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Yo sólo necesito un saxofón

La historia de Édgar Espinoza, el hombre que tocó en el Grupo Niche y ahora cuenta qué fue de su vida en la calle.

Laura Galindo M.
17 de agosto de 2015 - 02:23 a. m.
Édgar Espinoza, cuando hizo parte del grupo Son Callejero. / Dairo Cervantes
Édgar Espinoza, cuando hizo parte del grupo Son Callejero. / Dairo Cervantes

Mis manos están cansá, de hacer lo que no saben, me tocó reciclar y me tocó barrer.

Ha pasado casi una hora desde que me encontré con Édgar Espinoza en una esquina de la calle 19 en Bogotá. Sonaron ya La chica de Ipanema, Mujer divina y la canción que intenta terminar desde hace dos años: Mis manos están cansá. El sol brilla pero no calienta, y en vista de que hace rato no le cae una moneda, le propongo ir a desayunar.

—Bueno —me dice—, pero le advierto que soy un hombre casado.

Se ríe, espera a que yo me ría y recoge del suelo un hatillo que se monta en la espalda.

—¿Qué lleva ahí?

—Ropa, periódicos, una colcha buena que me encontré ayer y mis artículos de aseo.

—¿Artículos de aseo?

—¡Ah! Y un garrote. Mi abuelo decía que loco sin garrote no es sino medio loco.

Tiene 57 años, menos de un metro con 65 centímetros y una hernia en la pierna derecha que lo hace cojear. Dice que en la vida ha logrado mucho, que la gente lo reconoce y que a él eso le gusta. Tiene razón. En cada esquina en la que canta hay alguien que le dice “maestro”, que le ofrece comida y le toma fotos. Todos se acuerdan del indigente que en octubre de 2013 metió las manos a través de una reja de la Universidad Distrital y apareció en un video tocando piano con unos estudiantes de música. Se hizo noticia y el video casi alcanza las 200.000 reproducciones. “Exintegrante del Grupo Niche que vive en la indigencia”, titularon algunos. “Del Grupo Niche a habitante de la calle”, dijeron otros.

Es Medellín tierra hermosa

y siempre canta la primavera

(Los Hermanos Martelo, “Medellín en primavera”)

—Me hubieran mochado la cabeza donde yo no salga músico —dice Édgar.

Se ríe y deja ver una línea de dientes amarillos y gastados, pero completos. Viene de una estirpe caleña en la que la salsa corre por las venas y los niños tienen las manos sobre unas congas mucho antes que los pies en el piso. De una mamá saxofonista de iglesia y de un papá trompetista conocido como Pajuelín.

Cuando cumplió trece años se montó por primera vez en la tarima de un baile. Fabio Espinoza, su papá, llegó a Medellín para tocar con Los Hermanos Martelo, y Édgar, con la osadía que aún mantiene viva, se coló en un concierto para tocar las congas. Así se hizo hombre entre pitos de trompeta, montunos, orquestas y pregones. Pasó por percusionista, bajista y al final se consagró como saxofonista.

Que sepan en Puerto Rico,

que es la tierra del jibarito

(Grupo Niche, “Buenaventura y caney”)

En el mundo de Édgar las fechas no importan y los días de la semana se los sabe el periódico. Cuenta que en algún momento se hizo amigo de Nicolás Cristancho, Macabí, pianista de Niche en la década de los ochenta. Que tocaron juntos en la orquesta del bar Ramón Antigua en Bogotá y que fue él quien le sugirió aparecerse en uno de los ensayos de Niche.

—Ve, Édgar, vení. Este loco de los timbales está enfiestado, vos sabés cómo es, va a estar amanecido y no va a llegar.

—No, a mí me da pena, si citaron al man…

—Andá y que Varela te escuche. Yo sé que te engancha.

Varela era Jairo, el fundador de Niche, y 1979 el año de la fiesta del timbalero. Édgar cuenta que la cita era a las diez de la mañana, que tocó, cantó y el director lo enganchó. Dice que al poco tiempo se fue con la orquesta para Cali, que estuvo por varios años, que en tres ocasiones peleó con Varela y que en la última decidió irse para siempre.

—Jairo —cuenta que le dijo—, yo de pronto no voy a volver a estar en una orquesta de tanto nombre, pero de hambre no me voy a morir.

En el mundo de Édgar no sólo se entremezclan las fechas, también la precisión de los recuerdos. Rommel Caycedo, mánager actual de Niche, afirma que nunca perteneció al grupo y que quien sí lo hizo fue su hermano, Fabio Espinoza Jr., trompetista principal hasta 1987. Fabio, por su parte, cuenta que Édgar hizo algunos reemplazos, participó en la grabación del disco Querer es poder y dejó su voz en los coros y el tumbar de sus congas en Buenaventura y caney.

Que todo el mundo te cante,

que todo el mundo te mime.

(Grupo Niche, “Cali pachanguero”)

Seguir el ritmo de Jairo Varela nunca fue fácil. “Era drástico y de una disciplina tenaz”, cuenta Umberto Valverde, biógrafo autorizado del Grupo Niche. “Su relación con los músicos era conflictiva y con muchos no se volvió a hablar nunca. Entendía muy bien el negocio y, para él, el mejor cantante era el que tenía en ese momento”.

En diciembre de 1988, mientras miles de caleños esperaban en el parque Panamericano para corear las letras de Del puente para allá, los inconformes con Varela se aliaron y decidieron abandonar el grupo. Quedaron sólo cuatro integrantes dispuestos a montarse en la tarima. Los detractores, bajo la batuta de Alejandro Longa, Pichirilo, conformaron su propia orquesta y optaron por llamarse Orquesta Internacional Los Niches. “No queríamos que todo lo que había conseguido el grupo cuando estuvimos cayera en saco roto”, confesó Pichirilo muchos años después.

Aunque Édgar no plantó a Varela en el parque Panamericano, se unió a Los NICHES como corista y saxofonista comenzando los noventa. En las portadas de los discos Algo diferente y Salsa por siempre se le ve pasado de kilos y sonriendo detrás de un bigote espeso.

Quiere la que tienes si no tienes la que quieres

quiérela y cuídala…

(Grupo Clase, “Quiere la que tienes”)

—¿Usted cree en Dios?

—Claro. Yo comparo la música con la Biblia. ¿Qué me gano con saber tanto de música si a la hora de improvisar no digo nada? ¿Qué me gano con saber la Biblia si doy malos frutos?

Es cierto que estuvo casado. Después de ocho años de noviazgo hizo votos en una iglesia bogotana con Marlén, la mamá de sus hijos: Edwin, Diana y Édgar Jr. No recuerda cómo la conoció, o tal vez prefiere no hacerlo, pero levanta la mano por encima de su cabeza y dice orgulloso: “Una mona más alta que yo, toda acuerpadota, muy bonita”.

Entre bailes, drogas y mujeres, el amor se fue deteriorando y las peleas se volvieron frecuentes. Cuando las amenazas llegaron a ser con cuchillos y machetes, Édgar decidió marcharse, volver a Cali y olvidarse de todo. Por más de treinta años se comunicaron a través de demandas por alimentos. Los hijos crecieron casi sin conocerlo y Marlén tuvo que hacerse cargo pegando botones y arreglando dobladillos.

Ojos negros en el cielo de una noche fría

labios rojos que me hablaban y yo no lo oía.

(Luis Castro, “Ojos negros”)

Cuando de mujeres se trata, Édgar pierde la memoria. Quizá por caballero o quizá porque en su mundo el amor ya pasó al olvido, responde con vaguedades cuando pregunto si fueron muchas, si estuvo enamorado o si alguna lo hizo sufrir.

—Pero a las mujeres les gustan los músicos…

—Pues bobitas que son.

Nahir Lozano es una vallecaucana de ojos oscuros y curvas generosas que conoció a Édgar veinte años atrás. Hoy trabaja como manicurista, pero en ese entonces, modelaba ropa.

—Yo estaba esperando que me recogieran en el Terminal de transportes cuando él llegó a hablarme —dice—. La verdad me dio como susto.

Sus prevenciones se desmoronaron cuando Édgar hizo su magia y comenzó a cantar: “tienes cuántos años, pregunté, de repente con una excusa, te invité a un café”… Corrían los noventa y en la radio pegaba la canción Ojos negros de Luis Castro. Ella tenía novio, pero aún así siguió escuchando. “Ojos negros me decían yo no te conozco, ay tranquila en la vidriera se observaba poco”… Seducida por su voz y con la certeza de que la canción había sido escrita justo para ese momento, aceptó el café.

El noviazgo duró poco. Los celos de Édgar y su fama de mujeriego agotaron la paciencia de Nahir.

—Me prohibió ir a los bailes y luego lo encontré con otra vieja en el apartamento.

Se acabó el dinero

se acabó el amor.

(Grupo Niche, “Interés sí vales”)

—Todo el mundo cree que yo consumo droga, pero no. Pa uno decir que alguien es marica tiene que haberlo visto dando…

—Pero ¿no ha fumado nunca?

—¡Ah sí! Toda la vida consumí. Vos sabés que uno siempre busca justificaciones. Yo decía que cuando estaba fumado sonaba mejor.

Pararse en la cima no es tan sencillo. Es estar con los brazos abiertos, al borde de un precipicio y sobre un solo pie. Bien lo cantó Héctor Lavoe: “da trabajo llegar a la fama y a la fama poder mantener”. Es fácil caerse, quedarse sin equilibrio y perderse entre mujeres, vicios y millones. Le pasó a Joe Arroyo con la marihuana, a Diomedes Díaz con la cocaína, a Alfredo de la Fe con el alcohol y al mismo Héctor con todas juntas.

Varios años atrás, en Palmira, Édgar terminó de tocar con la orquesta de turno. Como le ganaban las ganas de fumarse un porro y ya había dejado envueltos sus cigarrillos sobre la mesita de noche, prefirió no esperar la van del grupo y tomar un taxi. De repente, y entre la neblina, se materializó un carro azul que de un solo golpe mandó el taxi de Édgar contra un poste. El conductor se partió la frente en dos y él se enterró el espejo retrovisor en la coronilla.

Con la adrenalina en alto y el alcohol bebido corriéndole por las venas, se puso en pie y se montó en el siguiente taxi que pasó. En contra del sentido común de su nuevo chofer, Édgar insistió en ir a su casa del barrio Manrique antes que al hospital. Su camisa blanca estaba empapada en sangre y así no podía presentarse ante los médicos. Al llegar se dio una ducha larga, se fumó uno de sus cigarrillos de marihuana y se quedó dormido. Sólo hasta que quien limpiaba su casa lo despertó a gritos y lo llevó a rastras hasta un puesto de salud, Édgar se enteró de que necesitaba 26 puntos en la cabeza.

La primera noche que te vi yo sabía que eras para mí. (Joe Cuba, “Mujer divina”)

De las mangas sucias de una camisa de cuadros rojos salen un par de manos de dedos quemados por el bazuco. Se cuelan a través de las rejas de la Universidad Distrital, se posan sobre las teclas de un piano, revolotean pesadas, pero precisas. De arriba abajo, certeras, inequívocas. Desde adentro, los estudiantes corean las letras de Joe Cuba mientras Édgar Espinoza guía la música. “Calienten para el coro”, les avisa unos versos antes. “Mujer divina, cómo fascinas y me dominas el corazón”…

—Saqué mi teléfono y comencé a grabar —dice Jonny Mendieta, el dueño de la cuenta en Youtube que alojó el video viral del indigente tocando piano—. En los dos días siguientes, las redes sociales se llenaron de mensajes. Gente que se compadecía del maestro salsero, gente que lamentaba su condición y gente que quería ayudarlo.

Un embajador le regaló un saxofón, una mujer de nombre Adela le pagó un apartaestudio en la calle 26, el secretario de un candidato a concejal abrió una cuenta para recibir donaciones a su causa, y Ómar Medina lo acogió en la fundación para adictos que lleva su nombre. Ninguno tuvo éxito.

—Es que yo no necesito ayuda. ¿Vos me ves mal acaso? Yo sólo necesito un saxofón —dice Édgar.

Yo, soy el cantante

Que hoy han venido a escuchar.

(Héctor Lavoe, “El cantante”)

En la Aldea Cultural de La Candelaria, un grupo de músicos con glorias pasadas y vidas en la calle se alista para cantar. Son cinco, pero hace unos años, cuando contaba con el apoyo de la Secretaría de Integración Social, Son Callejero llegó a tener hasta veintiún integrantes. Édgar se ha puesto unas gafas sin lentes, un sombrero cloché raído, y ha intentado lavarse la cara, pero no se ve limpio, sólo mojado. Le grita al de la consola que suba el volumen y le hace muecas al de las congas para que mantenga el ritmo. Ya no parece tan viejo, ni tan perdido, ni tan loco.

—Yo había hecho un arreglo con una introducción en escalas, vos sabés: pa tiri tiri tan pan, hasta la dominante, pero estos manes no dieron la talla —me dice al terminar la canción.

—¿No le dan la talla a usted?

—¿Qué?… Vení, comprame un roncito pa ir calentando…

Cuando le pregunto cómo pasó todo, me repite la historia que tiene memorizada y que le cuenta al que puede. Cuatro años atrás asaltaron su estudio de grabación en Cali y se llevaron sus equipos, su dinero y sus instrumentos. Lo golpearon, le dejaron la hernia que lo obliga cojear y amenazaron con matarlo. Tuvo que salir corriendo y, como todos los que huyen, llegó Bogotá.

—Y mirá la gente cómo es de mierda: dicen que yo me lo fumé. Que me enloquecí y lo vendí todo por chatarra.

Se voltea, aprieta el micrófono con las dos manos y se pone a cantar. “Y nadie pregunta si sufro o si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo”.

Por Laura Galindo M.

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