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Vicente Fernández cumplió parte de su promesa al decir que mientras tuviera un micrófono en la mano, y al menos una persona dispuesta a escucharlo, su voz seguiría siendo la mejor cómplice de los parlantes en América Latina.
Su rancho Los 3 Potrillos, una suerte de quiosco de dos pisos y grandes dimensiones, era el lugar en el que el artista solía recibir algunas visitas masivas y dejaba conocer lo más reciente de su material discográfico a través de modernos implementos tecnológicos, como pantallas planas y sistemas inteligentes de audio. La llegada a la segunda planta es tan compleja como arriesgada, porque el único medio de acceso es una empinada escalera en espiral.
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Sigue a El Espectador en WhatsAppSólo un asiento era distinto: negro, grande, con forma de trono. Desde ahí Vicente Fernández mencionó sus dos motivaciones para despedirse de los escenarios hace casi diez años. La primera, su familia, a la que dedicó poco tiempo en estos últimos 57 años, al principio de los cuales decidió dejar a un lado oficios en los que siempre se destacó como leñador, albañil, camionero o bolero, para concentrarse en la labor que le dio la garantía de ser el número uno. Y su segundo pretexto fue su orgullo, tal vez de charro, que le indicó que lo mejor era dejar en la gente el recuerdo vivo del poder de su registro vocal. “No quiero que la gente sienta pena ajena y diga: ‘uy, ese Chente ya no canta nada’”.
En su rancho Los 3 Potrillos logró concentrar en un mismo espacio la música y el trabajo con los caballos, dos de sus más grandes pasiones. Desde la carretera que conduce de Guadalajara a Chapala, en Jalisco, se alcanza a ver un inmenso techo que contrasta con el terreno más bien desértico de la región. Debajo de esa cubierta, Fernández fue anfitrión de las figuras más importantes de la música latina. Hace unos años Shakira pisó la tarima de La Arena VFG, nombre apropiado dadas las características topográficas de la zona, y consiguió llenar los cupos asignados tanto para espectadores como para automóviles, ya que el escenario tiene su propio parqueadero y un puente vehicular que facilita la entrada al complejo musical.
A pocos kilómetros de ahí, porque sus mismos vecinos se atreven a decir que la propiedad de Vicente Fernández supera las 400 hectáreas y que se extiende más allá de lo que el ojo humano alcanza a ver en el horizonte, están las caballerizas, los espacios acondicionados para la preparación de los equinos, para la exhibición de sus más vistosos ejemplares y para la venta de potrillos que han hecho famoso a su criadero.
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En Los 3 Potrillos, Vicente Fernández solía escuchar sus sonidos favoritos. Se deleitaba rememorando a sus antecesores: Javier Solís, Jorge Negrete y Miguel Aceves Mejía, y aplaudía las actuaciones contemporáneas de su hijo Alejandro Fernández. Pero también pasaba las tardes siendo testigo de los relinchos poderosos de sus caballos y recordaba especialmente aquellos momentos inolvidables de la vida cuando la naturaleza lo premiaba, como él mismo afirmó, con los truenos de las placentas de sus yeguas más queridas.

Esa es, tal vez, la esencia ranchera que quería recuperar y que la agenda de conciertos aquí y allá, sumada al vaivén de los productores musicales, no le permitía hacerlo. Tenía 81 años, casi medio siglo de trabajo discográfico, y confesó que a pesar de que su esposa conoció el mundo entero y que lo acompañó a casi todos los viajes, no recordaba haber recorrido, tomado de su mano, ninguna ciudad. Le entregó todo al público y de igual manera fue recompensado, pero le hacía falta el anonimato, extrañaba ese justo placer de no hacer nada, y quería disfrutar mucho más de su hogar.
Jamás compartió el triunfo con sus padres porque cuando nació Vicente, su hijo mayor, murió su padre; y cuando estaba por lanzar su primer disco exitoso internacionalmente, falleció su madre. Así que su mayor deseo siempre fue apoyar a sus hijos, mucho más de lo que lo hizo hasta el día de su muerte. Sus otros “herederos”, los músicos de su mariachi, saben a la perfección lo que tienen que hacer para seguir edificando un buen nombre sin él ya presente. Son siete violines en primera línea, escoltados a unos cincos pasos por una guitarra, un guitarrón y una vihuela. Mucho más atrás están los vientos, que ocupan segundos y terceros planos, a diferencia de lo que ocurre con el formato desarrollado por los conjuntos colombianos.
“Yo nunca hago una lista de canciones con mi mariachi. Simplemente llego al escenario y les digo a los muchachos abrimos con tal canción. El resto del concierto me la paso pensando en cómo complacer al público y por eso escojo las mejores canciones para los mejores músicos”, comentó Vicente Fernández en una entrevista a El Espectador hace casi diez años.
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Un artista jamás deja de serlo. Más de mil canciones grabadas, un número incalculable de conciertos en todos los países de habla hispana y una fama que supera cualquier medición de popularidad, hacen que este adiós sea menos doloroso. Aunque haya fallecido, su música y legado estarán presentes siempre, y por los siglos de los siglos, seguirá siendo el rey.