Los retratos de José Luis Molina: amalgamas plásticas y emocionales

Hace doce años José Luis se montó, desde Valledupar, donde vive, en un bus rumbo a Bogotá, y luego, después de una larga travesía llegó a Brasilia. Llevaba con él su única manera de sobrevivir en aquellos años: sus pinturas.

Giancarlo Calderón
13 de julio de 2019 - 08:14 p. m.
José Luis Molina. / Alejandra Gonzáles
José Luis Molina. / Alejandra Gonzáles

Un caos de materiales, también de ideas, y una tradición antiquísima: la presencia del retratado en frente del que retrata. Una mirada, la del pintor, y una expectativa, quizá, la del pintado. Una ceremonia: la de la creación artística. Y una cita, o un encuentro furtivo, para retratar a conocidos, amigos, familiares: mujeres y hombres de distintas edades y diversos rostros, todos y cada uno como pretexto benévolo para pintar.

Este escenario, atípico para la mayoría, es el diario vivir de José Luis Molina, maestro en artes plásticas,  psicólogo social, y un pintor excelso de retratos. Retratos con alma. El alma, eso tan indefinible, etéreo, abstracto. Existe pero no se puede ver, se dice. Lo cierto es que sí, sí se puede ver: en la pintura, en la buena pintura, es lo que más y mejor se ve. Si no, entonces, no hay nada qué mirar, nada qué sentir, nada qué admirar: no hay con qué deleitarse.

Deleitarse, por ejemplo, con la tristeza en los ojos de algún retratado; o con la candidez en otro; o con la seriedad en unos cuantos; o con el misterio en otros más. En estos rostros, en estos gestos pintados hay con que deleitarse. Hay belleza que admirar. Aquí, en el trabajo de Jose Luis Molina, cada retrato es un logro; una victoria: a veces gana la melancolía, a veces la alegría, da igual: siempre gana la belleza.

Sobre ello apunta el artista: “Sí, efectivamente, me interesa el alma del retratado. A veces se camufla en cualquier detalle… a veces está en los ojos, o en la boca, o en un gesto, incluso en su respiración…  y mi objetivo, o por lo menos mi deseo, es sacarla a flote, mostrarla por medio del color, o de un pincelazo intenso, o uno sutil. La idea es que siempre se aprecie en cada retrato la naturaleza y el carácter de quien estoy pintando”.

Hace doce años José Luis se montó, desde Valledupar, donde vive, en un bus rumbo a Bogotá. Allí tomó un avión hasta Leticia, cruzó la frontera de Brasil caminando a Tabatinga, para luego montarse en una chalupa por el rio Amazonas y después en un barco hasta Manaos, luego otro barco más hasta Belém do Pará, y de ahí un bus a Brasilia.

La travesía duró varios días. Iba con pocos pesos, poquísimo equipaje y casi literalmente con el pan debajo del brazo, pues llevaba con él su única manera de sobrevivir en aquellos años: sus pinturas. No fue fácil su estadía en este país, pero se defendió y sobrevivió. Allí estudió un poco, aprendió empíricamente el idioma, también pintó, y con los cuadros que iba vendiendo vivió durante un año. “Un año de mucha reflexión, sobre mi vida, sobre mi trabajo como artista”, comentó.

Luego se fue a Argentina. Allí retrató a cuanto conocido o desconocido se atravesara en su camino: “Fue una época de mucha observación. De pulir el ojo, como dicen, y la mano: mantenerla caliente como dicen los escritores. Al no tener, en términos generales, con quien conversar, con quien tomar el tinto diario en los cafés, me dediqué a mirar, a ver a los otros, y este ejercicio sin duda agudizó mi manera de observar la gente, su manera de moverse, de hablar, de mirar, y de callar también, en ultimas a conocer más su alma… Todo el mundo tiene una, tan distinta, aunque en el fondo todos somos la misma cosa, o al menos nos parecemos un poco”. 

No hay estrategia, o plan, ni ruta definida en la hechura de los retratos de Jose luis Molina; no hay método, por lo menos consciente y deliberado; o apegos técnicos; tampoco hay mayor virtuosismo en el dibujo, o en algún otro mapa a seguir para apaciguar incertidumbres. Sobre ello dice: “Lo mío, más que seguir un método, es dejar que el inconsciente haga de la suyas. Para mí la intuición juega un papel fundamental. Digamos que en eso no tengo la fortaleza que tienen otros pintores con más ‘juicio’ metódico o que, por ejemplo, trazan un dibujo que se hace inamovible y en general saben con antelación el resultado de la pintura que van a realizar. Pero paradójicamente también se puede ver - yo lo veo- como una fortuna, el hecho de no tener tanto método, pues en el camino y según las impresiones y sentimientos que vayan surgiendo se van dando las cosas... cosas que, en algunos casos, me sorprenden a mí mismo, afortunadamente la mayoría de las veces de forma positiva para mi visión estética. Y remata con una sonrisa: “aunque ésta no siempre coincida con la del retratado”.

Pareciera, eso sí, que lo que hay es un riesgo vertiginoso de enfrentarse a un rostro, a otra alma, sin mayor idea preconcebida que las sensaciones de tal presencia. Momento en el que el pintor, con cierta simpleza y desdén, y mientras mira y mira, va manchando con colores el lienzo o la madera, con trazos más bien defectuosos, en apariencia torpes, a veces hasta inseguros. Sin embargo, al avanzar, estos van adquiriendo una forma y un carácter y tornándose sustanciales, afortunados, armónicos.Y es esta armonía plástica la que consigue una noción de amalgama emocional en los retratados; una amalgama que sugiere una verdad irrefutable: la complejidad humana. Un riesgo estético -espiritual- que pocos asumen y del que pocos salen bien librados.   

A propósito otro riesgo, uno distinto: hablar sobre el escurridizo y misterioso significado del arte, con algunas de sus aristas. ¿Hay una parte en todo esto que el mismo artista, cualquier artista, desconoce?. ¿Es la obra en sí una presencia más intensa que la vida misma del artista?. ¿Nace, o surge, una fuerza indescifrable, ajena, con algún poder clarividente incluso que guía al artista en su propósito?. Jose Luis escucha atento, calla unos segundos y dice: “Sí, efectivamente coincido en que hay una mística más allá... y un carácter enigmático en la pintura, y en el arte en general. En mi caso, antes más que ahora, tenía todo ese tipo de inquietudes, hasta que sencillamente dejé de tenerlas en cuenta y sin mayor decisión racional comencé a transitar con ellas. Ser parte de este misterio de la creación artística no me parece un dilema sino un privilegio, por no hablar de un destino. Uno que se celebra tanto como se padece por ratos”. Y concluye: “Porque sí, también hay certezas: el arte es trabajo duro, dedicado, esforzado, obsesivo”. Hace una pausa reflexiva y continua: “se nace, sí, pero también se enriquece poco a poco una sensibilidad particular y, con suerte, se desarrolla una maestría de oficio para producir trabajos con altura artística”.

Por último, una anécdota sobre uno de los trabajos mejor logrados del artista. Se trata del retrato que le hizo a su madre, Paulina Torres de Molina. Es un retrato precioso, intenso y amoroso, que a la vez débela la dualidad humana, pues con un estilo inacabado, con técnica mixta de acrílico y carboncillo, muestra lo que parece ser dos seres humanos en un solo rostro. Al consultarlo sobre esta decisión respondió con naturalidad y cierto desparpajo: “No hubo tal. – Sonríe- Mi mamá se tenía que ir y el cuadro quedó por la mitad. Mi decisión estética, mi verdadera intervención artística estuvo en no tocarlo más”.

Por Giancarlo Calderón

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