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                                                                                                                              Eternamente Pablo Milanés

                                                                                                                              Hoy, Pablo Milanés volverá a presentarse en Bogotá. Su recital hará parte del concierto ‘Arte y cultura para la paz’.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              / EFE

                                                                                                                              Eran tiempos de obligado silencio en las calles y de obligadas protestas en la clandestinidad. Y todo podía ser clandestino, porque nada podía filtrarse. Eran clandestinos los teatros que exhibían películas de Costa Gavras, por ejemplo, y eran clandestinos los bares en los que se oían canciones de Pablo Milanés, de Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Vicente Feliú y Virulo. Cuba era un nombre proscrito, una idea peligrosa. Cuba era barbas, rebelión, socialismo y pueblo. Cuba era el enemigo de un Estado tenebroso que desaparecía a quienes se le opusieran, que perseguía a los sospechosos, que torturaba y mataba. Cuba era, también, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez y Vicente Feliú y todo un grupo de cantores y poetas y músicos al que la crítica bautizó como Nueva Trova.

                                                                                                                              Sus discos llegaron de contrabando y luego se hicieron casetes que pasaban de mano en mano, que se regrababan mil veces y se escuchaban a escondidas. Sin internet, sin televisiones de cable, sus figuras, sus rostros y sus vidas se transformaron en un mito. Aquella Colombia de los primeros años de la década del 80 se rebeló contra la represión, en parte, con las canciones y por las canciones de aquellos trovadores cubanos, y en sus calles y plazas, Pablo Milanés fue primero disco que carne y voz en vivo, porque los inconformes de entonces vendían sus álbumes a la salida de los cines, de los teatros, y en bares muy oscuros, y se ofrecían, a cambio de dos pesos, a grabar el disco en un casete. Los clientes eran estudiantes que salían de ver Missing o Los hombres del presidente o Guadalupe años sin cuenta.

                                                                                                                              “Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado, y en una hermosa plaza liberada, me detendré a llorar por los ausentes”, cantaba Milanés, en homenaje a los caídos en septiembre del 73, luego del golpe de estado contra Salvador Allende en Chile. “La vida no vale nada si no es para perecer, porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama”, repetía para recordar los motivos esenciales de la Revolución Cubana. “Yo no te pido que me firmes diez papeles grises para amar, sólo te pido que tú quieras las palomas que suelo mirar; de lo pasado, no lo voy a negar; el futuro algún día llegará, y del presente, qué te importa la gente, si es que siempre van a hablar”, modulaba en una canción de amor, que más que amor era compromiso con el otro.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Años más tarde, Milanés se apareció por la Colombia que ya lo conocía de oídas, con su afro, su voz profunda, sus letras y su música. Le cantó al amor, su amor, “el amor no lo reflejo, como ayer”; al desamor, “por mi parte esperaba que un día el tiempo se hiciera cargo del fin”; a Cuba, “amo esta isla, soy del Caribe, jamás podría pisar tierra firme, porque me inhibe”. Tomó letras prestadas de Nicolás Guillén, “quién le dijo que yo era risa siempre nunca llanto”, y de Silvio Rodríguez, “todavía quedan restos de humedad, sus olores llenan ya mi soledad… La prefiero compartida, antes que vaciar mi vida, no es perfecta mas se acerca a lo que yo, simplemente, soñé”, y con palabras de Fito Páez dejó el mensaje que siempre pretendió dejar: “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.

                                                                                                                               

                                                                                                                               

                                                                                                                              faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              / EFE

                                                                                                                              Eran tiempos de obligado silencio en las calles y de obligadas protestas en la clandestinidad. Y todo podía ser clandestino, porque nada podía filtrarse. Eran clandestinos los teatros que exhibían películas de Costa Gavras, por ejemplo, y eran clandestinos los bares en los que se oían canciones de Pablo Milanés, de Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Vicente Feliú y Virulo. Cuba era un nombre proscrito, una idea peligrosa. Cuba era barbas, rebelión, socialismo y pueblo. Cuba era el enemigo de un Estado tenebroso que desaparecía a quienes se le opusieran, que perseguía a los sospechosos, que torturaba y mataba. Cuba era, también, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez y Vicente Feliú y todo un grupo de cantores y poetas y músicos al que la crítica bautizó como Nueva Trova.

                                                                                                                              Sus discos llegaron de contrabando y luego se hicieron casetes que pasaban de mano en mano, que se regrababan mil veces y se escuchaban a escondidas. Sin internet, sin televisiones de cable, sus figuras, sus rostros y sus vidas se transformaron en un mito. Aquella Colombia de los primeros años de la década del 80 se rebeló contra la represión, en parte, con las canciones y por las canciones de aquellos trovadores cubanos, y en sus calles y plazas, Pablo Milanés fue primero disco que carne y voz en vivo, porque los inconformes de entonces vendían sus álbumes a la salida de los cines, de los teatros, y en bares muy oscuros, y se ofrecían, a cambio de dos pesos, a grabar el disco en un casete. Los clientes eran estudiantes que salían de ver Missing o Los hombres del presidente o Guadalupe años sin cuenta.

                                                                                                                              “Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado, y en una hermosa plaza liberada, me detendré a llorar por los ausentes”, cantaba Milanés, en homenaje a los caídos en septiembre del 73, luego del golpe de estado contra Salvador Allende en Chile. “La vida no vale nada si no es para perecer, porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama”, repetía para recordar los motivos esenciales de la Revolución Cubana. “Yo no te pido que me firmes diez papeles grises para amar, sólo te pido que tú quieras las palomas que suelo mirar; de lo pasado, no lo voy a negar; el futuro algún día llegará, y del presente, qué te importa la gente, si es que siempre van a hablar”, modulaba en una canción de amor, que más que amor era compromiso con el otro.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Años más tarde, Milanés se apareció por la Colombia que ya lo conocía de oídas, con su afro, su voz profunda, sus letras y su música. Le cantó al amor, su amor, “el amor no lo reflejo, como ayer”; al desamor, “por mi parte esperaba que un día el tiempo se hiciera cargo del fin”; a Cuba, “amo esta isla, soy del Caribe, jamás podría pisar tierra firme, porque me inhibe”. Tomó letras prestadas de Nicolás Guillén, “quién le dijo que yo era risa siempre nunca llanto”, y de Silvio Rodríguez, “todavía quedan restos de humedad, sus olores llenan ya mi soledad… La prefiero compartida, antes que vaciar mi vida, no es perfecta mas se acerca a lo que yo, simplemente, soñé”, y con palabras de Fito Páez dejó el mensaje que siempre pretendió dejar: “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.

                                                                                                                               

                                                                                                                               

                                                                                                                              faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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