A descubrir a la Reina del Pacífico

Las marimbas, los violines caucanos y la chirimía se preparan para el XXII Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez con una muestra al ritmo de los ganadores de 2017: El folclor de mi pueblo, Legado Pacífico, Son de la manigua y Orquesta Machimbre.

Teatropedia
16 de julio de 2018 - 02:00 a. m.
La Orquesta Machimbre estará en el lanzamiento del Festival Petronio Álvarez, en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, en Bogotá.  / Cortesía
La Orquesta Machimbre estará en el lanzamiento del Festival Petronio Álvarez, en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, en Bogotá. / Cortesía

 

I

El Pacífico colombiano suena a tempestad.

Y a calor. A naturaleza. A latido del corazón.

Y a agua.

Agua de río y de mar.

A humedad

y lluvia

y aguacero.

A ola y a marea.

Pensar en esas muchas “formas del agua”, invita a sumergirse en imágenes que luego se volverán sonidos, cada uno tan rico y diverso como las muchas pieles que existen en esta parte del país. Sonidos que nacen de la naturaleza, como la marimba. Basta oír a Baudilio Cuama para saber que estamos hablando de magia. Cuenta este músico, nacido de padre indígena y madre negra, fabricante de marimbas e intérprete ganador del Petronio Álvarez en 2015 y a quien se le dedica esta edición de 2018, que hacer una marimba es cosa seria. Porque hay que moverse al ritmo de la naturaleza y saber mirar a la luna en menguante para cortar la madera de chonta con la que se hará este instrumento que late. Pero antes, este hombre que sabe mirar, también tendrá que fijarse en la altura de las aguas que bañan esos troncos, porque esa humedad que le quede impresa a la madera será la que defina su sonido. Los viejos fabricantes dejaban las varas de chonta atadas entre sí en algún claro y al aire libre por uno o dos meses, eso sí, cuidando que no se fueran a escapar con la subida de la marea. Lo hacían para llenarlas de los latidos de la naturaleza, para que así mismo sonaran cuando algún maestro las pusiera a cantar. Una vez los artesanos sentían que esas chontas ya estaban llenitas de vida, las ponían sobre los techos de sus casas, para su secamiento, justo encima del buitrón de la chimenea donde se cocinaban el plátano y la piangua, recogida en los manglares por las hábiles manos de una negra, o el gualajo recién pescado. Esos olores, durante un año, cargarían a esa madera de sabores que luego saldrían convertidos en sonido.

Por eso, un festival como el Petronio Álvarez está bañado en tragos de viche y bocados de ceviche de camarón. Porque la música viene sazonada de la picardía de licores, como el arrechón o el tumbacatre, que luego se endulzará con una pepa de chontaduro o un jugo de borojó. Un mundo propio de los sentidos que se conversa y atesora, donde se oye una “mano e’ currulao” y al que los intrusos, todos nosotros, nos metemos emocionados, sabiendo de antemano que no podremos mover las caderas como ellos, aunque, todos juntos, dejaremos allí el aliento para poner agitado al corazón, al ritmo de los cununos, la chirimía y esa reina del Pacífico que es la marimba.

Tan tan

tan tan

Laten las ramas, late el cangrejo, laten las olas, late el calor, late la lluvia, late el manglar. El Pacífico late. Y ese latido que se convierte en corazón del mundo, en agosto, tiene un solo fin: que le perdamos el miedo a entrar en trance y nos reconectemos con nuestros sentidos para, así, descubrir nuestra propia libertad. Y entender, el sentido de la libertad.

La música es indisociable del paisaje y de su clima, de la vida que contiene, del sabor que tiene enraizado, del afecto con el que se concibió e incluso de los pesares que tiene adentro esa historia negra tan cargada de dolor. De ese legado impreso en la memoria de un pueblo.

Era como escuchar el arrullo de las palomas en Alfred, Georgia, sin derecho ni permiso para disfrutarlo, porque en ese sitio la neblina, las palomas, el rayo de sol, el polvo de cobre, la luna… todo pertenecía a los hombres que tenían las armas (…). De modo que te protegías amando cosas pequeñas. Escogías las estrellas más diminutas del cielo y te las apropiabas, volvías la cabeza para ver lo amado por encima del borde de la trinchera antes de dormirte. Te robabas tímidas miradas entre los árboles durante el ascenso de la cadena. Hojas de hierba, salamandras, arañas, pájaros carpintero, escarabajos, un reino de hormigas. Nada más grande serviría. Una mujer, un hijo, un hermano… un amor tan grande se destruiría en Alfred, Georgia.

Paul D sabía exactamente lo que Sethe quería decir: llegar a un lugar donde pudieses amar lo que se te antojara –donde no necesitaras permiso para desear– era la libertad”.

Beloved, Toni Morrison.

II

Los tiempos cambian. Hubo un momento en donde se pensó que nadie más tocaría la marimba, una vez los más viejos murieran. Y en ese momento, los más viejos no se quisieron morir porque morir rompería una tradición. Así que usaron la magia del duende –como se lo reclamaba la propia mitología de su región– que les enseñaba a afinar su instrumento y, con ella, ese sonido imposible de olvidar, hechizaron a los pacíficos urbanos. El conjuro hablaba de jamás olvidar esta música con la que se podía vencer al diablo.

Y entonces algo pasó. Aunque los más jóvenes ya solo conocían de la selva y del bosque de oídas, por los cuentos de esos abuelos bonaverenses o guapireños, tenían algo en la sangre que les permitía moverse al vaivén de la ola y al ritmo del manglar que eran apenas de oídas. Se declararon como nietos del Pacífico y empezaron a cantarle a su nuevo paisaje, ese que, en todo caso, no quería dejar el agua de lado y se llamó Aguablanca. “Cali es hoy la ciudad más afroamericana del continente, junto con Salvador de Bahía, en Brasil – nos explica el musicólogo Medardo Arias. Y la última diáspora hacia Cali se hizo a Aguablanca: allí están los descendientes del Pacífico, en esa ciudad afro nacida dentro de la ciudad. Sus jóvenes están influenciados por el hip hop, el reguetón y la salsa choke y les gusta que allí se funda el currulao mítico con las historias urbanas”. El Petronio Álvarez ha propiciado esta mezcla potente, de pasado y presente, de campo y ciudad, que cada año despierta un mayor interés en quien va a bailar y descubrir talentos en el Festival.

Y, así, la marimba sobrevivió. No ya la que ponían los abuelos a ahumar sobre los tejados de las cabañas, pero una nueva especie a la que el mundo llamó “el piano de la selva”, una que los intérpretes de jazz disfrutan emparejando con el violín o el chelo. Y, claro, seguirá acompañada de los tambores majestuosos que ponen el cuerpo a vibrar.

“Era lo que nos imaginamos cuando se pensó en crear este Festival –recuerda Arias, partícipe de sus primeros momentos junto a su creador, Germán Patiño–, que nuestros sonidos se mezclaran con el mundo, con el jazz. Y lo logramos”. Y nos cuenta que basta oír a músicos como el israelí Omer Kringel, al estadounidense Ceschi Ramos o leer al investigador Michael Birenbaum-Quintero para ver lo que les ha significado la marimba. Han universalizado el instrumento del Pacífico.

Algunos jóvenes intérpretes dirán que la vieja marimba, o la tradicional, suena desafinada, explica Baudilio Cuama. Pero no es eso. Es que cada instrumento respira distinto y así suena. Y será la experiencia de quien la toca, y de quien se la goza, la que demuestre que ese sonido es único e irrepetible. Y un reto para quien la toca. Por eso, la maestría será la que defina la música de este Festival. Hay mucho sabor, sí, pero también oficio y la experiencia de quien ha vivido mucho y, así, toca. Con el alma.

Se transmitirá para toda América Latina en el www.teatrodigital.org.

Por Teatropedia

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