A partir de la tertulia en casa de Manuel, comenzamos a reunirnos casi todas las tardes en la sala de Letras Nacionales. Allí se realizaban recitales poéticos y lecturas de cuentos de jóvenes inéditos, siempre regados con ron Tres Esquinas o aguardiente Néctar. La empatía entre Collazos y quien esto escribe fue inmediata. Me llamaban la atención su desfachatez, la seguridad de sus conceptos siempre originales y sorprendentes, y la total antagonía con la solemnidad bogotana. Cuando alguien preguntaba a los nuevos autores por los comienzos literarios, hablábamos de las novelas de Joyce, Faulkner, Hemingway o de El cuarteto de Alejandría, de Durrell, que se convirtió en lectura emblemática de nuestra generación. Óscar, por el contrario, soltaba la carcajada y decía: “Mientras ustedes estaban leyendo a Faulkner y a Durrell, yo estaba bebiendo aguardiente Platino en los burdeles de Buenaventura”...
A mediados de 1966 publicó su primer libro de cuentos, El verano también moja las espaldas, —obra que sigo considerando la mejor de Collazos, por encima de sus novelas— y casi en seguida, Son de máquina, también de cuentos. Durante esos años, hasta que viajó a Europa del Este, París y luego a Cuba (donde reemplazó a Mario Benedetti en la dirección del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas), anduvimos por Bogotá “para arriba y para abajo”, siempre fumando, tomando café y bebiendo aguardiente, discutiendo de literatura y política, recorriendo las calles del centro y de Chapinero sin un peso en el bolsillo, visitando al novelista José Stevenson, quien tenía una biblioteca gigantesca, alternando con otros escritores como Germán Espinosa, Luis Fayad, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar, Roberto Burgos Cantor, Hugo y Roberto Ruiz.
Fui testigo de muchas noches de penurias y altibajos: recuerdo a Óscar con una preciosa mulata, con una rubia italiana, con una elegante galerista; también quejándose de un dolor de muelas; o con un sello negro en el ojo causado por una pelea callejera el día anterior; tomando café fuerte en abundancia con todos nosotros, admirados ante una lúcida disertación ideológica del joven maestro barranquillero José Ramón Llanos Henríquez; discutiendo con el maestro Eduardo Carranza y atacando su actitud a favor del franquismo; respetuoso y con temor reverencial ante León de Greiff, Jorge Zalamea y Luis Vidales, y defendiendo a Cuba, a Fidel y a su Revolución con vehemencia provocadora ante los dirigentes del liberalismo reinante en Colombia.
Durante muchos años dejamos de vernos. Collazos estuvo varios años viviendo en Barcelona. Siempre inquieto, tanto política como intelectualmente, sus opiniones suscitaban polémica y atención obligada. En 1970 publicó un libro que lo proyectó internacionalmente: Revolución en la literatura y literatura en la revolución, en coautoría con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Publicó luego media docena de novelas, todas ellas interesantes —Crónica de tiempo muerto, Todo o nada, Fugas, Morir con papá, La modelo asesinada, Señor Sombra y Rumor—, con el estilo ágil y elegante que lo caracterizaba, aunque siempre nos dejó con la impresión de que su “gran” novela se le había escapado de las manos. A nuestra generación nos dejó esperando con su novela estelar.
Hace dos meses recibí una carta de Óscar en la que me invitaba a participar en un diplomado sobre Gabo: “Pensé en ti —me escribe— para que nos dieras una conferencia sobre la saga de los García Márquez, una especie de árbol genealógico en cuyas ramas estás enredado”.
Le prometí que nos veríamos en junio en Cartagena. Pero no se pudo. La esclerosis lateral amiotrófica que lo atormentaba desde hacía un año cortó su vida en la mañana del 17 de mayo de ese 2015, un año y un mes después de que abandonara este mundo el fabulista de Macondo. Había nacido en Bahía Solano (Chocó), el 29 de agosto de 1942. En el mar de su ciudad natal serán regadas sus cenizas.