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Yo estuve en el Festival de Cine de Cartagena Interruptus

Fueron ocho proyecciones, mejor dicho, ocho minifestivales, pero yo estuve en la última. Durante la luna llena del 20 de octubre se presentó el documental sobre David Morales, bailaor español, y se cerró la edición más extraña en la historia del festival.

Laura Camila Arévalo Domínguez
25 de diciembre de 2021 - 02:00 a. m.
La clausura del Ficci Interruptus se llevó a cabo en el Centro de Cooperación Española, en Cartagena, con una presentación de David Morales.
La clausura del Ficci Interruptus se llevó a cabo en el Centro de Cooperación Española, en Cartagena, con una presentación de David Morales.
Foto: Ficci

En un chat no hay miradas. No hay gestos para interpretar las reacciones del que está enfrente. No hay olores, sonidos ni contacto físico. En una conversación virtual nadie tiene que bajar el volumen de la voz para que los demás no se enteren de lo que está diciendo. En un chat hay una pantalla, emojis y tiempo para pensar y contestar: conversaciones calculadas, pero poco genuinas. Bueno, con el cine pasa algo similar: no son asuntos menores escuchar las risas de los otros viendo la misma toma, emocionarse con los efectos o disponer de tres horas para no hacer nada más que ver una película.

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Además de que los productores de los filmes hacen inversiones importantes en la imagen y el sonido para gran escala, es decir, para salas de cine, la experiencia entre reunirse con desconocidos alrededor de un filme y verla en casa siempre será diferente: hay unos valores particulares en cada formato. Para Felipe Aljure y Lina Rodríguez, directivos del Festival Internacional de Cine de Cartagena, los de la presencialidad son un complemento para este evento, la industria y el arte en términos cinematográficos que no piensan transar.

Fue por esto por lo que el Ficci Interruptus se pensó como un festival híbrido, pero que le dio prioridad a la presencialidad. No la negoció. Hubiese sido más fácil, además de justificado, poner las películas en un enlace y desplazarse, por completo, a la virtualidad. Hubiese sido más barato y, en términos de logística, muchísimo más sencillo: nada de bioseguridad, viajes de directores ni mucho menos de prensa para cubrir nada. Pero no, el Interruptus se dispersó durante ocho lunas llenas de este año e hizo funciones por todo Cartagena (y otras partes del país). Resistió e insistió en el encuentro.

Como fueron ocho fechas, casi nadie (con excepción del equipo del festival) logró estar en la totalidad de esta edición, pero yo estuve en la final: se proyectó el documental La vida es un baile, sobre el bailaor español David Morales, además de una presentación de este artista junto con guitarristas y cantantes.

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En las ediciones normales del festival todo ocurre durante una semana: las películas seleccionadas se programan en distintas salas de Cartagena y se van proyectando paralelamente. Hay charlas, foros y fiestas, pero todo ocurre durante esos días. En esta edición casi que tuvieron que prepararse para ocho festivales en un año. Cada una de estas funciones necesitó organización, inversión y la presencia de todo un equipo que, el día del cierre, dio los discursos con una cara que mezclaba una profunda satisfacción, pero también un visible agotamiento. No pudieron juntar a muchas personas ni generar mucho movimiento, así que resolvieron distanciarla en el tiempo y reducir los aforos.

No pudieron juntar a personas en espacios cerrados como las salas de cine, así que montaron pantallas en la calle. En el día no era posible por el clima y la luz, así que se tomaron las noches, y eligieron las lunas llenas como el gran símbolo de cada función. Como una forma de integrarse al curso que el universo tomara.

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A pesar de los tapabocas, el alcohol y el seguimiento de miradas del personal que debía garantizar la seguridad, pero sobre todo la bioseguridad, para la última proyección las personas se pusieron ropa fresca, pero un tanto más formal. Asistieron a una función del Ficci para despedir la rareza de la distancia en el cine y en la vida. Fue una celebración por lo conseguido en circunstancias restrictivas, pero más un homenaje a lo que logran las artes a pesar del desafío de una pandemia mundial.

La clausura no se dio en medio de fiestas, sino de cenas y un par de cervezas que se sirvieron en medio de la esperanza. De un horizonte que promete, por fin, tener un festival normal: en 2020 se interrumpió en pleno comienzo de la peste por la noticia de los primeros casos del virus en Colombia, y en 2021 se distribuyó en ocho fechas con miles de reglamentos que truncaban el contacto y que, además, estuvo a merced del clima. Es esperable que, en 2022, haya una conciencia mayor con respecto al encuentro y sus saldos pedagógicos, económicos, sociales y emocionales.

Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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