El ojo de Rafael Baena siempre fue más allá. Sobrepasó la crónica por su habilidad de relatar con palabras lo que se le cruzaba por delante, superó la novela histórica al tomar prestados los hechos reales para convertirlos en componentes de una narración genuina y dejó a un lado la simple relatoría sobre la violencia al asumir una postura estética con la que marcó diferencia.
En su figura, siempre delgada, se dieron cita tres oficios. La fotografía, el periodismo y la literatura. En él parecían uno y logró con rigor y creatividad ubicarlos en un mismo cauce. Desde que abandonó su natal Sincelejo (Sucre) para radicarse en Bogotá, tuvo la intención de desarrollar su pasión narrativa sin abandonar su facilidad para registrar detalles a través del empleo de su cámara fotográfica.
Con su lente o con su pluma, Rafael Baena realizaba procedimientos similares y con ambos conseguía idéntico resultado. Las imágenes, tangibles, escuetas y crudas, obtenidas con su cámara se complementaban con las escenas, una detrás de otra, que escribía siguiendo su instinto periodístico o respondiendo a la necesidad de crear historias para responderse cuestionamientos reales.
“Con todos los relatos pretendí llenar vacíos personales. Tanta sangre vista, a pesar de ocurrir en un país ficticio, es mi versión de los sentimientos de los combatientes y de los civiles involucrados en las guerras intestinas del siglo XIX. Vuelvan caras, carajo recrea el pensar de aquellos guerreros de nuestra independencia que la historia oficial no entronizó en el procerato. La bala vendida la escribí porque la Guerra de los Mil Días ha sido muy documentada, pero mal tratada por la literatura, mientras que La guerra perdida del indio Lorenzo la hice porque me pareció necesario recordar los años finales de un hombre borrado de los libros de la historia”, manifestó Rafael Baena en una entrevista concedida a Ángel Castaño.
Durante su desarrollo periodístico hizo parte de redacciones de medios impresos como la del Diario del Caribe y de El Espectador. La mayor experiencia como reportero, fotógrafo, editor fotográfico y editor general la obtuvo en revistas como Antena, Cambio 16, Cromos y Credencial, una de sus últimas casas, donde puso a prueba sus conocimientos y donde les enseñó a los colegas de las nuevas generaciones que la credibilidad, en imágenes o en palabras, es el único haber real de un periodista.
El proceso 8.000, la cotidianidad de los pueblos fantasmas y las tomas guerrilleras, eventos que debió vivir como periodista, le sirvieron a Rafael Baena para nutrir su vena literaria. Acontecimientos históricos, como la pérdida del canal de Panamá, también fueron pretexto para proponer nuevos modelos de narración y para establecer nexos entre el pasado y el presente.
“Supongo que el equilibrio es consecuencia directa del esfuerzo que debe hacerse para aclararle al lector las cosas, para facilitarle la vida y que la lectura no se le convierta en una labor ingrata. Así, entre más confusos los hechos, más decantadas, puras y filosas deben ser las palabras que intentan explicarlos o al menos registrarlos”, aseguró Baena, quien murió ayer en Bogotá a causa de una enfermedad respiratoria que lo aquejaba desde hace varios años. Su deceso se produjo menos de seis meses después del lanzamiento de su novela La guerra perdida del indio Lorenzo, con la que puso a prueba nuevamente su óptica de cronista histórico.