Noemí Pérez nació en Tibú. Su padre, Rafael Pérez de Aguas, había llegado al Catatumbo, en el departamento de Norte de Santander, a trabajar, en la época en que la región se había convertido en una de las primeras zonas de exploración petrolera, cuando el gobierno colombiano aprobó el traspaso de la Concesión de Mares a la Tropical y ésta, cuatro años más tarde, a la International Petroleum Company de Toronto, subsidiaria de la poderosísima Standard Oil de Nueva Jersey. Su madre, Rebeca Amador Herrera, oriunda de Sabaneta (Córdoba), lo había seguido poco tiempo después por temor a no quedar esperando como las “novias de Barranca”. Los hombres que salían de su terruño difícilmente regresaban con la intención de cumplir las promesas de matrimonio.
A partir de la explotación de oro negro, asfalto y hulla, la tierra de los indios motilones se convirtió en una de las primeras franjas de un conflicto armado asilado en el poder sin límites de grupos de extrema izquierda o de derecha, carteles de la droga y bandas criminales dedicadas a la minería ilegal, al negocio de la coca, la explotación de los recursos forestales y el contrabando de gasolina. El Catatumbo siempre ha sido territorio olvidado por el Estado y el más castigado por el terrorismo, presa fácil de tropas ilegales y otras, que se suman con promesas y ambiciones a una región disputada por su riqueza natural en la que, a pesar de ser una importante reserva productora de alimentos, no existe la más mínima calidad de vida.
Fue así como Noemí Pérez creció entre caníbales.
De tantos personajes que circularon por las polvorientas calles del pueblo, Noemí recuerda a uno llegado a principios de los años sesenta. Un joven “gringo” blanco, de ojos azules y gran estatura, que logró escapar de la temible tribu barí, convirtiéndose años más tarde en gran aliado de la etnia. En 1998, Bruce Olson fue tomado en cautiverio por el Ejército de Liberación Nacional, acusado de actividad explotadora y colonizadora sobre grupos indígenas. Los motilones, unidos a las tribus sáliva, cuiba, guajibo, tunebo y yuko, hicieron una gran campaña por su liberación. Al final de los diez meses de secuestro Bruce fue condenado a morir fusilado, pero en el momento justo en el que “la pelona” lo tomaba por sus brazos, el comandante del Eln cambió las balas por cartuchos vacíos, concediéndole la libertad. Todo el esfuerzo del grupo militante por desequilibrar a Colombia con los Estados Unidos fracasó.
A mediados de los sesenta, el pueblo se transformó en una población fronteriza llena de aventureros, prostitutas, trabajadores de la petrolera, comerciantes y colonos. La distracción preferida de los chicos era ir al río Tibú, que quedaba atravesando una vía larga destapada, atiborrada de bares y mujeres de “vida alegre” sentadas a las puertas del calor infernal húmedo de la selva. Una de las prostitutas más famosas fue la Cuatrocientos, llamada así porque, según cuentan, una noche llegó a atender cuatrocientos hombres. Se armaban peleas de la nada resultando siempre heridos de machete, sobre todo en la zona nombrada Corea. Noemí cree que de ahí nace su fascinación por las películas de western.
Doña Rebeca Amador, como buena cordobesa, había nacido cocinera. Situó un restaurante en la calle principal, al que llamó La Fogata, conocido como Quaker, nombre otorgado por vender en su primer negocio una memorable avena helada preparada con especias y azúcar. Sus hijos tampoco se salvaron del apelativo. Algunas veces llegaron invitaciones de cumpleaños con la tarjeta marcada “Hermanitos Quaker”. Durante un tiempo el local prosperó por ser paso obligado de buses intermunicipales hacia la costa Caribe, y de colombianos indocumentados que peregrinaban por el río Tres Bocas o por insospechadas trochas hasta atravesar al vecino país.
El 25 de diciembre, el 1º de enero y el Viernes Santo, Rebeca cerraba religiosamente. Sólo cocinaba para sus hijos comida de su tierra, sin que faltaran pasteles de cerdo, arroz de frijolito cabeza negra y sudao de gallina en coco. Para la Semana Santa preparaba conservas de plátano verde con pimienta, disponiendo una buena cantidad para sus vecinos. Una muestra de que la tradición culinaria es transmitida por mujeres.
Años después la moneda venezolana bajó estrepitosamente. Toda la frontera quebró, menos su restaurante.
Don Rafael Pérez siempre inventaba negocios. Cuando en Colombia el pollo se comía sólo en celebraciones importantes, montó un gallinero. No le duró mucho. Las aves empezaron a enfermar y la gente, no acostumbrada a consumirlo asiduamente, no compraba. Sacarlos a vender a Cúcuta se tornaba casi imposible por el estado de la carretera. Con la lluvia, el trayecto podía incrementarse diez horas, haciendo transbordos por extensos senderos lodosos.
Al poco tiempo llevó a casa una tigresa preñada con la idea de instalar un criadero de tigres. Rebeca lo observó diciendo: “Rafael, esa actividad te va a salir muy cara. Un día de estos ese animal se va soltar y se va a comer a tus hijos”. En aquel tiempo era común ver arribar al pueblo cazadores o gente cotidiana con tigrillos, dantas, micos, osos perezosos y una gran variedad de fauna para su comercialización o consumo. Una tarde cualquiera recibió la visita de su socio, que pretendía llevarse la piel para rentabilizar el negocio. Rafael, incapaz de sacrificar el animal, nervioso por la impaciencia y desagrado de su asociado, de repente gritó: “¿Quién quiere comer tigre?”. Toda la familia que lo rodeaba, respondió al unísono: sí. Ese día se comió tigre.
La última empresa que creó fue de boxeo. Eran los días en que el país se sentía muy eufórico por los triunfos del campeón Kid Pambelé y muchos papás querían tener un boxeador en la familia. Rafael no escapó de eso. Se hizo entrenador hasta el día que vio caer a su hijo en la primera pelea por nocaut fulminante.
Había llegado el año de 1975. Noemí partió de vacaciones a la finca de la familia materna en Sabaneta. La noche de su llegada, una de sus tías, recostada en un taburete al horcón, sintió un fuerte olor intenso a flores que emanaba de la cocina. De inmediato se persignó diciendo: “María purísima, se va a morir alguien”. A los dos días llegó un telegrama con la noticia de que a Rafael lo había matado un guajiro. Rebeca resultó herida en el ataque. Durante muchos años dirigió La Fogata sin poder caminar.
Hoy día, Noemí relata parte de esta historia desde la plástica contemporánea en su exposición Panorama Catatumbo, en el Instituto de Visión. Un profundo trabajo en torno a sus recuerdos.