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'Anina' al derecho y al revés

La cinta es una coproducción entre Uruguay y Colombia, liderada por Sergio López Suárez y Alfredo Soderguit. Su técnica es artesanal y, aunque recurre a elementos digitales, intenta exhibir la textura de un libro animado.

Hugo Chaparro Valderrama
17 de enero de 2014 - 10:10 p. m.
‘Anina’ tiene tramas con enseñanzas alrededor de la justicia, la honestidad, la envidia y la tragedia del patito feo que quiere ser aceptado por los miembros de su especie. / Imágenes Antorcha Films
‘Anina’ tiene tramas con enseñanzas alrededor de la justicia, la honestidad, la envidia y la tragedia del patito feo que quiere ser aceptado por los miembros de su especie. / Imágenes Antorcha Films

Anina es una película de animación; el nombre de una niña que lo odia porque se lee igual al derecho y al revés, y un palíndromo que sugiere otro, anilina, semejante al de Anina por su homofonía y por los colores, que en la pantalla donde se proyecte Anina están al servicio de una paleta diversa para iluminar su historia sobre la infancia que brilla en el hogar, en la ciudad y en la escuela de la niña, al mismo tiempo que se revelan las virtudes y calamidades de sus personajes, haciendo de lo real un pretexto para lo fantástico.

Un juego de palabras resuelto por el novelista y el director e ilustrador uruguayos Sergio López Suárez y Alfredo Soderguit, y una coproducción entre Uruguay y Colombia —Germán Tejeira, Julián Goyoaga, Jhonny Hendrix sosteniendo la luz de Antorcha Films para financiar Anina—, realizada en términos contemporáneos: según la explicación de Hendrix en el libro de prensa de Anina, “los Dropbox, el Skype y el Wetransfer fueron nuestros principales aliados”, trabajando así de ida y vuelta entre Montevideo y Cali mientras recorrían como fantasmas virtuales el camino de la internet.

Anina también corrió de ida y vuelta junto a ellos por los dilemas morales que definen a la ficción infantil: tramas con enseñanzas alrededor de la justicia, la honestidad, la envidia, la tragedia del patito feo que quiere ser aceptado por los miembros de su especie, en conclusión, narraciones para que los niños aprendan, no se ilusionen y sepan qué les espera en el futuro, en aquello dicho por el sabio mexicano conocido como El Chavo del 8 cuando define a un adulto como “un niño echado a perder”.

La infancia sirve entonces de antesala para ponerse a prueba ante lo que vendrá. Y en Anina, el contraste de la niña y de sus amigas con el mundo de sus padres y de sus maestros, que observan, enjuician y asumen su idea de la educación —personal, acertada, caprichosa, tiránica o desastrosa—, moldea esa enseñanza en la academia de la animación.

Pedagogía a ultranza mutiplicada por dos: por la escuela como escenario central de la historia y por el tono de un relato que quiere servir de ejemplo acerca del aprendizaje para entender los secretos que atormentan a los otros.

Anina se convierte así en una alumna que enseña mientras aprende. Su moral es como su nombre, una moral capicúa, como un viaje de ida y vuelta mientras la ética se mejora con base en la experiencia.

Viajando también de ida y vuelta —cuando un sueño se transforma en pesadilla y Anina despierta a gritos—, deslizándose la realidad hacia el territorio de la fantasía para destacar el talento visual de Soderguit y de sus directores de animación —Alejo Schettini en Uruguay y Yuli Velasco en Colombia—, magnificado por el sonido a cargo de Camilo Montilla.

La huella digital de las voces le presta su energía a las imágenes —¿alguien podría olvidar los tonos atragantados del pato Lucas y su primo Donald?— y descubre los matices que definen a las coproducciones cuando en Anina la fuerza y el dramatismo del español uruguayo contrasta con el tono suave y neutro del español colombiano pronunciado por Alejandra Borrero y Martina García, sumándose a las paisanas la voz salsera de Hendrix.

Si el cine es en esencia una aventura formal, explícita en la pantalla, el cine de animación conduce al espectador al centro del artificio cuando logra convencerlo de que el objeto animado tiene vida propia —es decir, un ánima autónoma de sus creadores—, respirando en la pantalla como Anina, ¡capaz de silenciar a un auditorio con niños!, atentos a la manera como la chica atraviesa por el mundo de su infancia con su elegancia visual y sus miserias humanas, eludiendo el truco del cine sentimental cuando de niños se trata, el cine cebolla que hace llorar de tristeza.

 

*Especial para El Espectador

Por Hugo Chaparro Valderrama

 

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