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“Yo Confieso”: El que anda en chismes descubre el secreto: proverbios 11:13-Capítulo Cinco

Presentamos el quinto capítulo de la audionovela “Yo Confieso”, creación de la sección de Cultura de El Espectador, que será emitida cada ocho días desde estas mismas páginas, y estará abierto a todo el público desde este domingo 26 de abril desde las diez de la mañana.

* Redacción Cultura
26 de abril de 2020 - 06:54 p. m.
“Yo Confieso”: El que anda en chismes descubre el secreto: proverbios 11:13-Capítulo Cinco

Capítulos anteriores

1. Yo confieso: Hágase tu voluntad-Capítulo Uno

2. Yo confieso: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias-Capítulo Dos

3. "Yo Confieso": Los tiempos del demonio-Capítulo Tres

4. "Yo Confieso": Que el señor lo tenga en su gloria-Capítulo Cuatro

Créditos del Capítulo Cinco

Música

Ave María- Haëndel

Adiós Muchachos – Carlos Gardel

La cumparsita – Gerardo Matos Rodríguez

La tablada - Francisco Canaro

Caminito - Carlos Gardel

Lo que vendrá – Astor Piazolla

Las 40 – Rolando Laserie

Personajes y voces

Narrador-Padre Andrés (mayor): Fernando Araújo Vélez

Padre Andrés: Andrés Osorio

Padre Benito: Hugo García

Don Tomás: Felipe García Altamar

Señora de las esmeraldas: María Paula Lizarazo

Párroco iglesia de San Francisco: Luis Guillermo Ordoñez

Tendero: Jaime Otoniel Francisco Hernández Pulgar

Capítulo Cinco

El que anda en chismes descubre el secreto: proverbios 11:13

Cuando terminó la misa, me le acerqué el padre párroco y me presenté como era debido. Me tomó del hombro, me preguntó por el padre Benito y me invitó a acompañarlo a la sacristía. Encendió una radio que daba las noticias del día, supongo que para acompañarse, se sentó en una silla mullida como de cuero, me invitó a que tomara asiento en un sofá y me dijo.

P.S.F. “Soy sólo oídos, padre Andrés”.

P.A. “Su Eminencia, es que me han enviado donde usted pues me dijeron que sólo usted puede ayudarme con un asunto que se está volviendo casi que de vida o muerte”.

P.S.F. “Será muy grave si vino hasta acá, con estos trancones bogotanos que cada día son peores”.

P.A. “Sí, sí, es muy grave, o puede llegar a ser muy grave”.

P.S.F. “Cuénteme pues, que acá estamos para ayudarle en lo que necesite, y más, si viene de parte del padre Benito”.

P.A. “¿Usted lo conoce mucho?”

P.S.F. “Desde niños. Estudiamos en el mismo colegio, leíamos los mismos libros y nos los comentábamos, mientras los demás compañeros jugaban fútbol o baloncesto, y nos jurábamos que apenas nos graduáramos, íbamos a servir a Dios. Estuvimos en el seminario hasta que nos ordenamos, y ya por decisiones superiores, nos separamos. Él se quedó allá, como usted bien sabe, y yo me vine a la diócesis de San Francisco. Sin embargo, no nos hemos dejado de ver. Hablamos casi todos los días por teléfono y nos vemos una vez por semana. Como lo imaginará, somos mucho más que conocidos. Sabemos todo el uno del otro”.

P.A. “Sí, mucho más que conocidos, sin duda, no lo sabía”.

P.S.F. “Bueno, pero basta ya de cháchara, cuénteme qué es eso tan grave que vino a contarme”.

Lo grave pasó a ser más grave aún luego de oír la historia de amistad del párroco de la iglesia de San Francisco y del padre Benito. Eran mucho más que conocidos y podían ser mucho más que muchas otras cosas, pensaba ya yo en el bus, camino del Seminario, después de cientos de vueltas y de mentirle al párroco sobre mi verdadera vocación para ser sacerdote, mis principios, mi honestidad, porque eso fue lo que me inventé para dejar a un lado el asunto de la pluma. Le dije, le lloré, en la más acabada representación teatral de mi existencia, que no estaba seguro de que tuviera las condiciones para ser sacerdote toda una vida y servirle a Dios más de toda una vida.

P.A. “Pues usted sabe, padre, que la carne es débil, que uno tiene apetitos y en ocasiones pueden no alcanzar la voluntad y la fe, y cuando le hablo de apetitos, su excelencia, y perdóneme de verdad por todo lo que le estoy confesando, pero no tengo a dónde más ir, sí, le decía que cuando uno dice, cuando digo apetitos, no sólo me refiero a los carnales, que Dios me proteja, sino a otros, el dinero, padre, las comodidades, los lujos, los placeres, que es una tentación ir en un Mercedes Benz y no tener que soportar estos buses y el humo y a los conductores que lo van a matar a uno en una de sus frenadas, mire que hace un rato, antes de entrar a este santuario, casi me asesina uno, con la cruceta en la mano y todo, y en fin, su excelencia, su reverenda santidad, no quiero importunarlo y quitarle su tiempo, que usted es un hombre muy ocupado, pero es que no sé qué hacer, a mí me llaman, qué digo, me pegan gritos los pecados, y no estoy seguro de poderme contener, porque, ¿sabe?, lo más grave de todo, Su eminencia, lo más grave es que yo tengo muchas dudas sobre nuestro Dios, y que él mismo comprenda la importancia de dudar y me perdone, y usted, por supuesto, usted, como su hombre en este valle de lágrimas, pero dudo, sí, dudo porque veo mucha injusticia por donde me asomo, gente muy, muy llevada, miserable, sin tener qué comer, y magnates que lo poseen todo, y veo tanta desigualdad, padre, y nosotros en nuestras casas casi que bañados en oro…”

P.S.F. “Perdóneme que lo interrumpa, padre Andrés, pero es que no sé qué tiene que ver una cosa con la otra. O sea, sus dudas consigo mismo y el oro del que habla, que no es así”.

P.A. “Ay, su excelencia, es que si yo no tuviera dudas sobre el proceder de nuestro señor, y esto espero no volver a decirlo nunca más en mi vida, jamás, no tendría dudas sobre mí mismo y mis deseos, porque estaría convencido de mi misión en la tierra, de nuestra importancia, y no, resulta que no lo estoy, no veo qué es lo que hacemos, no veo que le cambiemos la vida a nadie, no veo nuestra obra, no, no veo nada de eso, en cambio, veo intransigencia, miedo, culpa, veo que le llenamos la vida a la gente de cargas y que no hacemos otra cosa que reinar a partir del miedo y del dogma, del infierno, si prefiere que lo llame así, reinamos con la amenaza del infierno en cada una de nuestras palabras”.

P.S.F. “Nosotros no somos quienes infundimos el miedo, padre Andrés. El miedo es una consecuencia de los malos hábitos, por una parte, y de una infinita inseguridad, por otra. Quien la debe, la teme, como me decían en casa mis padres. Aquel que obra con rectitud, con sinceridad, con nobleza, no tiene por qué tener miedo. No es un asunto de la iglesia y de Dios, es un asunto de cada quien con cada quien”.

P.A. “Sí, eminencia, en eso tiene usted razón, o en todo, yo no soy quién para contradecirlo, usted es el enviado más directo de Dios entre nosotros, lo sé, lo admito, lo agradezco, y sin embargo, pienso que nuestras escrituras y nuestra voz son un dictado hacia el temor. El temor a Dios, como se suele decir en la calle, que es el temor con el que nosotros logramos dominar al pueblo, a los feligreses que van a nuestras iglesias y que nos buscan para que les aliviemos sus padecimientos”.

P.S.F. “Sus dudas, padre, surgen de un equívoco, de un principio mal entendido. Le repito que no es la iglesia la que infunde miedo en los fieles, sino ellos los que tienen miedo por sus actos. Primero fueron sus actos, esos actos que nosotros llamamos pecados, no lo ponga en duda”.

Nos callamos. Oímos el ruido del pecado de la calle que se metía hasta la sala donde estábamos. Y digo pecado, pues lo que escuchábamos era el alboroto mezclado con murmullos de los traficantes de joyas que yo había visto un par de horas antes. Y claro, era muy claro que esos de afuera eran a los que se refería el padre párroco, pero también era muy claro que esos de afuera actuaban según un código moral totalmente distinto al nuestro. Por lo tanto, no podíamos juzgarlos desde nuestro bien y nuestro mal. Se hizo de noche, o yo percibí que ya era de noche, como percibí que no tenía sentido seguir conversando con el párroco de San Francisco. Tenía un discurso aprendido y repetido que le daba seguridad, y del cual no se iba a salir nunca. Me puse de pie, sonreí, hice una venia y le dije:

P.A. “Padre, Excelencia, muchas gracias por sus palabras, muchas gracias por haber abierto mi mente, por devolverme esa fe que se me había extraviado, voy a pensar y a meditar en lo que usted me ha dicho, todos los días y las noches si es posible, y voy a recordar este encuentro por el testo de mi vida”.

Cuando salí por donde había entrado, vi cómo los esmeralderos de antes, de siempre, se iban por distintos lugares, y vi la oscuridad caer sobre la Jiménez, sobre la iglesia, sobre los cerros, y vi a la señora Esmeraldas que cruzaba con prisa hacia donde yo estaba, y empezaba a hablarme.

S.E. “Como un gran favor, un inmenso favor, vengo a darle una información que puede ser crucial para usted, Padrecito”.

P.A. “Gracias, dígame”.

S.E. “Tome, vaya a esta dirección en una hora y pregunte por don Tomás. Corra que se le hace tarde”.

P.A. “Pero…”

S.E. “Corra, le digo, padrecito, que se le hace tarde y tal vez no alcance a verse con don Tomás”.

Llegué jadeando a la dirección que doña Esmeraldas me había anotado en un papelito, que correspondía a un diminuto local que parecía ser una joyería, o un puesto donde se arreglaban joyas, y pregunté por don Tomás.

Tendero: “¿De parte?”, preguntó un tipo de más de treinta, mal encarado, aburrido de la vida, habría dicho yo, e incluso algo nervioso.

P.A. “Del sacerdote Andrés Eugenio Santacruz, a sus órdenes”.

Le respondí con acento en cada una de las sílabas de mis nombres y mi apellido, y con énfasis en lo de sacerdote, para ver si respetaba, pero no, el tipo estaba en otra cosa, ni respetos ni nada de nada. Llamó a don Tomás a los gritos,

T. “Tomásaaaas, que lo necesita un cura”.

Volteó hacia el fondo y prendió un cigarrillo.

Don Tomás era realmente Tomás, un muchachito que no pasaría de los 22 años, casi tan joven como yo, y por supuesto, mucho más suelto. Desenfadado, diría.

Tomás: “¿Sí?, ¿qué se le ofrece?”

Me preguntó limpiándose las manos en el pantalón, para saludarme después.

P.A. “¿Podemos hablar en otro lado?”

Tomás: “Julio, eche pa’ dentro, que el padrecito viene con secretos”.

T. “Secreticos, secreticos, así son todos estos curas”.

Los murmullos del tendero se fueron haciendo más murmullos a medida que se iba. En el fondo del local encendió una radio que pasaba tangos como de Gardel y música vieja, muy vieja.

P.A. “La señora Rosa me dijo que hablara con usted”.

Tomás: “Ajá”

P.A. “Es sobre el asunto de unas plumas muy finas con dibujos precolombinos”.

Tomás: “¿Plumas?”

P.A. “Sí, plumas estilográficas, de esas para escribir”.

Tomás: “Ok, sí, ya, ¿y qué es lo que pasa con esas plumas?”

P.A. “Que necesito una que está pintada de motivos precolombinos, y la señora Rosa, la de… la de las esmeraldas, me dijo que viniera a verlo a usted”.

Tomás: “Pásese mañana a esta hora, que yo primero tengo que conversar con la Rosa, ¿bueno?”

P.A. “Pero es que yo mañana no voy a poder”.

Tomás: “Es asunto suyo, padre, si viene, bien, acá podré decirle algo, si es que con la Rosa todo bien, si no, pues nada”.

P.A. “Listo, listo, yo mañana me paso por acá a esta misma hora, no hay problema. Muchas gracias”.

Tomás: “A usted, vaya con Dios, padre”.

Cuando dijo “Vaya con Dios”, se rió. Y yo me fui con Dios, o sin Dios, o con un millón de dudas sobre Dios. Tomás era uno de tantos de los que yo le hablaba al párroco de la iglesia de San Francisco, gente sin Dios ni ley, tan sin Dios, que se burlaba de Dios y de nosotros. Alejados de toda fe, de cualquier doctrina sagrada. Apegados a la tierra y a lo terrenal, al dinero, esencialmente, y a todo lo que podían comprar con el dinero.

Apenas llegué al Seminario, casi sobre las ocho de la noche, el padre Benito me mandó a llamar, como lo había supuesto en el camino. Me indagó sobre la pluma. Le contesté que no había podido encontrar al tipo de la otra noche.

P.A. “Pero no se preocupe, su eminencia, que ya averigüé todo sobre él, y mañana a esta hora tendremos la pluma”.

P.B. “Ah, qué bien, mire usted cuánta diligencia. ¿Y se puede saber con quién habló?”

P.A. “Con un amigo de él, un muchacho que se llama Tomás y que trabaja en el centro en una especie de relojería”.

El padre Benito dio media vuelta cuando oyó el nombre de Tomás. O yo creí que fue por eso. Se sentó ante su escritorio, abrió un cajón, y sacó una libreta. Me preguntó de nuevo.

“P.B. “¿Tomás? ¿Así, sin más, sin apellido ni nada?”

P.A. “Excelencia, el muchacho no me dijo su apellido, era algo malhumorado, por eso no le quise insistir. Igual, por lo mismo, yo pienso que es de fiar”.

P.B. “¿Por malhumorado?”

P.A. “Sí, fíjese que no va por la vida tratando de agradar a nadie, como tanta gente que hay por ahí. Es un punto a su favor”.

P.B. “Amanecerá y veremos, como dicen, padre Andrés. ¿Y no habló con nadie más?”

P.A. “Ah, sí, perdone, se me había olvidado. Conversé con el párroco de la Iglesia de San Francisco”.

P.B. “Mire usted, qué bien, con el padre Anastasio, ya, muy bien, ¿y qué le contó?”

P.A. “Le mandó saludos, no sabía que fueran tan cercanos”.

P.B. “Bien, bien, muchas gracias, sí, somos muy amigos desde hace tiempo”.

En la medida en que me preguntaba, el padre Benito anotaba en su libreta cosas, o yo creí que anotaba cosas. No podía ver nada desde el sofá donde me había hecho sentar. Luego de un silencio, guardó la libreta de huevo, cerró el cajón, se puso de pie y se paró frente a mí.

P.B. “¿Y se puede saber de qué hablaron?”

P.A. “Nada en especial, excelencia, entré a misa porque cuando pasé por ahí estaban encendidas las luces y abierta la puerta principal de par en par y quise orar un rato. Agradecerle a nuestro señor Jesucristo por tantas y tantas cosas. Cuando el padre Anastasio acabó, fui a saludarlo, simplemente como un gesto de colega”.

No sé por que mentí. Bien le habría podido decir que habíamos conversado sobre mis dudas, sobre mis opiniones con respecto al papel de la iglesia. Y sin embargo, mentí, pese a que sabía que tarde o temprano iban a hablar entre ellos dos, y el padre Anastasio le iba a relatar la verdad. Eran amigos desde siempre. Lo sabían todo el uno del otro, como el mismo párroco me lo había asegurado. Tal vez, incluso, ya habían charlado sobre mi visita. Y yo de idiota, mintiendo. Yo de idiota, tratando de engañar a un viejo zorro de mil batallas.

P.B. “Bueno, espero que mañana tenga usted la pluma y que podamos cerrar este capítulo de una buena vez, padre Andrés”.

P.A. “Sí, Eminencia, claro que sí, mañana tendrá usted la pluma, sin duda”.

Nos dijimos buenas noches y me retiré, con la venia acostumbrada y un sentido Que nuestro señor lo bendiga, y subí a mi cuarto a toda prisa, aunque no sabía para qué tanta prisa. Algo ocurría con las plumas, y las plumas seguramente tenían que ver con el padre Anastasio y con el padre Benito y la señora Sandoval, eso estaba claro, lo que no estaba claro para nada era qué tenían esas plumas de especial. Pensé en deslizarme una noche, ojalá aquella misma noche, a la habitación de Su eminencia y robarle la estilográfica que había visto entre su biblioteca. Por supuesto, eso jamás iba a ser posible, a menos de que el padre Benito saliera un fin de semana a algunos retiros espirituales, o a un paseo, o se fuera de viaje. La otra opción, y la mejor opción, creía yo, era la señora Sandoval. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo podría hallarla, y menos de un día para el otro, porque la situación requería prisa. Si no averiguaba lo que ocurría en menos de 24 horas, el padre Benito tomaría cartas en el asunto. Pensé que posiblemente podía haber algún dato suyo en la sacristía, y de sólo pensarlo volví a vivir. Esperé un tiempo largo, me levanté, me puse los zapatos más silenciosos que tenía, unas pantuflas peludas medio ridículas, y salí. Las luces estaban apagadas y no se escuchaba un solo ruido. Caminé por los pasillos que llevaban a la escalera principal y más allá, por un diminuto hall que terminaba en un cuarto del que se desprendía una escalerita auxiliar. Cuando llegué allí, dudé, porque los peldaños de la escalerilla eran diminutos y de tanto uso, cada uno había acabado por doblarse hacia abajo.

Eran una trampa mortal. Hacía tiempo que los padres encargados del edificio habían dicho que la iban a arreglar, pero habían pasado casi dos años de eso y nada. Se habían limitado a advertirnos que era peligroso que la usáramos. Nos recomendaron que la evitáramos en la medida de las posibilidades. Una recomendación, sólo eso. Y ahí estaba yo, recordando las advertencias, las conversaciones sobre lo que podía ocurrir, mientras observaba en la oscuridad cada uno de los los 97 peldaños que iban hasta la parte de atrás del altar y que podían matarme, y las barandas oxidadas, que también podrían desprenderse, y el piso a lo lejos, muy a lo lejos, inalcanzable. Ahí estaba yo, inmerso en mis más básicos temores, repleto de incertidumbres físicas, mirando hacia un lado y hacia otro para ver si llegaba alguien que pudiera ayudarme aunque supiera que lo mejor era que no se apareciera nadie, y mirando también hacia el vacío, o rescatando con mis ojos lo poco que podía ver del vacío gracias a un exiguo halo de luz que se colaba por una mínima ventanilla. Por fin, cerré los ojos con fuerza, respiré una y dos y tres veces lo más profundo que pude y me decidí. Lo que tenía que hacer lo tenía que hacer de una vez, a la tremenda. A la tremenda pero temblando, bajé al primer escalón, que crujió ante el peso de mi cuerpo. Antes de que pasara algo, pasé al segundo peldaño, agarrándome con absoluta delicadeza de la baranda, que se mecía de un lado al otro y emitía un sonido como de silbido.

Del segundo salté al tercero y al cuarto y al quinto y seguí bajando, a veces a los saltos, a veces a paso muy lento, hasta que a unos diez escalones del suelo uno se rompió. El ruido quebró la noche, y la noche pareció astillarse. Llevado por el instinto, me lancé al vacío. Caí con los pies por delante y de inmediato, para apaciguar el golpe, me eché de lado. Pasado el estruendo, miré hacia arriba y alcancé a vislumbrar el escalón roto. Sólo entonces empecé a pensar en que no podría regresar por aquella escalera, y como si aquel imposible me hubiera dado fuerzas, gateé hasta el mueble de los archivos de la sacristía y empecé a buscar. Tenía toda la noche, así que fui despacio, muy despacio, viendo cada carpeta, leyendo historias de gente que no conocía y de la que jamás había oído hablar. Una, referida a Justo Penagos, relataba que había donado los butacas de la capilla del seminario a cambio de que lo enterraran ahí. Durante muchos años, incluso en el tiempo de esta historia, algunos católicos creían que si los enterraban en una iglesia irían más rápidamente al paraíso, y con tal de estar en algún lugar sagrado, pagaban lo que fuera, como el señor Penagos. En otra carpeta, marcada bajo el nombre de Julio Villamayor, luego de los consabidos datos biográficos, leí que el señor se había batido a duelo con un amigo en un lejano paraje de Cundinamarca, por asuntos de amores, y que había matado a su oponente. “La culpa lo persigue día tras día y noche tras noche”, decía un apunte a mano casi al final. Más abajo, en el mismo tipo de letra, leí: “100 mil x 30”.

Casi todas las carpetas que revisé tenían al final un número similar. Cambiaban las cantidades, pero la ecuación era idéntica: 200 mil x 45, o 150 mil x 30, o 500 mil por 30. No había que ser muy perspicaz para suponer que los miles eran miles de pesos, y que el otro número correspondía a los días en que cada quien debía cancelar su cuota. En esa misma y última hoja, al respaldo, había anotadas una serie de fechas, que, imaginé, eran las fechas en las que cada quien había pagado. Por encima, era un montón de dinero, y aunque hubiera sido poco, yo quedé alarmado. Me sentí miserable por ser tan ingenuo y estúpido. Indignado, olvidé a la señora Lucrecia y elegí algunos de los legajos que había visto. Me los metí dentro de la camisa y salí de ahí con la cabeza en alto, queriendo en el fondo que alguien me descubriera para decirle y mostrarle lo que había hallado. Deseaba pelear. Discutir. Denunciar. Ir a algún santo tribunal y demandar a los curas del seminario. O a algún periódico. Subí a mi cuarto por la escalera principal. Todo el mundo dormía. Preciso el día en el que quería con todas mis ansias que alguien me recriminara algo, lo que fuera, todos dormían. Ya en mi celda, descargué las carpetas sobre la cama y comencé a sumar y a multiplicar. En diez casos, diez personas, diez pecadores, diez culpables, le pagaban a alguien del seminario dos millones de pesos al mes. En cada cajón debía haber unos setenta legajos, y eran cuatro los cajones del mueble del archivo de la sacristía.

Hice cuentas. Revisé los documentos que me había llevado. Sonreí y me acongojé. Sufrí y me divertí. La última historia era de una mujer que había tenido como amante a un sacerdote. Entre los datos personales, decía que se llamaba Rosa Capriles, que había nacido en Santa Marta en el año de 1951, vivía en Bogotá y era ama de casa. En la parte correspondiente a la historia, leí casi en murmullos:

P.A. “Consta en el presente expediente del 30 de marzo de 1982 que la señora implicada en una pecaminosa relación carnal con un sacerdote ha contado libremente su historia en el sagrado sacramento de la confesión y ha cumplido a cabalidad con sus penitencias. La relación, doblemente adúltera, por llamarla así, se ha consumado en diferentes lugares de la capital, entre la culpable y el sacerdote, de quien no conocemos su nombre, desde el año de 1979. La señora Capriles, casada en vínculo católico, madre de dos niños, ha declarado que no continuará con la sacrílega relación, y se ha comprometido a cumplir en su totalidad su penitencia”.

Abajo, en la ecuación correspondiente, decía 300 mil x 30. Me quedé un rato largo leyendo y releyendo la hoja, como si de pronto, por milagro, fueran a aparecer más hojas de las que había. Por fin, cuando comenzó a aclarar, cerré el fólder, y fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía una pulsera de hilos de colores que llevaba puesta en la muñeca de mi mano derecha desde mi llegada al seminario. Desesperado, me quité toda la ropa y busqué dentro de la ropa, por si acaso. No había nada. Y que no hubiera nada era una tragedia. Me vestí de nuevo. Miré bajo la cama, en el clóset, y fui hasta el baño. Nada. Empecé a entrar en un alarmante estado de pánico. Me daba vueltas todo, y todo perdía su color, y mis manos temblaban, y mi respiración se entrecortaba, y sentía que la sangre se desbordaba. Miré hacia el patio por la ventana para ver si temblaba. Los árboles no se movían. El único que se movía era yo. Me vi en el espejo, pálido, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Me eché agua. Sentí que necesitaba un cigarrillo, pero en el seminario estaba prohibido fumar. Igual, busqué un paquete que tenía escondido bajo mis camisas. Si me iban a expulsar de todas maneras, un cigarrillo de más o de menos no iba a transformar la situación. Abrí la ventana y encendí el cigarrillo, y echando humo recordé una vieja canción y canté,

Canción: “Con el pucho de la vida apretado entre los labios, la mirada turbia y fría, un poco lerdo el andar, dobló la esquina del barrio y, curda ya de recuerdos, como volcando un veneno esto se le oyó acusar. Vieja calle de mi barrio donde he dado el primer paso, vuelvo a vos, gastado el mazo en inútil barajar, con una llaga en el pecho, con mi sueño hecho pedazos, que se rompió en un abrazo que me diera la verdad. Aprendí todo lo malo, aprendí todo lo bueno, sé del beso que se compra, sé del beso que se da; del amigo que es amigo siempre y cuando le convenga, y sé que con mucha plata uno vale mucho más”.

Con mucha plata uno valía mucho más, sí. Yo no tenía ni un céntimo. Era, quitando lo de los besos que se compran y se dan, como el tipo de la canción, y quería ser como el tipo de la canción. Ir por la vida con un pucho apretado entre los labios, caminando despacio, con la mirada turbia y fría, en busca de la noche, de lo que ocurriera. Sin embargo, apenas era un cura recién ordenado, enclaustrado entre santas paredes, crucifijos, biblias y secretos que comenzaba a descubrir, vestido siempre de paño, con el pelo corto, peinado a la perfección, con una raya que dividía el pelo a la izquierda, y afeitado a ras día a día. Apenas era un ensayo de hombre, y para los hombres así no había canciones. Eran las cinco y cincuenta cuando terminé el pucho. Lo apagué contra la parte del muro que daba hacia el patio, lo envolví en un pedazo de papel y lo guardé en el bolsillo. Salí a misa de seis como si nada, aunque nada era todo, o casi todo, porque el mundo había cambiado en una sola noche, y así lo vi esa mañana. Y así vi al padre Benito cuando salió de la sacristía, vestido de blanco para dar la primera misa del día en latín. Traté de escudriñar su rostro, de hallar entre sus movimientos algo fuera de lo normal. Todo parecía en regla. En un momento, cuando levantó el cuerpo de Cristo hacia el cielo, me miró. Yo sentí que me había traspasado y bajé la cara de inmediato. Supuse que sabía lo de mi expedición unas pocas horas antes, que al terminar la misa me iba a llamar aparte para interrogarme y que después me iba a expulsar. La suerte estaba echada. El destino, marcado.

Conté los segundos para que el padre dijera La paz está con vosotros, y cuando lo dijo,

P.B. “La paz esté con vosotros”, me arrodillé, bajé la cabeza y me di la bendición con fervor, y en esas estaba, cuando sentí que una mano tocaba mi hombro. Me di vuelta y vi al padre Benito, que me hacía señas de que fuera con él. Por un instante creí que eran alucinaciones mías, porque era imposible que en menos de lo que dura una bendición, el padre hubiera caminado hasta donde yo estaba. Pero ahí estaba. No sabía cómo, pero ahí estaba. Y tan estaba, que luego de las señas me dijo en tono perentorio que fuera con él. Estúpidamente, traté de retardar el tiempo. Me sacudí la camisa, el saco, el pantalón. Me acordé del cigarrillo envuelto y seguí con mi absurda rutina, hasta que ya no encontré más formas de dilatar la situación. Apreté los dientes, le hice una venia al padre y salí tras él. En el camino, me arrodillé ante la cruz que estaba detrás del altar y continué. Apenas entramos a la sacristía, el padre Benito levantó los brazos de espaldas a mí, como diciéndome que le ayudara a quitarse la túnica blanca, la casulla, como se llama en términos eclesiásticos, y la estola. Luego, ya vestido con su sotana negra, se colgó un rosario de cuentas también negras, encendió una radio y sintonizó una emisora católica, y dio un par de pasos hacia el archivo, o el kárdex, como le decían en algunas oficinas.

Yo lo observaba de reojo, por detrás, y buscaba en cada rincón la pulsera de hilos de colores, pero todo estaba inmaculado. Seguro, uno de los novicios ya había limpiado. Le pregunté al padre Benito cada cuánto hacían el aseo en la sacristía. Se quedó en silencio, o siguió en su mutismo. Arregló dos floreros que había sobre el mueble de los archivos y dijo, sin darse vuelta:

Libreto original

Fernando Araújo Vélez

Por * Redacción Cultura

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