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Yo Confieso- Capítulo 21 (La resurrección)

En este capítulo, el penúltimo de esta audionovela, el padre Andrés tuvo la oportunidad de revelar los números de las estilográficas, pero un tropiezo dejará la historia de las plumas en veremos. Por otra parte, los documentos que Tomás le entregó eran más reveladores de lo que se pensaba. Este capítulo estará al aire, disponible para todo el público, desde el domingo 16 de agosto a las diez de la mañana.

16 de agosto de 2020 - 02:35 p. m.
Yo Confieso- Capítulo 21 (La resurrección)
Foto: Ilustración: Éder Leandro Rodríguez

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Capítulo 21

La resurrección

Pedí dos horas de soledad con las cosas que tenía, que eran mi maletín, las tintas y una lupa que me habían llevado, las plumas, las dichosas plumas que tomé y recorrí como si fueran antiquísimas reliquias, y algunos de mis recuerdos. Sentado a la mesa de trabajo, encendí una luz ubicada bajo un vidrio -impecable todo lo que me había conseguido la señora Sandoval- , saqué mis papeles y al final, los que me había dado Tomás antes de entrar a la reunión aquella de logia con el señor Gutiérrez y los curas y demás. Eran cuentas, sólo eso. Cuentas de mercado y de pagos de luz y de teléfono y de arriendos por pagar. Una, dos, cinco, ocho, diez, once hojas de cuentas. Sonreí de pura resignación, repitiendo en voz baja No, no, no nooooo, Tomás, nooooooo, y dejé las hojas sobre la mesa de luz. Entonces vi. Por fin vi.

Impulsado por la emoción, tomé la primera hoja y la lupa. Había huellas de letras, muchas huellas de letras escritas debajo de las dichosas cuentas: Los palimpsestos de los que había hablado el padre Benito. Tomás era un genio. Gracias Tomás, gracias. Casi que delirando, comencé a leer y a pasar lo que leía a una hoja en blanco. Entre repasos y bobadas, ya había desperdiciado treinta minutos de las dos horas que le había solicitado a la señora Sandoval. El reloj empezaba a ser un enemigo: tic-tac-tic-tac.

Entregar al padre B en el seminario mayor, urgente. Misión cumplida, decía la primera hoja, en letras grandes, como emotivas. O apresuradas. El padre B, que tenía que ser el padre Benito, deduje yo. Dejé la hoja a un lado y continué con la segunda, escrita con una letra desordenada, casi que infantil, de trazos duros no muy definidos.

Tomás (leído): “Padre Andrés, si en algún momento logra captar mis mensajes encriptados, tenga en cuenta que acá está una partecita de la historia por la que tanto lo han perseguido. La señora Sandoval, sí, que dios la tenga en su gloria, el padre Benito Larramendi y otros. Usted sabe quién soy, así que por seguridad no daré mi nombre, y espero que usted tampoco lo haga. Todo lo que usted diga de acá en adelante, lo negaré. Yo no existo, mejor dicho y pa dios santísimo. Y antes de que se haga preguntas, como siempre, y que dude de la verdad de esto que le envío, le adelanto que mi único propósito en este enredo es cobrar venganza de esos que me han dejado colgado de la brocha. El que la hace, la paga, como dicen en el barrio, y a mí no me quieren pagar un montón de billete. Si logra leer esto antes de darles los números de la última pluma, invénteselos, por favor. No les diga por nada del mundo lo que son”.

La situación parecía grave, y de algún modo, era como con los libros que uno quiere leer rápido, o con las películas, y que nos morimos para que empiecen de una, pero no, se van por las ramas, y comienzan con las advertencias y con los prólogos y con las explicaciones y los cortos y todo eso. En fin. Apenas empezaba a leer la tercera hoja, que por fortuna, creía yo, no llevaba ni encabezado ni nada, cuando escuché los pasos de alguien que subía por la escalera y eché las hojas a la que saliera en mi maletín. Dos segundos más tarde, oí la voz de la señora Sandoval.

L.S. “¿Padre, padre Andrés? ¿Todo bien y en orden? ¿se le ofrece un café?”, dijo a través de la puerta, pero yo no quería interrupciones. Le contesté que no, que gracias, oí sus pasos en retirada y retorné a la hoja.

La hoja decía:

Amigo de Tomás: “Vecino. Usted me estuvo preguntando la otra noche por el cura B, ya sabe quién es, y tiene toda la razón en dudar. El man es peligroso y por lo que me contaron, juega a dos bandas, por lo menos. O hasta a tres, porque está metido en cosas con el gobierno. Lo que sé es esto: Por un lado, es el jefe o uno de los duros de un clan en la costa que maneja parte de los negocios oscuros de unos políticos. Cómo le digo: el jefe de los que hacen el trabajo sucio pa’ unos políticos. Investigan, interrogan, torturan si lo necesitan, hacen transacciones de plata con otros nombres, cobran también. Mejor dicho, lo que mi vecino quiera imaginar y mucho más. Su gran, gran golpe, pa que se haga una idea de sus artes y calidad, fue haber engañado en toda ley a los enemigos, con un encargo, o una condición que le habían puesto pa arreglar unas platas. La cosa es más o menos así: El curita tenía que eliminar, y eliminar es poco, masacrar y quemar, mejor dicho, a uno de sus hombres, que se había robado unos cheques gordos. ¿Sí me sigue? Pero no, parece que no lo hizo, y se ganó el cielo entre los capos de los capos y las bandas del país. La gente dura. Sí quemó a alguien, pero era un cadáver, o eso es lo que se cuenta, y el detalle de detalles fue una pulsera de colores, pero no sé más. En fin, al tipejo que había que eliminar, el curita le consiguió otra identidad y esas jodas, y anda por ahí, muy el chacho de la película, veci…”

No pude seguir leyendo, por supuesto. Y en menos de cinco segundos pasé por todas las emociones por las que un hombre puede pasar. Alegría, alivio, miedo, duda, incertidumbre, euforia, tanta euforia, que quise saltar y casi me rompo de nuevo la pierna, y dolor, y angustia, y ganas de llamar a la señora Sandoval para que viera que no había un muerto, o mejor dicho, que el muerto no era su hermano, y por lo tanto, que yo no había asesinado a nadie y el tal, el tal, ahora sí el tal, y que me dijera lo que quisiera, el tal Doni estaba vivo. Ganas de gritar, de subir al cielo y de quedarme allá y de bailar con los ángeles y los arcángeles al ritmo de Haendel y Schubert y sus Ave Marías. Parecía absurdo que toda una vida estuviera sustentada en un error, en una mentira. Y ni siquiera una vida, varias vidas. La mía, la de la señora Sandoval, la del padre Benito, inclusive. Y sin embargo, así era. Un supuesto había marcado un punto de inflexión, y los caminos que recorrimos los implicados, los elegimos precisamente por aquella implicación. La vida era diminuta, sí. Mínima, como en el texto del padre de Lucrecia Sandoval. Mínima y basada muchas veces en mentiras.

Lucrecia Sandoval. “Lo mínimo, en fin, fue una mujer que me miró mínimamente en un café, y lo mínimo fue haber estado en ese café, haberme quedado, para que al salir ella me dijera que los poemas, las novelas y los ensayos también comienzan con una primera palabra, como las vidas”.

Lo mínimo también era el error, y partir de un error. Y el pasado, el pasado, lo pasado, jamás se quedaba donde lo habíamos dejado. Miré el reloj. Faltaban 45 minutos para que se acabara el plazo que me había dado la señora Sandoval. Tic-tac-tic-tac. Tenía 45 minutos para terminar de leer los palimpsestos, para decidir algo, para comprender todo y para darles la cifra de la pluma a ella y a don Roberto. Ahora era, ni más ni menos, la vida en 45 minutos, tic-tac, tic-tac. Volví a las hojas.

Amigo de Tomás: “Es increíble cómo su curita logró comprar a los periodistas, a los investigadores, y por ellos, a la opinión de la ciudad y quedó como una gran verdad que el hombre incinerado era un tipejo llamado Donaldo Sandoval, y que su asesinato había sido obra de ajustes de cuentas. Nuestro país, veci. Nuestro mundo. En fin. Y nosotros de idiotas, que nos la pasamos creyendo todo. ¿Cómo puede uno creer que por una pulsera de colores en la escena de un crimen se resuelve semejante vaina? Sigo, pues. El muerto que no fue muerto, o sea, Doni, siguió en las suyas. ¿Cuáles? Desviar platica de su supuesto clan al otro clan, al del Padre B, que repito, usted ya sabe cuál es. ¿Para qué? Lo que me contaron fue que era para unas armas que llegaban por Buenaventura. Y punto. El resto, mi viejo veci, se lo tendrá que imaginar, pero acá le suelto una perla, una pistica: las armas son como las que usa parte de nuestro glorioso ejército nacional. Un saludo, vea pues”.

Pese a lo absurdo, o a lo sorpresivo de la situación, cada cosa encajaba en el mapa general que yo había dibujado en mi cabeza. Los curas trabajaban para alguien en algo oscuro, y colaboraban con algún grupo fuera de la ley. ¿Los detalles? Los detalles eran otro asunto. Doni, por ejemplo. El bien aventurado y amado Doni, que aún vivía, era uno de esos detalles. Lo imaginé, medio bizco, algo gordito y un hablar de costeño, y recreé en mi mente la escena de su no asesinato. Y de pronto, zas. La pulsera de colores. Maldita fuera la vida. La pulsera de colores. En mis delirios de persecución, concluí que aquella era Mi Pulsera de Colores, la que había botado cuando bajé a la sacristía a buscar documentos, la que vi después en el piso del Renault 4 de Tomás. Eché hacia atrás la película. Era una pulsera que me había regalado una compañera en el colegio, poco después de lo del papelito que tuve que descifrar. ¿La verdad? Jamás pregunté de dónde había salido. Nada de nada. Solo me la puse y le dije a Andrea Romero, la niña que me la había dado, que gracias. Ella me la amarró en la muñeca, y por unos días me sentí importante por aquella simple pulsera, como si fuera la prueba de que yo valía para alguien. Algo así. Y era importante. Parece que mucho más importante de lo que yo jamás pude vislumbrar, porque esa pulsera de colores que me regaló aquella tal niña Romero, quizá porque le sobraba, vaya uno a saber, posiblemente era la prueba que los investigadores habían encontrado para determinar que el muerto al que habían incinerado era Donaldo Sandoval, pues Donaldo Sandoval, supe después, y sonreí por lo débil que eran los argumentos, había usado una pulsera de colores, tejida a mano. Así se resolvían los crímenes en nuestro país. Cualquiera era culpable y podía ser sentenciado a prisión por cualquier prueba. Como rezaba el tango de Santos Discépolo, “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”. La desgraciada pulsera, esa, la mía, sí, la que yo había botado y con la que me había pavoneado tanto tiempo, había sido clave en las investigaciones del homicidio de Doni, y yo, obviamente, y sin saberlo, había terminado siendo sospechoso, y cuando se desencadenaron todos los hechos que me trajeron a esta especie de mazmorra desde donde estoy grabando esta historia, la pulsera me incriminó. Se sumó a las decenas de detalles que me incriminaban.

Sin embargo, ese capítulo, el de las incriminaciones, llegó después. En aquel momento, y mientras el reloj seguía con su fatídica cuenta regresiva, tic-tac, tic-tac, y perturbado por lo que decía la carta del amigo de Tomás, busqué en el maletín la pulsera, que, recordé, Tomás me había dado antes de la reunión con los solemnes, pero no la hallé. No estaba. La señora Sandoval me había mentido de nuevo. No, no estaba todo en el maletín, como yo lo había dejado. No estaba todo, como ella me había dicho. Entre medroso, feliz por lo de la vuelta a la vida de Doni, intrigado, apurado y nervioso, pasé a la tercera hoja de palimpsestos. En la parte de arriba, con un tipo de letra diminuta, decía “Del diario de Lucrecia Sandoval”, y abajo, en la caligrafía clara y prolija de la señora Sandoval, estaba anotada una fecha, junio 27, o 17, de 1985, no logré ver bien. Tampoco tenía mayor importancia. Luego de un espacio en blanco, decía:

L.S. “Tener a un hombre desnudo encima mío, con sus sudores y jadeos, y sentirlo dentro de mí, y recibir su fuerza, y al mismo tiempo, su debilidad, era la mejor forma que había experimentado de olvidar los pecados, pero hoy, esos pecados no sólo pasaron al olvido, sino que se trastocaron en una especie de resurrección, porque el hombre que estuvo desnudo conmigo, encima y bajo mi cuerpo, era un sacerdote. Liberar mis demonios sexuales con un enviado de Dios, y ser partícipe de su lucha interna por desatarse y caer en la tentación, mientras le implora al Señor que no le permitiera pecar, fue sencillamente sublime. Fue multiplicar por decenas el placer sexual que uno puede sentir con un hombre normal. Hoy sentí la fuerza sobrenatural del pecado, en toda la extensión de la palabra y de su significado, porque haber pecado con un designado de Dios, fue entrar al paraíso, aunque suene a una terrible herejía. Hablo de besos celestiales, de caricias divinas, de sexo místico, y yo misma me siento condenada al infierno, pero si algo he sabido y concluido después de mi encuentro con el padre Benito, es que, como decía Baudelaire, es preferible la infinitud del goce en un instante, a la eterna condena del hastío. Ahora, en medio de este éxtasis en el que me encuentro, me pregunto cómo sería matar a un sacerdote como el padre Benito luego de haber explotado con él, y por él”.

En una especie de post data, con letra más fuerte y más grande, estaban anotadas otra fecha, enero del 87, y una pregunta, que más que pregunta era toda una declaración: “¿O al padre Andrés?” Aturdido, volví a leer a prisa, y volví a encontrar las mismas palabras, como era lógico. Luego me quedé mirando hacia la puerta, queriendo imaginar qué ocurría detrás de la puerta, como si viviera en otro mundo y en otro tiempo, y fui repasando frases y escenas con la señora Sandoval: Sí, era una asesina. Claro que sí. Tenía todas las características de una mujer que podría asesinar a quien se lo propusiera. Ya lo había hecho, y como ella misma me lo había dicho, Quien mata vuelve a matar.

Quien mata, vuelve a matar, dije en voz baja, o no tan baja, y volví al asunto de los códigos de la pluma. Faltaban siete minutos para que se cumpliera el plazo que me había dado la señora Sandoval, el tiempo necesario para echar las tintas que se necesitaban y que los números salieran a flote, por decirlo así. Así que desparramé la tinta, soplé levemente, conté hasta cien y empezaron a emerger los benditos y malditos cinco dígitos de los que dependía tanta gente: 3-7-9-4-1. Los anoté en un papelito, los dije en voz alta, y por si acaso, muy sagaz, los anoté en otro papel que doblé en cuatro y lo guardé en un bolsillo interno de mi maletín. Suspiré y respiré y murmuré una oración, Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Por un segundo me sentí en paz con el mundo, pues el mundo me había resarcido de mis pecados. Más que nada, sobre todo, esencialmente, porque yo no había matado a Doni. Ahí estaban las pruebas, o eso, que en aquel instante yo consideraba pruebas.

Y los muertos del choque en la Cien no eran solo míos, y yo no iba manejando el camión. Y los tipos, además, eran tiras. Nos estaban engañando a todos, así como yo me engañaba a mí, porque repetía en mi cabeza aquello, aún a sabiendas de que yo había sido un cómplice directo en ese asesinato. ¿Que fuera un accidente de autos, o que así lo vieran las autoridades? Vaya y venga. Igual, en el fondo, yo era consciente de mi crimen. Y era consciente también de que había intentado matar a la señora curiosa, a Carmen. ¿Por salvarme? Sí, pero había intentado matarla. Si no murió fue porque así era el destino. Buceando entre mis palabras, mis recuerdos y mis mentiras, oí los pasos de la señora Sandoval cada vez más cercanos y fuertes. Como truenos, que desencadenaron una especie de tormenta cuando abrió la puerta y me dijo que ahora sí que me iba a condenar.

L.S. “Ahora sí que no tiene escapatoria, padre. Más mentiras, más engaños, y yo que hasta empezaba a creerle”, me dijo, casi, casi a los gritos, y tiró la puerta tras de sí.

P.A. “Pero de qué habla, señora Sandoval, si yo le tengo noticias, noticias muy importantes”, traté de decirle, o le dije, pero ella ni me escuchó, porque siguió con sus descargos, casi que por encima de mi voz.

L.S. “Esa pluma, esa estilográfica, no es la que es, no es la que debe ser”, me señaló, estirando la mano e indicando con un dedo la pluma de los números que acababa de descifrar.

P.A. “¿Cómo que no es la que es, si es la que usted me dio…. Usted misma me la trajo y la puso ahí”.

L.S. “Pero no es, y usted lo sabía, siempre lo supo, desde aquella reunión con los padres y con Tomás y Rodrigo. Siem-pre-lo-su-po. Por eso tanto discursito, y tanto tenernos en sus manos, desgraciado…”.

P.A. “Señora Sandoval, en ese estado no podemos conversar ni entendernos. Escúcheme, por favor”.

L.S. “No le escucho nada, no quiero escucharlo jamás en la vida… Que ya me acabo de enterar de todo, ya lo descubrí, y como sin querer, como casi todo lo importante… ¿En serio? ¿Usted y don Roberto? Qué imbécil yo. Qué imbéciles todos. Si el padre Benito lo dijo, Roberto Alcorta nos jodió, pero no le pusimos atención. Roberto Alcorta y usted, siempre usted, desde el principio. Siempre, siempre, siempreeeee”.

P.A. “¿Pero usted no me va a explicar nada?

No. No me iba a explicar nada. Por lo menos, no en aquel instante. Estaba tan ida, tan iracunda, tan salida de toda posible razón, que seguía lanzando dardos por todos lados, mientras caminaba por el cuarto. Que yo la había traicionado, dijo. Que yo me había aliado con sus enemigos. Que yo la había herido como nadie en la vida, vaya uno a saber por qué. Que yo era el mismísimo demonio. Poseída por otro demonio, tomó la pluma que estaba sobre la mesa en la que yo había trabajado, la observó, y luego agarró el número que yo había descifrado, el bendito número, y botó todo contra la pared. Luego, lanzó un vaso lleno de agua, y el agua y los vidrios estallaron y cayeron sobre la pluma y el número. Yo me iba corriendo hacia atrás, petrificado, hasta que le grité que Doni estaba vivo.

P.A. “Que su hermano está vivo, Doni…”.

Ante semejante afirmación, se quedó inmóvil, como una estatua. Por fin dejó de vociferar. Me miró, con la mirada hecha flecha, lanza, bazuca, y se acercó al borde de la mesa de trabajo y le dio una palmada al vidrio. Entonces me señaló con su dedo índice.

L.S. “Eso ya lo sabía”, afirmó, reluciente de victoria y de alegría, y al mismo tiempo, brillando de odio.

L.S. “Ya lo sabía”, volvió a decir, para luego agregar que eso no me iba a redimir de mis pecados.

L.S. “Pero eso no lo va a redimir de sus pecados, padrecito. Al contrario, acá sigue valiendo más la intención que el resultado, o mejor dicho, sus intenciones, que han sido todas, empezando por el crimen aquel, y siguiendo con el estrellón y la señora Carmen y, más que nada, con habernos engañado, con haberme engañado a mí. Con haber intentado jugar. ¿Nos creyó idiotas?”

P.A. “Jamás, mi señora, yo definitivamente no entiendo nada…”

L.S. “Entiende, claro que entiende y se sigue haciendo el tontarrón, que para eso es muy bueno, ¿cierto? Entiende porque sabe, para comenzar, que ese número que escribió ahí no sirve para nada. Entiende, maldito engendro, que Roberto y Tomás estaban juntos en esto, y usted con ellos. Usted siempre con ellos. Claro, la plata que todo lo puede, que todo lo tuerce. ¿Cuánto quiere? ¿Cuánto quieren por la verdad? ¿Uno, cinco, diez millones? Pues vaya sabiendo que se equivocaron, y bien feo. Mire…”

La señora Sandoval estaba llevada por la ira. Jamás la había visto así de descontrolada. Hablaba, vociferaba, manoteaba, me miraba con odio, como si me odiara más todavía por odiarme. Me dijo mire, metió su mano en un bolsillo de la chaqueta que llevaba puesta y sacó una pluma que bamboleó frente a mí.

L.S. “Esta es la verdadera, y acá están los números que son, mi señor muy reverendo. Se quedaron sin el negocio los tres alegres compadres”.

Hizo un breve silencio. Inhaló aire y lo exhaló, muy despacio. Entonces me informó que se iba.

L.S. “Y ahora me voy, pero usted se va a quedar acá el tiempo que sea necesario, porque voy a regresar muy pronto a saldar cuentas con usted y con su amiguito Alcorta. O para decirlo mejor: va-mos-a-re-gre-sar De eso no le quepan dudas”.

Libreto original

Fernando Araújo Vélez

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