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El 23 de junio de 1990 Colombia se enfrentó a Camerún en la Copa Mundial de Fútbol jugada ese año en Italia. Era un partido de octavos de final, una fase de “muerte súbita”: el que pierde queda eliminado. Los noventa minutos reglamentarios de juego terminaron con un empate a cero goles. En la prórroga Higuita hizo una de sus escalofriantes salidas allende las dieciocho, se puso a hacerle dibujos a Roger Milla cerca del mediocampo, el veterano delantero camerunés, y de pronto ocurrió lo impensable: el viejito Milla le quitó la pelota, corrió como el muchacho más veloz del mundo, anotó con facilidad en un arco vacío y nos dejó por fuera del mundial. Ese día empezó a apagarse la buena estrella que había acompañado al portero durante años y lo Había convertido en una de las figuras más populares en la historia del fútbol colombiano.
En realidad, los responsables fueron sus directores técnicos, Francisco Maturana y «El Bolillo» Gómez, que le toleraban esas payasadas, y el público, que se las aplaudía. Sus salidas suicidas encendían la tribuna y empujaban al equipo, es cierto, pero era más el riesgo que la ganancia, como quedó demostrado ese día.
René Higuita había nacido veinticuatro años antes en Castilla, un barrio de las laderas de Medellín. Era hijo de una madre soltera, Dioselina Higuita, de quien tomó el apellido. La señora murió muy joven y él quedó al cuidado de su abuela Ana Felisa, una señora todavía más pobre que su mamá. Por eso René tuvo que trabajar desde muy pequeño vendiendo periódicos y haciendo mandados. También vendía las arepas, las empanadas y la mazamorra que hacía la abuela. Le gustaba el fútbol y era un delantero hábil, pero él quería ser médico o psicólogo.
A los doce años se dejó crecer el pelo para parecerse a Hugo Gatti, el arquero argentino que estaba revolucionando el oficio de cuidapalos jugando en las dieciocho. Gatti siempre se paraba más allá de las 5,50 en un estilo que recordaba a otro gran portero argentino, Amadeo Carrizo. Higuita y Chilavert, otro orate, fueron los primeros en salir de las dieciocho e inventar la función de arquero-líbero, lo que permitía adelantar las líneas y presionar la salida del rival más arriba.
Durante un partido con su equipo de las divisiones inferiores del Atlético Nacional, el portero se lesionó. Como no podían sustituirlo porque ya se habían hecho los tres cambios que autorizaba el reglamento, el técnico puso al delantero Higuita a atajar y lo hizo tan bien que allí lo dejó.
Su primer triunfo importante fue el campeonato nacional de 1981 con la selección Antioquia en un certamen nacional sub 16. Su buena actuación le valió ser escogido como arquero de la selección que nos representó en el mundial juvenil de Australia, donde Colombia hizo un papel francamente higiénico.
En 1988 se coronó campeón del rentado colombiano con el Nacional de Leonel Álvarez, Albeiro «El Palomo» Usuriaga, Luis Carlos Perea, John Jairo Tréllez, Osorio, «El Chonto» Herrera, Alexis García... un mecanismo de relojería dirigido por Francisco Maturana, un filósofo del fútbol cuyo lenguaje conjugaba poesía y estrategia, a la manera de Jorge Valdano o Luis Menotti, y les inyectó a los jugadores una mística cuyos resultados se reflejaron en los resultados de los partidos. Un ejemplo: en vísperas del choque entre Colombia y Argentina en Buenos Aires por las eliminatorias a la Copa del Mundo USA 94, Maradona menospreció las posibilidades de nuestra selección y nos enrostró los rutilantes pergaminos de la selección gaucha. «La historia demuestra que somos mucho más», dijo la bocaza del «Pelusa».
«La historia se escribe todos los días», le respondió Maturana y se lo demostró en la cancha con el histórico 5-0, quizá la peor humillación que haya recibido el soberbio combinado argentino.
El 89 marcó el cenit de su carrera deportiva. Ese año Nacional ganó la Copa Libertadores y él fue el protagonista central de la gesta. La final se jugó ante Olimpia del Paraguay. Cuando terminó el partido de vuelta, que se jugó en Bogotá, los equipos estaban empatados en puntos y en goles, circunstancia que obligó a una definición por tiros desde los doce pasos. Entonces fue la noche de Higuita, que atajó tres penales y convirtió otro, actuación que resultó decisiva en la conquista del título más importante en los anales del fútbol colombiano. Higuita tocó el cielo, su pase se cotizó en una suma que tenía seis ceros en dólares y fue declarado el mejor portero del mundo en una encuesta realizada entre cronistas deportivos de América y Europa.
Después de la cima sólo se puede caer, es una ley; pero hay caídas de caídas y la suya, hay que decirlo, fue aparatosa. Al año siguiente Colombia fue al mundial de Italia después de un ayuno de veintiocho años (el último mundial en que habíamos participado fue el de Chile, en 1962, cuando el histórico 4-4 frente a la Unión Soviética). El equipo empezó bien y clasificó a la siguiente ronda empatando 1-1 con Alemania en un partido jugado de tú a tú. Luego enfrentó a Camerún, ocurrió lo que ocurrió y el nombre de Higuita quedó en la picota pública. Fue una gran frustración nacional y la ira de la fanaticada por la eliminación recayó sobre él.
En 1991 las cámaras de televisión lo mostraron entrando a La Catedral para visitar a Pablo Escobar y el mundo se le vino encima. Él se defendió bien: “Pablo es mi amigo”, dijo, “y uno tiene que estar con los amigos, en las buenas y en las malas”. Pero Pablo era el monstruo que andaba sembrando bombas en las calles de las principales ciudades de Colombia, el asesino de Galán, el enemigo público número uno y nadie pudo entender que un hombre así pudiera gozar del aprecio de un héroe nacional. Finalmente, todos lo quisimos un poco menos.
En realidad la actitud de Higuita era un buen reflejo de la inocultable empatía existente entre los capos del narcotráfico, el fútbol, las modelos, las reinas y muchos sectores de la sociedad colombiana. La devoción que las clases populares de Antioquia le profesaban a Pablo Escobar era muy semejante a la simpatía del pueblo de Cundinamarca por Gonzalo Rodríguez Gacha y a la admiración que despertaban los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez en la clase media del Valle, y la clase política se entendía muy bien con todos estos esforzados exportadores, y buena parte de la población colombiana simpatizaba con los paramilitares. En medio de este panorama, era apenas natural que un muchacho que venía de las que barriadas de Medellín idolatrara a Pablo Escobar.
Hay que reconocer también que el nuevo Dorado del fútbol colombiano coincidió con la bonanza del narcotráfico en los años ochenta. Prueba de ello es que los equipos que dominaron el decenio, Nacional y América, fueron justamente los favoritos de los capos. Ratificando su vocación agrícola y una economía cimentada durante décadas en las bondades de nuestro café, el país cerraba el siglo obteniendo el grueso de sus divisas de otro arbusto, la coca.
En 1992 Higuita probó suerte en el Atlético Valladolid de España pero no le fue bien y comprobó en nalga propia lo dura que es la banca.
En 1993 medió en las negociaciones que condujeron al rescate de la hija de un amigo suyo, secuestrada en Medellín. Higuita les entregó a los secuestradores trescientos mil dólares y recibió cincuenta mil de comisión de manos de su amigo, el padre de la secuestrada. Este tipo de gestiones estaban prohibidas por la legislación colombiana, y el futbolista purgó seis meses de cárcel en La Modelo de Bogotá. El encierro lo privó de hacer parte de la selección que nos representó en el mundial de Estados Unidos, vitrina que pensaba aprovechar para reivindicarse ante el mundo.
Esta “vuelta” podía calificarse tan humanitaria como su visita a Pablo Escobar, pero también esta vez los medios fueron duros con él y le enrostraron su prontuario: la eliminación del mundial de Italia, La Catedral, el rescate, los continuos actos de indisciplina con sus equipos (con frecuencia faltaba a los entrenamientos o se evadía de las concentraciones) y el puñetazo que le metió al periodista César Augusto Londoño, su más implacable censor. En su defensa hay que decir que la secuestrada y su familia siempre agradecieron la gestión de Higuita, como ellos mismos contaron en el documental de Netflix sobre la vida del arquero.
Luego la fortuna le dio dos respiros: el primero fue en 1994, cuando se coronó campeón del rentado colombiano con el Nacional. El segundo tuvo lugar el siete de septiembre del año siguiente, con ocasión de un partido amistoso entre Inglaterra y Colombia en Wembley. En el minuto veintidós, ante un disparo de Jamie Rednapp, Higuita se lanzó en plancha, dejó pasar el balón sobre su cuerpo y lo rechazó de taco con los pies. La maniobra, de muy difícil ejecución, había sido bautizada con el nombre de “El escorpión” por el futbolista mejicano Hugo Sánchez, que nunca la pudo ejecutar en un partido. Los noticieros del mundo la repitieron hasta el cansancio y la convirtieron en la jugada más retransmitida por la televisión en toda la historia del fútbol, superada tan solo por el gol que Maradona le hizo a la misma Inglaterra luego de dejar en el camino a media docena de perplejos rivales.
En 2004 su prueba de orina dio positivo para alcaloides en un control rutinario antidoping del torneo ecuatoriano, y su club, el Aucas, le aplicó una cláusula del contrato y lo echó del equipo. Para completar, también perdió su empleo como entrenador de arqueros de la Selección Ecuador.
Su última aparición pública la hizo en el reality Cambio extremo, un programa donde el jugador se sometió a una serie de intervenciones que le borraron las «patas de gallina», le rectificaron el tabique y le perfilaron la nariz, le borraron los lunares y las manchas del cutis, le remarcaron «la chocolatina» del abdomen y le rediseñaron la sonrisa.
El 25 de diciembre de 2005 la televisión mostró a un René Higuita casi bello, sonriéndoles a las cámaras con unos dientes más grandes y más blancos, abrazando a sus amigos, a su esposa y a sus tres hijos, saboreando el resplandor de los que pueden ser los últimos flashes que los fotógrafos le disparen. Como ya le chuparon el jugo, ahora escupirán el bagazo.
En 2008, Higuita fue arrestado en Estados Unidos por posesión de cocaína, cuando ingresaba para participar en un programa de televisión. El exarquero se declaró culpable y recibió una condena de cuatro meses de prisión y dos años de libertad condicional. En 2010, Higuita se vio envuelto en un escándalo cuando se conoció que había tenido una hija por fuera del matrimonio. El exarquero admitió su infidelidad y pidió perdón públicamente a su esposa y a sus hijos, y reconoció a la niña, que hoy tiene una buena relación con sus hermanos medios y con la esposa de Higuita.
En 2016 fue denunciado por agredir física y verbalmente a un hincha del Atlético Nacional que lo insultó luego de un partido. El exarquero alegó que se limitó a defenderse de una provocación.
Tomó parte en un nuevo reality, «La isla de los famosos: una aventura pirata» y su secuela «La gran apuesta», del canal RCN, ambos basados en el formato «sobrevivientes», junto a los futbolistas Leonel Álvarez y Ricardo «El Gato» Pérez. En estos shows ganó aún más notoriedad al correr desnudo por las playas. Celebró su cumpleaños número 58 el 27 de agosto de 2024 y recibió un homenaje de la Conmebol como el «escorpión» que dejó su marca en el mundo del arco.
En la actualidad es un padre de familia que conserva unido al clan y goza del amor de sus hijos y de su esposa, Magnolia Echeverry, una mujer muy bella que le dio el sí a Higuita por intermediación del entrenador Francisco Maturana, el celestino de ese romance, pesar de que a ella le gustaban los hombres guapos, como confesó en el documental de Netflix grabado en 2023.
A juzgar por las declaraciones suyas y las de parientes y técnicos entrevistados para el documental, Higuita vive en su finca en Guarne, Antioquia, una madurez con tranquilidad de conciencia y de bolsillo. Los defensores del tremendismo de Higuita sacan a relucir las estadísticas y recuerdan que él es, con 43 goles anotados, el tercer Arquero más goleador de la historia del futbol (solo lo superan el brasilero Rogerio Ceni con 132 goles y el paraguayo José Luis Chilavert con 62), casi todos con «pelota quieta», claro, tiros libres y penaltis. Los técnicos que lo dirigieron coinciden en que su liderazgo en la cancha tenía un peso clave en el rendimiento de los equipos y en el fervor de las tribunas, y que sus salidas del área eran parte esencial de sus actuaciones.
También sale bien librado en lo personal. Higuita conserva sus amigos del barrio, tiene buenas relaciones con los hijos y su esposa Magnolia reconoce que «vivir con René no es fácil pero ha valido la pena».
