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“He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos, arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo, pasotas de cabeza de ángel consumiéndose por la primigenia conexión celestial con la estrellada dínamo de la maquinaria de la noche...” lee el mexicano Diego Luna frente a un público devoto que ha ido a verlo en el Adolfo Mejía de Cartagena.
“Que, encarnación de la pobreza envuelta en harapos, drogados y con vacías miradas, velaban fumando en la sobrenatural oscuridad de los pisos de agua fría flotando sobre las crestas de la ciudad en contemplación del jazz”, continúa Luna, 56 años después de que el poeta de la generación beat, Allen Ginsberg, hubiera sacudido al mundo y desollado a toda una generación con su lectura pública de Aullido (Howl).
Ginsberg acompañó, en libros de ediciones baratas, a Diego Luna en su adolescencia, como lo hicieron también Jack Kerouac y William Burroughs. Ahora que puede intuir mejor la realidad de esos marginales y que él mismo se lanza en un nuevo viaje de carretera para reencontrarse con un público vivo, Luna decide hacer suyo ese alarido de derrota que, sabe, no es en absoluto una derrota.
Diego Luna, el mexicano gay de la película Milk, el machito inquieto de Y tú mamá también, el hacker de Nicotina, no lleva esta vez ningún personaje encima. Aparece él, el sujeto, desprovisto de caretas, en el teatro, para leer en vivo, para que el público lea a través de sus ojos y de su voz. No es la primera vez que lo hace. Ya en el festival mexicano en Galapa leyó uno de los monólogos de Homero, Ilíada, de Alessandro Baricco.
“Leer en público es una sensación muy rara, porque como actor estás desnudo, estás ahí parado siendo tú, sin ningún personaje encima. Este ejercicio me hace reencontrarme con la razón por la que decidí ser actor”, dice Luna, quien asegura que, por el contrario, en el cine los actores se vuelven simples espectadores de una obra lejana, que muchas veces es irreconocible después del proceso de edición. “El teatro es para el actor como el cine para el director; en el momento final todo está en las manos del actor en el teatro. En el cine es diferente, es tramposo, se hace de manera fragmentada, y la voz final la tiene el director. En el teatro todos los días la historia comienza y culmina, es una experiencia completa. En el cine vas haciendo pedacitos que no sabes cómo se van a ensamblar. El actor en el cine tiene una labor de abstracción total. En el teatro el actor está vivo”, sentencia Luna, con la propiedad del que ha sido capaz de conquistar las tablas, la pantalla grande y el arduo ejercicio de la dirección.
Esa vivacidad que Luna reclama la encuentra por estos días no sólo en sus lecturas en vivo, sino también, y sobre todo, en el ejercicio de dirigir sus historias. “No es lo mismo ser intérprete que autor. Una vez que encuentras la manera de contar tus propias historias te das cuenta de que nada es más personal y emocionante que eso”.
Su primer intento de estar del otro lado de la cámara fue el documental que por tres años realizó sobre el boxeador Julio César Chávez. “Fue un proceso en el que entendí quién era yo y por qué me había acercado a ese personaje. Siento que terminó siendo una historia de un padre y un hijo, y esa es la reflexión en la que llevo toda mi vida después de la muerte de mi madre. Cuando me encontré con la historia de Julio César lo que más me interesó fue su relación con su hijo, las expectativas que pone el padre en él y cómo esas historias de amor definen quién eres. Al final, me di cuenta de que fui capaz de encontrar la claridad para expresar una idea”, explica Luna, que ha traído al Hay Festival su primer filme de ficción, Abel. “En este trabajo como director logré crear una familia creativa en la que a todos les gustaba lo mismo. Ese es el sueño de cualquier huérfano”, dice con gracia.
Este hijo del atrevimiento que tuvieron directores como Alejandro González Iñárritu o Alfonso Cuarón al creer que el cine mexicano podía superar el localismo, este hombre trastocador de barba amanecida que desde los 11 años está actuando, hijo de uno de los iluminadores más reputados de la escena teatral mexicana, sigue teniendo un pie firme en la actuación. De hecho, por estos días se estrenó en Estados Unidos Contraband, una cinta en la que encarna a un traficante mexicano que está intentando negociar un Jackson Pollock. Sin embargo, hay una inquietud de la que ya nadie puede librar a este Diego Luna que se para sobre el escenario a estremecernos con su lectura. Hay una conciencia que lo obligará a aceptar que en un solo cuerpo conviven el actor y el director en un mismo mundo, pero que no comparten la misma realidad.