
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Todo comenzó por accidente. El maestro Fernando Oramas, un hombre de ideas políticas implacables, dueño de un trazo hermosamente rústico hecho a base de materiales industriales y espátulas para pintar carros, quiso, al principio de todo, ser músico. Luego de ser rechazado en el conservatorio se presentó a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, y estudió bajo la égida de Luis Alberto Acuña y José Domingo Rodríguez, entre otros, todos ellos educados en escuelas europeas. Ese mismo muchacho con alma de artista compartió también el fervor de la revolución española, marchando en gavilla por los cafés Molino e Imperial de Bogotá, e iniciándose muy temprano dentro de la ideología socialista (marxista-leninista-estanilista, como dice él) que defiende a ultranza hasta el día de hoy, a sus serenos 85 años.
La impronta revolucionaria fue mezclada muy tempranamente con un estilo de arte que el maestro ha dado en llamar el “realismo socialista”. Sus obras, desde hoy expuestas en una casa del barrio La Macarena, son una mezcla de las dos cosas: por un lado está la técnica rústica de los cuadros, la presentación impecable del color, el conocimiento del arte figurativo y el abstracto, así como la recopilación de distintas escuelas de arte; pero a la par está también presente un nivel de protesta, un retrato de las clases populares marchando, casas de invasión como ruptura de la geografía colombiana, o, uno de sus temas favoritos, mercados populares llenos de vida. El fanatismo de Oramas por estos espacios de intercambio comercial es inconcebible. Ama los colores, las prácticas, los contrastes, pero, sobre todo, ama el lenguaje: ‘vieja culirota’, ‘malparida’, “esa verborrea de las viejas de los mercados es buenísima”, confiesa.
El invisible
Oramas, pese a su poderío como pintor, es un artista relativamente desconocido. ¿Cómo es posible que alguien que Alejandro Obregón calificó como “el mejor colorista colombiano” esté en la marginalidad de las tendencias dominantes del arte? Empecemos, entonces, por México.El maestro huyó de Colombia con el fin de instalarse en México y aprender, de los mejores muralistas, las técnicas del arte popular. Quería despegarse de las galerías y el arte elitista para volcar todo su aprendizaje en el adorno de las calles.
Como se fue del país sin un plan presupuestal ni temporal muy definido –errático, podría decirse, como es su misma vida- terminó primero en Guatemala, conociendo el gobierno pluralista de Jacobo Arbentz y, de paso, a Ernesto Guevara de la Serna, entonces un muchacho, a quien la historia le daría el mote de El Ché. “Era un argentino que andaba por ahí jodiendo, buscando qué hacer. Allá en Guatemala se entrenaron a los combatientes para la invasión a Cuba. Yo estuve a punto de ir pero estaba enamorado de una vieja, entonces me dio culillo. Yo soy un huevón, le tengo miedo a las armas. Y estando en el Ejército, que fue una experiencia inmunda, me di cuenta de que mi odio por las milicias era muy grande. No tengo nada de guerrillero”, dice, mirando al interior de su taller, en donde se reduce toda su vida.
Al caer Arbentz en Guatemala, Oramas llega por fin a México, se hace militante del Partido Comunista, y conoce al que inspiró todo el periplo: el muralista David Siqueiros, de quien aprende la filosofía del arte público. Siqueiros logra, a través de su esposa Angélica Arenal, cercana al gobierno mexicano, promover una ley estatal para destinar un porcentaje de los edificios públicos a la pintura de murales. México se convirtió por ese entonces en una obra de arte. En una exposición multitudinaria. En una inspiración.
Oramas no sólo aprendió sobre la expansión del arte en las calles, sino que perfeccionó sus técnicas: la laca, la brocha de aire, la espátula, el uso de pinturas industriales y la conformación de los colores. El esplendor mexicano estaba a la orden del día, con sus borracheras y fiestas desmesuradas, con sus mariachis y tequilas bien cargados, con el arte como único medio de subsistencia y rasero de la perfección. “El arte da la medida de la grandeza de un país”, dice el maestro, compungido, al pensar lo pequeño que es el movimiento de su país.
No todo fue color de rosa. Por estar metido de manera fervorosa en la política, fue devuelto a Colombia. Pese a ser un innovador, Oramas llega a su país natal con las puertas cerradas. “Hay un antes y un después de Marta Traba – confiesa -, ella se aprovechó del vacío intelectual que había en Colombia. En la crítica de arte hizo y deshizo. Se atrevió a decir: ‘Oramas es un caso específico de cómo no se debe pintar’. Porque yo venía con los realismos socialistas y a ella le interesaban otras cosas. Ella promovió a Botero, sí, pero nos jodió a muchos cuando el movimiento pictórico andaba muy mal”.
El persistente
El maestro no se rindió. Dedicó todos sus esfuerzos para sacar adelante la escuela, taller y galería Arte Público. La gente que caminaba en peregrinación hacia Monserrate pasaba por el barrio Germania y se entretenía viendo los cuadros de los pintores a los que allí se les daba despliegue. “Ahí funcionaron cursos, tertulias de poesía, cineclubes, borracheras, etcétera”, dice el maestro con una sonrisa de complicidad en su rostro.Oramas entrega hoy una obra de gran calidad. La curaduría, a cargo de Lucas Ospina, supo identificar al hombre político y al artista, dejando en las paredes una serie de caricaturas que el maestro hizo en los periódicos Vanguardia del Pueblo, Diario Popular y Voz, por allá en los años 70, dejando ver ese ser mordaz, “bien mierda y bien venenoso” que sirvió a una causa política. En el centro están las pinturas, ostentando diferentes estilos y miradas.
Fernando Oramas sigue siendo un hombre firme y de buen humor. Sigue sosteniendo que Jorge Eliécer Gaitán era un “un fascista, populista, demagogo, egocéntrico, anticomunista y recursivo. Un hombre leído que hablaba como un tipo del lumpen. Impostaba el lenguaje para llegarle a la masa. Era truquero, el vergajo”. Sigue siendo un buena vida, que repite constantemente la frase: “he fumado 40 años marihuana, todos los días, y todavía no me he enviciado”.
El mayor aporte que, según él, le ha hecho al arte colombiano es la introducción de las nuevas técnicas, así como el retrato de la gente del común y el hecho de ser un precursor del arte público. Más allá de querer dejar un legado, el maestro se refugia en su taller a pintar, a “perecear”, y, sobre todo, a oír a sus dos hijos tocando música.
El corazón de su arte está expuesto. Sus pinturas, su vida, su pulso propio, están ahí, expresando esos 85 años de estar en rebelión perpetua.
Información:
Horario: 12:00 a 6:00 p.m.
Ubicación: carrera 5 # 32 – 95 barrio La Macarena.