“Aquí yace Paul Newman, quien murió hecho un fracaso porque sus ojos se le volvieron castaños”. Paul Newman describía así el epitafio de Paul Newman. Burlándose de la muerte. Atenuando con humor la sombra opaca y siniestra del azar inevitable. Recordando el atributo de sus ojos cristalinos. El brillo que definía su rostro infantil y astuto, en conflicto con los otros y consigo mismo cuando aparecía en películas donde interpretaba héroes de dimensiones humanas. Personajes extraviados en antros de mala muerte donde jugaban billar –The Hustler (Rossen, 1961)–; en rebeldía perpetua mientras sufrían en la cárcel sin perder la dignidad –Cool Hand Luke (Rosenberg, 1967)–; haciendo de la estafa un arte –The Sting (Roy Hill, 1973)–; representando a bandidos que convirtieron su vida en una larga aventura –Butch Cassidy and the Sundance Kid (Roy Hill, 1969)– o descubriendo el carácter de jovencitos nerviosos que resolvían su tristeza disparando una pistola –The Left-Handed Gun (Penn, 1958)–.
Un hijo de la tradición escénica formada en el Actor’s Studio. La academia teatral fundada en Nueva York, a finales de los años 40, que explotaba la memoria emocional como herramienta dramática. Sus alumnos se destacaron a partir de los años 50 cuando hicieron de la pantalla un territorio de crispaciones neuróticas, honrada por guapos tristes como James Dean, Marlon Brando o Mr. Newman.
El adulto con cara de ángel creció a la fuerza. En Torn Curtain (Hitchcock, 1966), Newman y Carolyn Conwell asesinan a un agente alemán de una manera brutal. El rostro del actor y el silencio mudo de Conwell transmiten las emociones de una escena cruel en el ámbito doméstico de una cocina. Entre los dos se reparten la cuota de la sevicia: al agente, tratado como muñeco vudú, le clavan un cuchillo para descerebrar una res; le parten las piernas a golpes; lo arrastran hacia un horno de gas donde lo ahogan con dificultad, hasta que sus manos tiemblan de una manera inútil. Vestido con su trajecito de ciudadano formal, Newman parece un Peter Pan macabro, paseando en el reino del diablo a pesar de él mismo.
Nacido en Cleveland en 1925, criado en Shaker Heights (Ohio), a su padre nunca le interesó que su hijo actuara. ¿Qué profesión era esa? ¿Podía vivir de fingir poniéndose la piel de otros? Aún así, Arthur Newman cedió. Pero la vida no es una línea recta. Cuando el padre de Newman fallece, su hijo debe regresar a Cleveland para dirigir el negocio familiar: una tienda deportiva. Año y medio después la pasión lo llama de nuevo. No se detuvo jamás. James Dean muere y Newman consigue el papel que habría sido para Dean si la muerte no lo noquea: interpreta al boxeador Rocky Graziano en Somebody Up There Likes Me (1956), dirigida por el sabio Robert Wise.
Surgía un actor emblemático. Representante del cine en una buena cosecha, sembrada en los años 50, perfeccionada en los años 60 y añejada hasta hacer del arte un milagro.
Su historia hace parte de la nuestra. El cine como educación emocional tiene en Paul Newman a un actor de facetas diversas. Recordarlo en Butch Cassidy and the Sundance Kid, al lado de Robert Redford y Katharine Ross, sirve como evocación de la mejor amistad en situaciones extremas. Y es sólo una de sus sesenta y cinco películas. En términos literarios, la obra completa de sus novelas filmadas sirvió para moldear a su público, ofrecerle perspectivas distintas acerca de la realidad y aprender con sus personajes –¿alguien puede resistir, sin angustiarse en la silla, su relación tormentosa con Piper Laurie en The Hustler?–. Escuchemos entonces el ragitme de Scott Joplin que suena en The Sting o, en clave sentimental, cantemos, pensando en él, la canción que se escucha en Butch Cassidy, ‘Raindrops Keep Fallin’ On My Head’. Aparte de todo esto, tenía otra virtud: era enemigo de Nixon, un presidente que siempre estará en el lado oscuro, contrario al legado de Newman.