Dicen que la pelota y él eran inseparables, y que por más de que alguno de sus contrincantes quisiera robársela, no lo lograba. Dicen que cuando aceleraba, dejaba a su paso una estela de adversarios tirados en el piso, y que cuando enfrentaba al portero rival, fuera quien fuera, prefería cederle la opción de gol a alguno de sus compañeros. Dicen que decía que hacer goles era lo más fácil del fútbol, y dicen, también, que alguna vez lo oyeron decir que los goles eran una herencia macabra del capitalismo. El capitalismo era el éxito: un veneno. El capitalismo era el dinero de los contratos para que unos se lucraran con el juego sagrado. El capitalismo era la victoria por la victoria, y estar en primera división (sólo jugó tres partidos en primera), y los flashes, el consumismo y los elogios, y "el show debe continuar".
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Un túnel de ida y un túnel de vuelta: Carlovich. El fútbol como espectáculo. Lo difícil era hacer lo más sencillo, y él siempre hacía lo más difícil y lo volvía sencillo. Dos toques cortos y una larga. Los cortos, para atraer las marcas. La larga, para cambiar de costado el juego y llevarlo por donde hubiera menos gente. Y otra vez, dos toques y una larga. Y él allí, como el eje de las cortas y de las largas. Él ahí, el Trinche, como le decían. Trinche, sólo eso bastaba. Tomás Felipe Carlocich. Ascendencia, balcánica. Pasado, nebuloso. Seguro, jugar a la pelota 15 horas al día y todos los días, en campos de tierra y hasta que la luz se fuera y nadie pudiera ver nada. Fútbol, nunca fulbito, aunque algunos lo llamaran así. Polvo, potrero, la pelota descosida, a veces pesada, pero siempre bajo la suela de sus zapatos, y zapatos de goma o de imitación cuero. O zapatos de nada y fútbol desnudo, crudo, sin artilugios.
Espectro. Literatura. Dijeron que las canchas se llenaban para verlo jugar, y que una jugada suya bastaba para sanar al más escéptico de los espectadores. Dijeron que cuando jugaba, ganar o perder pasaba a un segundo plano, porque lo importante, lo trascendente, de lo que se iba a hablar toda la semana era del Trinche, de los conejos que sacaba de su galera, de sus túneles, de su manera de parar el balón, de sus movimientos, de las mentiras que metía con su cuerpo, de sus dos cortas, “pasámela a mí y tomá”, y de la larga. Dijeron que su gran leyenda, su inmortalidad, comenzó a construirse poco antes de la Copa del Mundo del 74, cuando la Selección de Argentina que iba para el Mundial de Alemania fue a jugar un amistoso en Rosario para enfrentar a un combinado de jugadores que les sirviera de “sparrings”. El Trinche estaba ahí.
Y enfrente, Roberto Perfumo, por ejemplo. Y enfrente, Miguel Ángel Brindisi, por ejemplo. Y enfrente, René Houseman, por ejemplo. Y Rubén Ayala, y Enrique Wolff, y El cacho Quiroga, y La oveja Telch. Enfrente, la historia, la vieja historia, las leyendas, aquellos cuentos que se contaban de cuando la final del Mundial del 30, cuando amenazaron de muerte a Luis Monti en el entretiempo, o de cuando Pelé le entregó la pelota a Amadeo Carrizo en una Copa de Naciones como diciéndole “es suya, maestro”, “es suya y es de ustedes”, o de cuando la goleada en contra en el Mundial de Suecia ante Checoslovaquia, 1-6, el cachetazo para que todos se dieran cuenta de que no eran nada de lo que habían creído. Nada de lo que se habían creído y de lo que los habían convencido. Cachetazo, derrota, humillación, dolor, regreso.
Pero a él todas esas historias le importaron poco, o por lo menos, no lo afectaron. La que tenía que hablar era la pelota, como siempre. Y él era el dueño de la pelota, por más ídolos que hubiera enfrente, por más camisetas sagradas y todas aquellas cosas. Y aquella tarde, dicen, dijeron, recordarían, El Trinche hizo con la pelota lo que se le antojó. Dos cortas y una larga, túneles de ida y vuelta, sombreros, aunque más que nada, fútbol. Sí, Fútbol. La pelota al piso y la fácil, o la que había que hacer en cada circunstancia. La pelota al piso, tocar y pedirla. Tocar y ofrecerse. Ser salida, siempre. Salida y desahogo y volver a empezar. Y que los rivales corrieran detrás del balón, más allá de sus rutilantes nombres y sus pergaminos. Que corrieran y putearan y se putearan, y con los dientes apretados y los ojos rojos que lo putearan a él, que era y fue el responsable del baile.
Aquella tarde, dijeron, el combo improvisado de rosarinos ganó 3-1. Sin embargo, de lo que se habló, como siempre y una vez más, fue de Carlovich, no de los números. Las estadísticas y los resultados eran anécdotas y sólo anécdotas cuando él salía a una cancha. Aunque estuviera en la peor de sus tardes, un toque suyo, por anodino que pareciera, era Un toque suyo. La diferencia entre el fútbol y lo que jugaban los demás. Un toque suyo, decían, salvaba la entrada del domingo, las del mes y las del año, y con el tiempo, pasados los años, muchos años, sus toques, pocos o muchos, sus buenas tardes o sus malos momentos, pasarían a ser parte del recuerdo imborrable de los pocos elegidos que pudieron decir “Yo vi jugar al Trinche Carlovich”, y que también, con los años, se multiplicaron por cintos de cientos de miles.
Carlovich era el fútbol. En los 70, y luego, hasta que se retiró, a fines de los ochenta, y antes, en los últimos sesenta. Fútbol de pisadas, de picardía, de jugar con la cabeza levantada. El fútbol de siempre, “su” fútbol, ese que sedujo cada sábado, mientras estuvo en una cancha, a Marcelo Bielsa. O a José Peckerman, o a Jorge Valdano. Todos dijeron alguna vez, con sus palabras y sus ritmos, que no habían visto nada similar. Después hablaron de lo mejor de Fernando Redondo y lo mejor de Juan Román Riquelme juntos. Hablaron de Messi, y Maradona le mandó a decir alguna vez que había ido mejor que él. Carlovich sonreía y se juntaba con sus amigos, o se iba de pesca, como el rumor que corrió una vez, en los tiempos de César Menotti, cuando lo convocó a la selección y él prefirió no ir. Con los años se reiría, y aclararía que no se había ido de pesca.
Tampoco dio la razón de aquel plantón. Ni la dio ni importaba. Para Carlovich, la vida, la familia, sus amigos, la libertad, el juego por el juego, el fútbol por el fútbol, eran más valiosos que el dinero y que salir en las revistas y la radio. Jugaba cuando quería, y se la jugaba por la lealtad, siempre, y por sus compañeros, y por el niño que se mordía los labios cuando Central Córdoba salía a la cancha, y por el obrero que tendría una razón de ser para ir el lunes siguiente al trabajo. Carlovich fue fútbol en estado puro, sí, pero más que eso, fue el gran rebelde que sin decirlo, se atrevió a tirarle la puerta en la cara al capitalismo salvaje, excluyente y depredador que ya por aquellos años estaba instalado en gran parte del mundo.
Cuando se filtró la noticia de su muerte, el pasado 8 de mayo, su historia volvió a circular de medio en medio y de boca en boca. Lo habían atracado dos días antes para robarle una bicicleta, una simple bicicleta, y de tanto puño y tanta patada, acabó en el hospital. Tenía 75 años, hijos, nietos, algunos recortes de periódico, un pasado y una historia por contar que jamás terminó de contar.