
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A Tomas Tranströmer algunos de sus contemporáneos le espetaron su carencia de posición política. Su falta de decisión. Su completa indiferencia a la actualidad. Tranströmer, que había preferido graduarse de psicología porque sabía que no viviría de la poesía, permanecía en silencio ante las acusaciones y hacía, en cambio, todo cuanto un poeta debe hacer: escribir. Estaban, por supuesto, equivocados: que estuviera ausente un aire panfletario en sus poemas, y por lo tanto no defendieran un programa político, era una razón insuficiente para calificarlo como apolítico. En su discurso del Nobel, Patrick Modiano recordaba la inevitable ligazón entre el escritor y su tiempo: “Un escritor expresa siempre en sus obras algo intemporal, a pesar de que, como cualquier otro artista, está ligado a su época de manera tan estrecha que no puede evadirla y de que el único aire que respira es el aire de los tiempos”.
Tranströmer no estuvo de espaldas a su tiempo: lo retrató con la destreza propia de la imagen y de la metáfora. Escribía, por ejemplo, “lugares donde los ciudadanos están bajo control,/ donde sus pensamientos están hechos de salidas de emergencia,/ donde una conversación entre amigos se convierte en una prueba de la amistad”. O escribía también: “Los funerales continúan/ una y otra vez/ como las señales de tráfico/ mientras nos acercamos a la ciudad”. Tranströmer reconoció en esos signos de su tiempo los síntomas de su sociedad. Con su destreza para recoger imágenes de la naturaleza, como la luz y la nieve, el poeta sueco supuso desde el principio que la comprensión de sí mismo dependía, en buena parte, de aquello que comprendiera del mundo entero.
En 1954 publicó su primer poemario, 17 poemas, que tuvo éxito en Suecia. 23 años atrás había nacido en Estocolmo y poco antes de ese primer libro se había casado con Monika Bladh. El éxito lo habría podido lanzar a una carrera dedicada únicamente a las letras. Años después consideró, en una de sus pocas entrevistas, que aquel libro hablaba de él y sólo de él, de la poca experiencia que había tenido en la vida. Por eso escogió la psicología como carrera: para conocer el mundo. “Siendo joven —dijo en una entrevista con El País de España en 2011, cuando ganó el Premio Nobel de Literatura—, reconocí que no podía mantenerme ni alimentar a una familia con la escritura de poesía; de modo que elegí una profesión que no perturbase la escritura, sino que le agregase experiencia”. En otro de sus poemas, escribe: “El camino nunca tiene fin. El horizonte se apura hacia adelante”.
En la Revista contemporánea de poesía, el crítico Bill Coyle escribió sobre el poeta: “También existe un aspecto político con respecto al lenguaje. Tranströmer vuelve cada tanto a los modos en que el lenguaje es disminuido y degenerado”. Por eso había en sus poemas música: porque Tranströmer, sobre todo, reconocía que cada palabra era un punto de la partitura y que él, el poeta, debía reconocer su sonido y su afinación. Por eso tocaba piano, y siguió tocándolo después de que, en 1990, la parte derecha de su cuerpo quedara paralizada y casi perdiera la capacidad de hablar: porque la música y la poesía hablan por los hombres. Porque después de escribir, la palabra hablada viene a ser apenas una forma de comunicarse pero no de comprenderse. Porque si uno escribe “y la energía de Dios/ arrollada en la oscuridad”, está hablando de los tiempos, de los hombres, de la cercana muerte de las creencias más arraigadas. A Tomás Tranströmer sus contemporáneos le dijeron que parecía, por momentos, un poeta cristiano. Se equivocaron también: era un poeta del espíritu.
acayaqui@elespectador.com