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“El valle sin sombras” detrás de cámaras

Rubén Mendoza, director del documental sobre Armero, que recupera la memoria de la peor tragedia natural de la historia del país, publica su diario de filmación.

Especial para El Espectador
15 de noviembre de 2015 - 02:37 a. m.

 

Esta película fue hecha con instinto. Con tacto. Como por sistema Braille. Yo me he sentido desde que fui convocado por el tema como un intermediario, como un médium entre la vida y el cine, como si el discurso estuviera siendo soplado en el aire y mis colaboradores y yo saliéramos de caza, a encauzarlo en flautas, en recipientes, en cámaras ardientes de cine. Todo se iba presentando fluido, como una improvisación de músicos que se conocen perfectamente, pero que necesitaron 30 años del padecimiento de otros para que esta partitura fuera posible. Para que fuera posible ser testigos y honrar su existencia y su fuerza.

Sobre filmar a los personajes puedo decir que como la mayoría de espectadores de El valle sin sombras, que sale completamente atropellado por la verdad, por el tamaño de nuestra propia ignorancia, cada encuentro previo me estallaba en el corazón como una puñalada de dinamita. Así de infantil, así de simple, así de completo. Me revolvía las neuronas y el estómago, la indignación y los lagrimales. De ver unos damnificados pasé a contemplar admirado unos héroes inmensos, unos montes, un pueblo que sólo existen en sus ojos. Pasé a sentirme un armerita más, ya que finalmente ese pueblo está así, esparcido, no acabado.

Decidí por la fuerza de sus relatos, la fotogenia de sus recuerdos, la fidelidad de sus palabras, lo gráfico de sus gestos que cada pregunta tendría una distancia focal determinada para poder tejer la película como la música de una elegía, con forma: para que tuviera temas, y partes, para poder tejer las distancias y las respuestas en lugares donde se atestiguara que la naturaleza reinaba sobre el hombre, sobre el pueblo, sobre la destrucción y sobre las propias ruinas: la naturaleza volvía naturaleza a las ruinas, insisto, abrazándolas, curándolas de calor, de frío, incluyéndolas en la vida de ese “campo santo”, como consolando unos niños muecos.

Decidí también que entrevistaría como pocas veces he visto en un documental: con los personajes mirando a la cámara, en lo posible, o sea, directamente al hipotálamo, al espectador, a los ojos avergonzados del asistente a la sala. De ahí que un hombre muy querido y admirado por mí, un colega, William Vega, al decir que a veces viendo la película tenía que bajarles la mirada por dolor, por no aguantar verlos a los ojos, confirmara en las proyecciones de prueba mi sospecha. Esos ojos eran la fuerza de las fotografías y videos imposibles en la noche negra de la tragedia anunciada de Armero. Esas caras tratarían de alguna manera, mirando uno a uno a la cara, de hacer que la imaginación tomara algo de valor y se atreviera a dibujar la monstruosa tragedia. Para mí hasta el día de hoy, con todas esas ayudas, con todos esos diálogos, con los cientos de horas de edición y de archivos, sigue siendo un imposible.

Sobre filmar al Nevado en la forma milagrosa que se logró puedo decir varias cosas: primero, que fue una voluntad más que doblaba la fuerza de esta película que deambulaba como un fantasma sin tiempo, buscando un lugar, una cámara, unos cómplices. Cuando se supo el valor económico de la misión para filmar el Nevado como yo soñaba, la posibilidad se vino abajo. Varios de nosotros, comenzando por el productor Daniel García y yo, decidimos renunciar a buena parte de nuestra paga para poder lograrlo, y tras muchos diálogos con Dago García, una foto de una veladora con su imagen y correos electrónicos a él mismo, cargados de verdad y de pasión por Armero, por el cine y por hacer una película digna del tamaño de los personajes, fue el propio Dago quien decidió de su bolsillo, el de su productora, financiar la aventura, que para los que subiríamos a 18 mil pies de altura era tan cercana a la muerte.

Algo se atravesaba en la posibilidad de filmar el volcán Nevado del Ruiz a ras de cráter. A ras del cráter Arenas. De alerta amarilla, a naranja y a roja, cada semana nos iban aplazando para la siguiente, y la siguiente, y así casi dos meses, ya con el dinero autorizado: como si tuviéramos la plata en una caja fuerte y aunque la plata fuera nuestra no sabíamos la clave o el paradero de la caja. Y la semana anterior al 22 de septiembre finalmente la restricción cayó, cayó el conjuro, se podría ese 22 subir a contemplarlo, a compartir su magnificencia, a cerrar la boca y los caminos de las ideas por muchas horas los siguientes días.

Los pilotos, especialmente el capitán Olarte, semana tras semana, soportaron mi voz, como si con ellos pudiera enviar mensajes a Ingeominas o al centro de la Tierra, para que entendiera que yo quería ser abogado del Nevado. Que sólo filmándolo en su máxima hermosura, en su esplendor, sin siquiera un vidrio intermediario o una ventana entre él y yo, entre la cámara y yo, podría empezar el trabajo de limpieza de culpa que hay en el imaginario colectivo, como lo quiso esparcir la verdad oficial: los armeritas no quisieron evacuar y el culpable es el volcán. Mentira. Mentiras. Los armeritas clamaban meses antes por el desagüe de la represa, como lo demuestra nuestra inmersión en el material de archivo con los propios armeritas, clamando por una tragedia anunciada y evitable. Como lo demostraban los valientes reporteros de la época, meses antes de la tragedia, con la misma fuerza que registraron el evento, y los abusos y desatinos posteriores. Clamando meses antes. Así que para mí era como ir a llevar las razones de las voces indignadas allá arriba.

Los pilotos, de nuevo, expertos en filmar en altura por décadas, jamás habían hecho una misión de este tipo. Sólo pudo subir uno de ellos y además se tuvieron que retirar sillas y piezas de la nave para lograr la altura, y poder, como yo quería, con impecabilidad, pero con mano y tracción humana, filmar este inmenso animal. Yo tenía que llevar mi cuerpo casi completamente por fuera del helicóptero, contra el viento y el helaje, y revolotear al Nevado como una mosca, humilde y constante, buscándole la boca. Con un ojo filmaba, con el otro agradecía aterrado, por siempre, ese día de sentirse así de diminuto, de sentirse parte de la Tierra, de ver el planeta en sus más exquisitos e inexplorados refugios. Justo en el momento del despegue y ante las advertencias repetidas de los capitanes la noche anterior a esa madrugada, pensé que sí, que era posible la muerte en esta misión, que si tanto advertían del fracaso y de lo complicado de manejar las fuerzas en esta altura, ese podía ser mi último día en esta forma, en este planeta. Nunca sentí miedo. O sí, cada vez que me aplazaban el intento por las condiciones del volcán, porque mi corazón ya sabía que sin esas imágenes esta película sería completamente otra. Así que pensé que si de verdad iba a morir, no quería hacerlo con desespero, no quería irme gritando de acá, sino entregarme con calma. Pero eso sólo duró unos segundos, porque recordé que yo debía filmar a los personajes, a las ruinas de Armero, y al Nevado, con la misma dignidad, y que esta película era una cita, y que yo sólo debería estar ahí, porque las flautas estaban en ángulo contra el viento, listas para sonar solas.

De allá bajé sin duda con algo que me cambió para siempre. La blancura, la sensación, la evidencia de la escala. La pureza. La cercanía con el volcán y la tibieza de la nieve contra el viento helado. De allá bajé distinto para siempre, como distinto era por esas ruinas, por esta película, por estos personajes.

Por Especial para El Espectador

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