos lo de los números de las plumas para cuadrar las últimas cuentas con un personaje, y entonces… Entonces podré morir en paz”.

Libreto original

Fernando Araújo Vélez

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