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Yo Confieso: Entre asesinos nos entendemos, Capítulo 16

Lucrecia Sandoval le confiesa al padre Andrés Santacruz, a quien tiene a su disposición, cómo haber envenenado a su padrastro le produjo éxtasis. Escuche acá el Capítulo 16 de Yo Confieso, que estará abierto a todo el público desde el próximo domingo 12 de julio a las diez de la mañana.

12 de julio de 2020 - 02:30 p. m.
Yo Confieso: Entre asesinos nos entendemos, Capítulo 16
Foto: Ilustración: Éder Leandro Rodríguez

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Créditos del Capítulo 16

Música

Ave María- Haëndel

Banda Sonora: Montaña

Personajes

Narrador-Padre Andrés (mayor): Fernando Araújo Vélez

Padre Andrés: Andrés Osorio

Lucrecia Sandoval: Manuela Cano

Joaquín Restrepo: Nicolás Mora

Estefanía Pardo Donado, Keit de La Hoz, Ivonne Donado y Jorge de la Ossa ayudaron en la grabación de los extras de la costa.

Capítulo 16

Entre asesinos nos entendemos

L.S. “Aunque cada día que pasaba me convencía más de que la búsqueda de aquel niño, que era mi hermano, era poco menos que infructuosa, continué. No tenía fotos, sólo aquella famosa que hallé y de la que le hablé. No tenía nombres ni registros. En medio de aquel buscar y no encontrar, llegó el tiempo de pensar qué iba a hacer con mi vida”.

Tenía plata, me dijo. Me confesó. Y bastante. La herencia de sus padres y una que otra inversión. Tenía dónde vivir: la casa a la que yo había ido a buscarla. Tenía cosas, repetía. Solo cosas. Y eran tan cosas, afirmaba, lo admitía, que una hermana que se mudó a vivir con ella, y la gente con la que trabajaba, con la que hacía negocios, y a la que se cruzaba en la vida, eran también cosas, aunque sonara horrible. Ella misma también se había transformado en una cosa desde hacía mucho tiempo, desde que le habían dicho que sus padres habían muerto, y fue como cosa, sí, como cosa ambulante y resentida que le dio las pastillas que no eran a su segundo padre.

L.S. “¿Recuerda?, y bueno, como cosa lo vi morir, y vi cómo se extinguía una vida, cómo se iba una vida, su vida, ante la complicidad de su esposa, mi tía, que no hizo nada por salvarlo porque seguro estaba hastiada de él también. Cual cosa, padre Andrés, afronté lo que vino”.

P. L. S. (Vómitos, convulsiones, gritos, etc. La escena en la que lo mata).

L.S. “Actuaba según los manuales: reglas que se repetían y repetían, y en medio de todo, tenía que actuar así. Debía ser fría, calculadora, manipuladora. Por eso me salvé de que me incriminaran en el crimen de mi segundo padre, ¿ve? Actué a la perfección. Lloré cuando se suponía que debía llorar, y callé cuando debía callar. Unos cuantos miles de miles de pesos arreglaron el resto, o sea, el informe de la muerte. ¿La verdad? Yo era una niña de menos de veinte años a la que el mundo quería tragarse. O dejaba que me tragara o me lo tragaba yo. A la fuerza, tuve que negociar con tiburones que me doblaban y triplicaban la edad y que querían comerme, en todos los sentidos del término, usted entiende, padre. Mi única defensa eran los manuales, y cuando le digo manuales, incluyo los de actuación, manipulación y demás. Hacer cada cosa según una instrucción y enrostrarle mi conocimiento a todo aquel que quisiera hacer tratos conmigo. De día, pasado lo de mi segundo padre, negociaba, ponía en práctica lo que había aprendido en los libros. De noche, por supuesto, leía y estudiaba y tomaba apuntes. Hice toda una carrera de negocios en menos de un año sin ir a la universidad. Y sin embargo, en el fondo sentía que no sabía nada. Que no entendía la vida, ni las razones de ser de los manuales, ni a los seres humanos. Bueno, a los seres humanos era a los que menos entendía, para serle sincera”.

Entonces, un día, conoció a un tipo, un muchacho de menos de treinta años, que gerenciaba una de las líneas de una empresa muy grande. Joaquín Restrepo, se llamaba. Salieron un año. Incluso, como me dijo, ella creía que estaban enamorados. O por lo menos, ella se sentía plena de amor. Volaba…

L.S: “Era un tipo perfecto, según la perfección que había visto en las películas y de la que hablaba la gente. Atento, educado, detallista, sensible, inteligente, con un gran futuro. Hasta tocaba guitarra y cantaba. Era el centro de atención por donde íbamos. Pues bien, padre. Con el tiempo, Joaquín me fue enseñando de la vida y de la gente, o yo fue aprendiendo de él, y en la medida en que fui contagiándome de él, me fui soltando. Me relajé y me le entregué por completo, en cuerpo y alma. Era lo que él buscaba, pero en aquel tiempo ni lo sospeché. Ya le dije: yo no sabía nada de la vida, de lo que vivía. Era un robot. Entregada, como estaba, le conté de mi hermano, del accidente de mis padres, de su muerte y él se brindó para colaborarme, y fue en ese momento, una noche en la que llovía y no dejaba de llover, tomándonos unos rones, cuando me pidió un cheque bastante grande para la investigación”.

Joaquín Restrepo: “Todo vale mucho en este país, por desgracia”, me dijo.

En ese momento, iban a mitad de camino en sus amores. Ella le entregó el cheque, él se marchó, y al día siguiente se presentó muy temprano en su casa, con una maleta al pie. Entró, se tomó un tinto, comentó que ya tenía pistas, y que por lo tanto, debía salir de inmediato. Luego le dio un beso.

L.S. “Un beso rancio que me supo a beso de bodas de diamante, padre. Me explicó que por seguridad no iba a poder comunicarse conmigo muy a menudo, y se fue. Se largó. Yo, de idiota, lo admito, me quedé pensando, sintiendo el sabor a rancio de su beso de bodas de diamante, y le dije que tuviera un feliz viaje. Después caí en cuenta de lo que me había dicho, y luego, varios días más tarde, semanas, me enteré de que había dejado botado su trabajo así como así. Se reportó por vez primera a los quince días de haberse marchado. Me informó que todo iba muy bien, que ya tenía algunos testimonios claves, y sin embargo, pese a que le pregunté y le pregunté, no me contó nada más. Era peligroso, dijo.

J.R: “Es peligroso, mi amor, muy peligroso decir por dónde ando y con quiénes hablo, porque por acá hay gente muy difícil, peligrosa, pero estate tranquila, que yo me pondré en contacto…”

L.S. “Pasados dos días, recibí una escueta carta sin remitente ni firma en la que me decía que mis padres no habían muerto en un accidente. Y besos. Rastreé las estampillas, los sellos, en las oficinas del correo nacional, y allí un señor de mil años me comentó que la carta la habían enviado desde Fundación, en el Magdalena, pero que eso no significaba que quien la había mandado estuviera allá. Pasaron varios meses, padre, y lo peor no es que hubiera pasado tanto tiempo, sino que yo me estaba pudriendo de la angustia, y no tenía a quién preguntarle nada ni con quién hablar del asunto. Joaquín no tenía familia ni amigos ni compañeros. Era como si no hubiera existido jamás”.

Un día sí, y otro también, la señora Sandoval decidía que iba a ir a buscarlo hasta el fin del mundo. Y lloraba, me decía. Lloraba lo que no había llorado en el resto de su vida. Lloraba por ella, por tonta, por crédula, por ingenua, por imbécil, y por la situación, y por el maldito amor, porque en el fondo quería creer que todo era cierto, que Joaquín Restrepo estaba investigando, que había dado con varias pistas.

L.S: “Uno siempre quiere creer, y creer, padre, creer es lo que nos mata, como dijo usted el otro día en la reunión aquella, ¿se acuerda?”.

P.A. “Sí, por supuesto que me acuerdo, pero cada historia es distinta, señora Sandoval. Si no creyéramos, no tendríamos esperanza, y la esperanza, la fe, es lo que nos motiva para levantarnos todos los días”.

L.S. ¿En serio usted cree eso, a estas alturas de la vida?”

P.A. “¿Sí ve que usted misma me pregunta qué creo?”

L.S. “Sí, obvio, le pregunto si cree eso porque es prácticamente imposible estar seguro de eso”.

P.A. “Prácticamente imposible no es lo mismo que imposible”.

L.S. “Pero usted en qué cree, padre, dígame en serio. ¿Cree de verdad en Dios y en la salvación y en todo eso? ¿Cree en los seres humanos? ¿Cree en ese cuento del amor?”

P.A. “Quiero creer, y eso es igual de importante que creer. Es un asunto de voluntad, señora Sandoval”.

L.S. “No sé, no lo sé, tal vez jamás lo llegaré a saber. Lo único que sé es que yo quería creer, muy a pesar de que en el fondo algo me decía que todo era una maldita mentira”.

Quería creer, me dijo la señora Sandoval. Lo repitió cinco, diez veces, mientras se tomaba la cara con las manos. Pocos días después se dio cuenta de que el tal Joaquín Restrepo la había timado. Y eso para empezar, sólo para empezar. Se había llevado su dinero y se había esfumado. Jamás volvió a saber de él, pero tampoco lo pudo olvidar, fundamentalmente, porque le había dicho que sus padres no habían muerto en un accidente y que tenía un hermano. El amor, la plata, la traición, el haberse ido sin siquiera despedirse eran lo que menos le importaba. Pero sus padres, lo de sus padres y el hermano, eso nunca lo iba a olvidar. Necesitaba saber qué había pasado en realidad. Así que un buen día, arregló un par de maletas y se tomó un vuelo a Barranquilla, eso fue lo que me dijo. Fue a buscar a los periódicos, porque en los periódicos siempre había gente que sabía cosas. Indagó. Como en las películas, lo primero que le dijeron era que no sabían nada. Nadie sabía nada.

Voz de costeño: “No, señora, lo siento mucho, pero no sé de sus padres”.

Voz de costeña: “No, señora, yo no trabajaba acá cuando eso ocurrió”.

Otra voz de costeño: “No, señora imagínese, con tanta cosa del día a día”.

Otra voz de costeña: “No, señora, no sé quién será ese hombre, yo nunca he oído ese nombre”.

Otra voz de costeño: No, señora, Joaquín Restrepo jamás estuvo por acá”.

Fue hasta Santa Marta para hablar con la señora que le había dicho quién era María Elvira Ayerbe, la mujer de la foto.

Voz de otra costeña: “No, señora, lo siento mucho, ella falleció a principios de año”.

No, señora, no señora, las múltiples voces que le decían lo mismo con distintos tonos y con distintas palabras, eran como un coro de dolor. Transcurridos dos meses de averiguaciones, no tenía nada.

L.S. “Por lo menos, ya sabía que no tenía nada, padre, y que había hecho lo posible para comenzar a averiguar. ¿La verdad? Por momentos me conformaba con eso. Es decir, con haber lanzado el anzuelo, y con pensar que el anzuelo ya estaba bajo el agua y que en algún instante algún pez picaría. Me senté a esperar, como dicen. Y así, esperando, una noche estaba en la habitación del hotel donde me alojaba y me llamaron de recepción: que un mensajero había dejado un paquete para mí. Bajé a las carreras y lo reclamé, con cara de que yo sabía de qué se trataba. Subí con el paquete, más ancho que alto, lentamente, todo estudiado, y apenas volví a mi cuarto lo abrí con absoluta desesperación. Ni tiempo tenía de dejar en un cenicero el cigarrillo que había prendido en el camino para dar la sensación de calma y seguridad. Lo tenía en la boca, cual mecánico de taller del siete de agosto, y aunque me ahogaba con el humo y era consciente de que en algún momento la ceniza se iba a caer, seguía en las mismas”.

Cuando abrió el paquete, precisamente en ese momento, se le cayó la ceniza al piso. La ceniza, dijo, y después el cigarrillo, y después ella. La caja tenía un montón de fotos de sus padres. Unas, a primera vista, por la manera en que estaban vestidos, y porque sus rostros se veían con más años de los que recordaba, y también por el color y la nitidez de la fotografía, le parecieron de una época posterior a su muerte.

P.A. “Esto es toda una novela, mi señora”.

L.S. “Una novela y más, padre. Casi no salgo del estado de shock en el que entré. Hasta el aire se me fue. Quemé la alfombra de la habitación. Lloré. Me tiré como una niña sobre la cama a darle puños a la almohada, porque si no habían muerto, me habían abandonado, así de sencillo. Luego pasé a la ilusión de encontrarlos. Miré con detención las fotos una y mil veces más. La moda era más o menos reciente, principios de los ochenta. Traté de reconocer el fondo. Había una torre tras ellos. Devolví la película con cierta calma. Me habían dicho que su muerte había sido por un choque del carro en el que iban, contra un bus de expreso Brasilia en septiembre de 1978. ¿Me habían? La señora que había desaparecido me lo informó. Una señora, que además, había desaparecido de la faz de la tierra. Después me enviaron un telegrama, y bueno, llamadas, algunos familiares, usted sabe”.

P.A. “Pues no sé, señora Sandoval, no sé nada, ni siquiera el nombre de su padre, o el de su madre”.

L.S. “No se altere, padre, que ya se lo diré, si no se lo he dicho todavía es porque aún no es tiempo”.

Claro, no era tiempo. La señora Sandoval quería dilatar su historia y esperar entre idas y vueltas y venidas hasta llegar al instante crucial. Me contó que fue a la empresa de buses, a Brasilia. Que allí le dieron documentos sobre un accidente mortal, pero no en septiembre del 78, sino en octubre, y le aclararon que entre las víctimas no había ningún Sandoval. Me dijo que en el fondo esperaba que le comentaran algo así, y que celebró, como en el hotel. Celebró, obvio. Sus padres no habían muerto. Todo había sido una farsa. ¿De quién? De la señora aquella. ¿Por qué, para qué? Eso era lo que debía averiguar, entre tantas cosas que comenzaban con el hallazgo de sus padres y de su hermano. Siguió en su búsqueda. Incluso, contrató a un detective que le recomendaron en el hotel. Y a cuatro manos recorrieron la ciudad de cabo a rabo. Oficinas, bares, cafés, periódicos, emisoras, iglesias.

L.S. “Y una tarde, poco antes de la misa de seis, en la iglesia del Prado, un bizco de color calavera se me sentó al lado y me entregó un papel envuelto en un sobre, pero no dentro del sobre. Igual, eso no interesa. Me dijo:

Señor bizco color calavera: “Para que no pregunte más”.

L.S. “Y se quedó con los brazos cruzados, a la espera de mi reacción, pero mi reacción fue de absoluta frialdad, porque no entendí nada. Lo miré. Recuerdo que tenía un ojo medio apagado, que abría y cerraba a un ritmo diferente del otro. ¿Sí ha visto a alguien así alguna vez en su vida, padre?”

P.A. “No creo, mi señora, o al menos, por ahora no lo recuerdo. Quizá sí, pero lo que le diga es mentira”.

L.S. “¿Nunca? ¿En serio? ¿Ni a un bizco?”

P.A. “A un bizco, sí. En el colegio había uno. Había perdido el ojo por un pelotazo en un partido de fútbol. Y le pusieron uno de vidrio. Merchán. Ese era su apellido. ¿Y qué decía el papel que le dio el señor del Prado?”.

L.S. “Ayyyyy, padre. Acá se empieza a desenredar la madeja. Mi hermano se llamaba Donaldo. Le decían Doni… ¿Le suena de algo?”.

Más que sonarme, haber escuchado el nombre de Doni fue como si la señora Sandoval me hubiera clavado un largo cuchillo helado por entre el pecho y la espalda. Luego de soltar su as, se inclinó hacia adelante y me perforó con su mirada. Me atravesó. Estaba atenta a mi reacción. La esperaba. Seguro hacía mucho tiempo, años, que esperaba aquel instante, y aquella tarde, cuando por fin había llegado aquel momento, se regodeó. Mientras me desafiaba, sonreía con una leve inclinación de sus labios. Sonreía con una mueca de la que exhalaban ira, dolor, venganza, victoria, también.

L.S. “¿Sí le suena de algo un Doni, Donaldo, padre Andrés?”

Volvió a preguntarme y siguió sonriendo con dolor y con odio y con la alegría de haber llegado al punto al que quería llegar. Me tenía a su voluntad. Postrado en una cama, enyesado, vendado, y lo peor, descubierto. Pensé en hacerme el idiota y pedirle que continuara, y si me inculpaba, negarlo todo, pero aquello no iba a funcionar. Pensé en decirle que lo de Doni había sido un trabajo, solo eso, un trabajo, y que yo no podía suponer que iba a pasar lo que pasó. Pensé en ofrecerle excusas y en echarme a llorar como un niño arrepentido. Sin embargo, me quedé petrificado. Sin palabras, sin reacción, y ella siguió con la historia, con su historia, para seguir clavándome su cuchillo helado.

L.S. “Yo siempre quise tener un hermano, la verdad. Y mire usted, padre, lo que es la vida. Me llegaron dos hermanas que no eran hermanas, las hijas de mis segundos padres. Una le habló a usted un día, ¿recuerda? Magola. Bah. Nada fue lo que quise en esta vida. O nada ha sido como lo había querido, quizás hasta hoy. Lo que está ocurriendo hoy sí es lo que quise por muchos años, no se lo voy a negar.

P.A. “Pero yo no sabía que…”.

L.S. “Shhhhhhhhhhh… Silencio. Escuche, padre. Escúcheme y luego me suelta toda la sarta de mentiras y de excusas que quiera. Como le decía, duré muchos años esperando este momento, este preciso momento. Buscándolo. Porque ni crea que las cosas se dieron, como si fueran el destino o algo así, no. Yo las busqué, yo lo busqué a usted por años. El bizco me dijo que la letra del papel que me dio era de un Andrés Santacruz, que vivía por El Centro, y me dijo dónde estudiaba usted, en qué año. Y yo lo fui a ver, lo vi, lo detallé, y supe de su vida, y de cuando se marchó al seminario, y hablé con el padre Benito, él lo sabe todo, él también lo estaba buscando desde hacía años, le voy diciendo, y con él fuimos cercándolo, padre, cercándolo y acercándolo, trayéndolo hasta acá, hasta este dulce instante. Ahora, si quiere que sea absolutamente sincera, esta realidad supera todas mis ficciones, porque por un lado, a veces, muchas veces, me dejé llevar por la tristeza y la derrota y creí que jamás iba a atrapar al responsable de la muerte, o mejor, del terrible asesinato de mi hermano. Porque pongamos las palabras que son, y donde son. ¿Se imagina có-mo- fue su muer-te, pa-dre? Contésteme, porque eso también me ha dado vueltas en la cabeza todo este tiempo. Si quien mata o quien tiene que ver con un asesinato piensa después en la víctima, si la recuerda, o si la deja pasar así como así, si la olvida. No sé. Son cosas en las que uno piensa, ¿no? Por ahí hay quienes dicen que la primera muerte es la difícil, la que no se olvida. Bah, como el primer amor. ¿Será? Y pregunto, aunque suene a obviedad, pues es distinto sentir culpa, que pensar en la muerte de quien se acaba de matar. Ya que estamos en estas, que estoy en estas, padre, le puedo hablar de lo que me ocurrió a mí con la muerte de mi segundo padre. Usted ya sabe que yo lo maté. No es un secreto”.

P.A: “Usted me lo dijo, sí, en su primera confesión…”

L.S: “No me interrumpa, padre, por favor… Le contaba, sí, le contaba que lo envenené, a mi segundo padre, y que lo hice a conciencia. Sobra acá decir que lo odiaba. No era mi padre en realidad, pero se tomaba atribuciones de padre. Eso era lo que más detestaba de él. ¿Con qué derecho venía a decirme que no pusiera los codos en la mesa cada vez que comíamos, que era siempre, maldita sea, siempre? ¿Con qué derecho me decía que me sentara derecha, que no hablara con la boca llena, que ayudara a mi madre, mi madre, por dios, ¿cuál madre?, a lavar la loza y a poner la mesa y a cocinar? ¿Con qué derecho me obligaba a ir a misa todos los domingos, y a confesarme con gente como usted, dígame, padre, con qué derecho? ¿Con qué derecho me exigía que hiciera tareas y me hablaba del bien y del mal, desgraciado advenedizo, si él no se había leído ni un libro en su vida y no podía tener potestad para decidir el bien y el mal? Porque era un don nadie con ínfulas de grandeza, pero ahí estaba y ahí seguía con sus órdenes y sus mandamientos, sacándome en cara a cada minuto el favor que me había hecho, el favor de ser mi padre, válgame el señor. Eso, eso era lo que más me molestaba. No hubo una noche, una sola noche desde que me fui a vivir con mis segundos padres, en la que no lo maldijera y me mordiera los labios por tener que obedecerle. Cuando me decía,

Segundo padre de Lucrecia: “Hasta mañana, mi vida, que tengas lindos sueños”,

L.S: “Me entraban ganas de ir por un cuchillo y cortarle la garganta, porque lo decía, porque no lo pensaba en realidad, no lo sentía. Actuaba, como si alguien le hubiera impuesto la obligación de tenerme y de cuidarme y de decirme: ‘Que tengas lindos sueños’. Y actuaba, cómo no, con una total tranquilidad, siempre puesto en su sitio, como si no le pesara nada, como si tenerme fuera la cosa más natural del mundo. ¿Sí me explico, padre? No hay nada peor a tener que soportar día a día a alguien que te hace un favor que no le nace, pero que no se despeluca siquiera, pues uno ni siquiera tiene razón de peso para odiarlo. ¿Qué buscaba? ¿Que le agradeciera? Si además, se quedó por un buen tiempo con la plata de mis papás, dizque para mí. Uno no es asesino desde que nace, eso lo tengo claro, padre. A uno lo van volviendo asesino la gente, el desgaste, la convivencia, los detalles. Eso, los desgraciados detalles que son como gotas que caen, y caen, y caen, y caen y no dejan jamás de caer. Cada vez que caen, te recuerdan todo, y eso es decir todo el día, todo el tiempo. No, no son las gotas que caen las que te envenenan, las que te vuelven asesina, son lo que representan esas gotas. Una tortura de recuerdos, un eterno ponerte el dedo en el hombro para señalarte que te están haciendo un favor, que no serías nada sin ellos. Había odio en mí. Claro que lo había. Lo hubo y lo habrá. Y por eso lo maté. Por eso no sentí ningún tipo de arrepentimiento, y menos, de culpa. Y lo vi morir y me extasié viéndolo morir. Segundo a segundo, tic-tac, tic-tac. ¿Frialdad? Sí. ¿Una psicópata? No sé, de verdad que no lo sé, al que piense eso lo invitaría a que tuviera que vivir lo que yo viví. Las gotas, padre. Las malditas gotas”.

Libreto original

Fernando Araújo Vélez

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