Publicidad

Recuerdo de una cita con Viña Machado

El éxito de la versátil samaria, ganadora de un Indica Catalina a mejor actriz antagónica, ha sido inversamente proporcional a la suerte que corrió su personaje de prostituta, un rol que representó antes de ser cacica, enfermera y madre.

César Muñoz Vargas / @177segundos
27 de mayo de 2020 - 12:11 a. m.
Viña Machado en su interpretación de La Sabrosa en el burdel El Acuario. / César Muñoz Vargas
Viña Machado en su interpretación de La Sabrosa en el burdel El Acuario. / César Muñoz Vargas

Otras féminas se han posado en ella, otras almas, otros dramas, otras risas, otras lágrimas. En estos años, Viña Machado ha sido Consuelo, la Cacica; Esperanza, la viuda de un policía; Carmen, Eugenia y también ella misma. Ha sido Gloria, la enfermera hoy en licencia no remunerada que le otorgó otra gloria: el premio India Catalina. Viña nieta, hija, hermana, y ahora madre.

Viña había ido a la cita en la casa de citas con el deseo de meterse en el alma y en la desnudez de una de esas mujeres con tantas emociones como las actrices, que sufren lo indecible y que hoy no ejercen o se ganan la vida de forma más clandestina que nunca. El distanciamiento social, tan duro e inverosímil, ha traído consigo el distanciamiento sexual. Así transcurrían esas noches.

Entre el efluvio de las luces, del licor, de aromáticas, del almizcle de la bohemia lujuriosa y el claroscuro de la incertidumbre humana, irrumpió ella en sensualidad. En su corsé negro, sus calzoncitos avellanados y sus medias de malla ya raídas por el uso y el abuso, visillo de sus piernas interminables. Allí estaba, descendiendo la escalera y jugueteando en las barandas, quien no hacía mucho hablaba de su infancia, de sus sueños multicolores, de su espíritu nómada. Estaba en la piel de La Sabrosa, la prostituta más bonita y deseada del burdel.

La impactante furcia se desinhibía, bailaba, se despernancaba, se arrastraba en el zigzag de las escalas, se llevó la mano al sexo y exclamó: “Donde hay esta, hay fiesta”. La gramola despachó un son bien matancero y seis damiselas, incluida la proxeneta dueña del lugar, arrancaron a ventilar sus calamidades con el acecho de la distinguida clientela que buscaba placer y diversión. Era la noche del hiperrealismo, al cabo de la cual nadie volvería a ser igual.

Una hora antes, Viña Machado estaba serena, sencilla y dócil hablando de su natal Santa Marta, de sus años primeros cuando corría los cien metros, jugaba fútbol y andaba patipelada como cualquiera de sus amiguitos. En la ruta de su voz caribe y medio aguardentosa, la modelo y actriz transporta el viento samario, cargado del hálito marino y del arrullo de las primeras notas de acordeón que escuchó en su vida.

View this post on Instagram

¡Muecas!

A post shared by Viña Machado (@vinamachado) on

Es el pasaje del radiecito azul, que ella misma recrea, un mágico aparato que la despertaba a las cinco de la mañana con la voz contenida del locutor de Radio Galeón y el programa Vallenatos de antaño; así se fue apropiando de sus raíces. Mientras el transistor le soltaba canciones como Esa y Dime pajarito, la nena bañada en la aurora se acodaba en el marco de la ventana a observar a su madre y a su abuela iniciar los quehaceres del hogar. El café recién hecho emanaba su aroma y Viña Machado se elevaba en su humo. Inquieta, como siempre ha sido.

Aún no se llamaba Viña. Era Virginia María, como la nombraron en honor a las abuelas paterna y materna. Quienes realmente la bautizaron fueron sus dos hermanas menores, sobre todo Vanesa, a quien siempre le resultó imposible pronunciar más allá de las dos sílabas precisas que se habrían de acomodar mejor a aquel pródigo talento. Viña era agraciada y elongada, pero su madre, costurera de profesión, no quería que se encorvara o adoptara ademanes marimachos.

Para rescatarle el garbo, fue inscrita en unas clases de pasarela. Pero a los trece años, con una gracia sin igual, era inevitable que no se vislumbrara en ella su potencial de modelo. A los 16, por la no rimbombancia de su apellido, no ganó un concurso de modelaje representando a Santa Marta, pero sí a Montería. A los 17, ese espíritu libre estaba montado en un avión rumbo a México, país donde ha vivido muchos años. Igual va a España, a Argentina, viene a Colombia. Va y vuelve. Llega a donde haya trabajo. La Sabrosa la había hecho empacar maletas tan pronto se lo propusieron. Vio el montaje de temporadas pasadas y ―diciéndolo con el agite de sus brazos― tiró sus bombas: “Yo quiero estar ahí”.

Pasó entonces por esa casa de lenocinio llamada El Acuario. En la esencia de La Sabrosa, desabrigada en diminutas prendas, soportando un drama, pero llevando al lecho a un borracho tras otro. Mal contados fueron cuatro en la noche; tan lucrativa y fatal. Y aunque se veía como pez en el agua, en ese acuario ―una puta más del lupanar―, quería salirse de allí, tener un hogar y desprenderse de un pasado tormentoso. La Sabrosa, hija de una mujer que planchaba ropa, solía decir que llegó a la vida en desventaja. No solo tenía que lidiar con la clientela, sino con La Caimana, pecaminosa celestina que se encargaba de amargarle aún más las jornadas penumbrosas.

View this post on Instagram

H O Y.

A post shared by Viña Machado (@vinamachado) on

A La Sabrosa y a Viña las criaron dos guerreras. Con una máquina de coser, y después de enviudar muy joven, la señora Maritza Machado, mentora y heroína de la actriz, la sacó avante, a ella y a sus cuatro hermanos. La vida ha compensado el sacrificio de las Machado, pero no resarció a la progenitora del personaje vilipendiado y manoseado.

Los espectadores que pagaron por un puesto en la mesa lo hacían también por los favores sexuales y por el precio del cubalibre. Se convirtieron en confidentes de las desdichas de aquel ramillete caído en desgracia, en trincheras de la feroz confrontación por un macho entre La Caimana y La Sabrosa. Puta sí, pero sucia no. La Sabrosa no admitía tal ofensa, se enervaba y perseguía a la dueña por entre la tenue luz del antro. Ambiente tenso, puertas estremecidas, desafinado el cancionero.

Blanca Rosa fenecía en la borrachera; La Güevona lamentaba su preñez un accidente laboral; La Enrollada no descifraba sus karmas: prostituta, drogadicta y bisexual; y Selva María, la neófita meretriz que se entrenaba sirviendo en las mesas e insinuaba sus enjutas formas, esperaba un auxilio laboral: si se portaba bien, La Caimana le regalaría unas tetas nuevas. ¡Qué ironía!, había frases que arrancan risotadas. Marcela, la joven y rubia dependiente del bar, contaba que una amiga suya presenció los dramas de El Acuario, y para nada le cayeron en gracia. Es descarnada la realidad de estas mujeres subrepticias.

La Sabrosa luego estaba vestida con un conjunto íntimo de grana y un pareo de encajes negro. A pesar de su oficio, tiene pudor y vanidad. Se contonea a ritmo de son cubano. Lleva un bolso que combina con su ajuar, guarda un secreto. Las horas de pasiones y desenfreno tendrán un terrible desenlace. Nada terminaría bien en este enjambre de fatalidades. La Sabrosa, mojada en llanto, se deslizaba a lo largo del tubo del pole dance, mientras al otro lado del escondrijo La Caimana ordenaba apagar la rocola y desalojar el establecimiento.

Las lágrimas de verdad. Viña y sus compañeras retrataban de manera formidable la realidad de muchas cortesanas. El termómetro del aplauso crecía irrefrenable, pero ellas continuaban asumiendo sus personajes, cada vez la imagen era más contundente, hiperreal al fin y al cabo. Como suele suceder, los clientes que pagaron por amor desconocen los infortunios de sus damas de compañía y su histrionismo para mostrar sus caras alegres, pintarrajeadas, que ocultan su tristeza endémica.

Viña Machado habló antes, sabía de la purga que le provocaba convertirse en La Sabrosa y sumergirse en El Acuario. La samaria hace honores al nombre que a media lengua le puso su hermana Vanesa. Es una Viña que da sus mejores frutos y que seguirá en cosecha. Maduraba sus primeras prosas. Modelo, actriz, escritora y cantante. Entonaba sones en la obra y canta vallenatos por la vida. “Si yo pudiera alzar el vuelo, alzar el vuelo como hace el cóndor que vuela alto muy alto”. Hoy está en confinamiento, en tres o cuatro meses no sabe dónde.

La artista es como los morapios de calidad, que van cogiendo más color y sabor con el correr de los días. La degustación se da en sus lágrimas y su sudor de sal marina. Mucho de lo bueno hay en esta Viña del Señor. Aseguraba no tener señor. Temerosos de atreverse, intimidados con su exuberancia y con su fama. Seguro la han visto en las pasarelas internacionales, en series de televisión, en películas o en sus videos promocionando productos para la disfunción eréctil y enseñando claves para alcanzar el empíreo en las artes amatorias. Es un ciclón que deja sin aliento.

Pero en la escultural acanelada también habita Virginia, la querendona de su familia, la que se descalza y se desmaquilla tan pronto la sopla la brisa de su tierra. En Viña convive María, la mujer alegre y caribe, que cocina, juega en la arena, consiente a su gata, baila apenas percibe música alegre y se levanta escuchando vallenatos, como cuando los años maravillosos del pequeño radio celeste.

Toda ella es humana y generosa, un derroche de gracia y talento. Viña Machado es de carne y hueso. Bien cierto es, como hay viñas, no hace falta jurar cuando se pronuncia su nombre. La blinda para el paso del tiempo. Había dicho que más adelante, cuando la vida le regalara el privilegio de la maternidad, se propondría formar un buen ser humano, si hubiera sido niña la habría llamado y registrado Viña. Entonces ella, la madre, pasaría a ser doña Virginia, como también se llamaba la abuela paterna, de quien conserva los muñecos de hule que hoy disfruta León. Nació varón.

Por César Muñoz Vargas / @177segundos

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar