Introducción
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He escrito este libro con dos objetivos: reconciliarte con la disciplina y enseñarte a ser más disciplinado. Tienes a tu alcance 48 reglas para que las estudies, las comprendas y las pongas en práctica con el fin de que alcances tu máximo potencial y, con él, tu mejor vida posible.
Pero antes de estudiar y poner en práctica las reglas tienes que conocer la respuesta a la gran pregunta: ¿qué es exactamente la disciplina? Mi mejor definición, la que siempre uso, es esta: la disciplina es hacer lo que es debido cuando es debido y en la forma debida. Te cueste o no, te guste o no, te apetezca o no. Punto.
Con esta explicación, te pregunto: ¿cómo sería tu vida si fueras capaz de obrar así? ¿Te lo puedes imaginar? ¿Qué no intentarías? ¿Qué dificultad no podrías superar? ¿Cómo sería tener ese autocontrol? ¿Cómo te haría sentir?
La respuesta a estas cuestiones está ya en camino. Solo tienes que leer este libro, aplicarlo y pronto lo descubrirás. Cada regla es autoconclusiva. He abordado la problemática de la indisciplina desde todos los ángulos posibles para ofrecerte una probabilidad de éxito prácticamente segura a poco que des lo mejor de ti.
Verás que las reglas están divididas en dos partes. La primera, más corta, va dedicada a destruir los prejuicios que la mayoría de las personas tienen contra la disciplina. Y en la segunda pongo a tu disposición todas las estrategias, recursos, consejos prácticos y acciones que conozco para ayudarte a ser más disciplinado.
Primero intentaré convencerte de que ser disciplinado es bueno e imprescindible y después te enseñaré a serlo. No es una promesa pequeña, lo sé, pero es la promesa que me atrevo a hacerte. Y yo nunca juego con las promesas.
Como hice en mi primer libro, Nunca renuncies a ser feliz, iré al grano, seré muy directo y muy claro. Respeto demasiado tu tiempo y tu inteligencia para escribir de otra forma.
Regla n.º 1
Disciplina es igual a paz de espíritu
«Te falta disciplina» es una de las críticas que más oí en mis primeros veinticinco años de vida: en boca de mi padre, de mi maestra de dibujo, de la mayoría de mis profesores del colegio y del instituto, y de los entrenadores que tuve cuando de chaval jugaba al fútbol. «Tienes talento, pero te falta disciplina; acabarás contando batallitas en un bar de mala muerte sobre el genio que eras», me decían. Me parecían exageraciones, críticas de personas resentidas por su falta de talento. De hecho, yo solía decir que la disciplina era el recurso de la gente sin talento.
En el colegio tenía una manía tremenda a los alumnos que siempre hacían los deberes y entregaban los trabajos a tiempo. ¡No podía concebir que hubiese compañeros que incluso pasaban los apuntes a limpio! Creo que no estudié para un examen hasta que oposité para la Policía Local a los veintiún años. No sabía ni cómo se hacía. Uno de mis mejores amigos en primaria era un empollón, y cuando llegaba la época de los exámenes no podía quedar conmigo porque tenía que estudiar. «No me fastidies, tío, ¿en serio?», le decía. Él me respondía que en estudiar radica la diferencia entre sacar un siete y sacar un nueve o más. Yo a eso le contestaba que prefería sacar un siete sin estudiar que un nueve estudiando. Así era yo; estaba convencido de que era el único que entendía todo ese carnaval al que llamamos «vida».
Con el fútbol pasaba lo mismo. Yo era de los buenos, de los muy buenos, pero tenía una mentalidad lamentable. Por ejemplo, solía llegar tarde a entrenar para así saltarme el calentamiento, correr y hacer ejercicios de preparación física. O fingía alguna molestia que desaparecía en cuanto pasábamos a los ejercicios con el balón. «Correr es de cobardes», solía decir tronchándome de risa. «Soy el mejor del equipo; el entrenador no me dejará sin jugar solo por no hacer estos puñeteros ejercicios». Un entrenador al que llegué a querer de verdad me dijo que tenía el talento de un jugador de primera división y la disciplina de un alcohólico en paro de ciento treinta kilos de peso. Escuché a escondidas a ese mismo entrenador decirle a mi padre: «Tu hijo podría llegar a ser profesional, pero sin disciplina no jugará ni con aficionados». Se quedó corto, a los dieciocho años dejé de jugar. Ya lo decía Robert de Niro en Una historia del Bronx: «No hay cosa más triste que el talento malgastado; ya puedes tener todo el talento del mundo, que si no haces lo que debes no consigues nada».
La verdad es que no sé si habría llegado lejos en el fútbol o en los estudios, pero sí sé que la disciplina era la única forma de averiguarlo. Y yo no tenía ninguna. No es que piense demasiado en ello; me encanta mi vida actual y no cambiaría nada de lo sucedido en el pasado, pues todo ha sido necesario para llegar hasta aquí, hasta este momento en que estoy escribiendo nada más y nada menos que mi segundo libro, pero a veces me pregunto: «¿Qué habría pasado con mi vida si hubiese aprendido antes a ser tan disciplinado como lo soy ahora?». Y siempre termino encontrando la respuesta. La respuesta es que no me estaría haciendo esa pregunta porque lo habría descubierto.
La disciplina es la fuerza de los humildes de corazón.
La disciplina aporta mucha paz interior porque sientes que has hecho todo lo que podías hacer. Echas la vista atrás, a algún fracaso, y no te dices que lo podrías haber hecho mejor o que podrías haber hecho más. No, al contrario, te dices que lo diste todo y que no lo conseguiste porque sencillamente no tenía que ser. Punto. Y eso, con los años, se convierte en un gran tesoro porque te reconcilia con el pasado, con los fracasos y con las derrotas. Mis únicas lamentaciones son de mi época predisciplina. Si no me martirizan ni me pesan es porque al final comprendí la lección y me lancé en brazos de la disciplina. Y hasta el día de hoy no hay un solo momento en mi vida en que me pregunte apenado: «¿Qué habría pasado si hubiese sido más…?». No. Gracias a la disciplina que me acompaña desde hace casi quince años no tengo ningún asunto pendiente. Ha habido derrotas en mi currículum desde entonces, claro que sí, pero no me duelen porque lo di todo, no pude hacer más. Si alguna vez las recuerdo, siempre acabo diciéndome una de mis frases favoritas: «No debía convenir, no tenía que ser».
Mi madre me exhortaba una y otra vez a que lo diera todo y aceptara el resultado, fuera el que fuese: «Tú haz todo lo que puedas y, aunque no te alcance, te quedarás en paz». Jamás me exigió sacar sobresalientes ni cosas así; en el fondo solo me pedía que fuese disciplinado. Nada más. Pero yo no le hacía caso; creía que eso no servía para nada. Está claro que la arrogancia y la disciplina no casan. La disciplina es la fuerza de los humildes de corazón; es el poder de aquellos que son conscientes de sus limitaciones; es la voluntad de los que saben que la vida es dura y hay que darlo todo. Fin.
Solo entonces podrás descansar sobre tu pasado, tumbarte en el sofá o en la cama y sentirte con derecho a hacerlo. Recuerdo que cuando era más joven e indisciplinado me sentía culpable por no estar haciendo algo con mi vida. Eso no pasa nunca con la disciplina. Descansas y te sientes a gusto porque sabes que has hecho lo que tenías que hacer. A mis clientes deportistas profesionales, aunque hayan perdido, si lo han dado todo y se han entregado por completo, les digo: «Ahora te toca descansar, te lo has ganado. Puedes estar tranquilo». Yo creía que la disciplina no servía para nada, pero como mínimo sirve para descansar y mantener a raya los remordimientos. Siento que su mejor premio es ese: contribuir enormemente a la paz de espíritu.
La frase «Si haces lo debido conseguirás lo que te propongas» es mentira. La disciplina no te hace esa promesa, no te asegura la victoria, pero sí te garantiza descubrir si era posible o no. Y te permite quedarte en paz con ello para el resto de tu vida.
Regla n.º 2
Uno no nace disciplinado, uno se hace disciplinado
«Joan, para ti es fácil porque tienes mucha disciplina», suelen decirme. Tiene gracia porque me lo dicen como si la disciplina fuese algo innato. Ojalá hubiera sido así. Pero no, uno no nace disciplinado, uno se hace disciplinado, aprende la habilidad de la disciplina. Y, como toda habilidad, al principio cuesta mucho aplicarla, pero cuanto más se practica más se mejora. Así de sencillo, que no fácil.
«Si yo pude, tú también puedes» es una frase que no me gusta nada porque suele usarse mal. Pero, por una vez, recordando mi falta absoluta de disciplina durante más de la primera mitad de mi vida, voy a utilizarla y te voy a decir muy alto y claro: si yo pude volverme disciplinado, tú también puedes.
Mira, en mi primer año de instituto tenía todos los exámenes aprobados con notables o excelentes y, sin embargo, me hicieron repetir curso porque no entregué nunca ningún trabajo ni hacía los deberes. Repetí curso, sí, y perdí un año entero por mi indisciplina; en el primer trimestre suspendí nueve de las doce asignaturas, incluida educación física.
En verdad, creo que nadie nace siendo disciplinado o indisciplinado, uno simplemente aprende a ser una cosa o la otra. Aun así, es cierto que hay cosas con las que uno nace. Por ejemplo, yo no hice nada para ser introvertido o solitario y no podría cambiarlo ni queriendo. No hice nada para tener el pelo moreno o nacer en Mallorca. Y tampoco es mérito mío la curiosidad por buscar y acumular conocimiento o el amor por la lectura.
No eres culpable de no tener aquello que no puedes aprender, pero sí de no tener aquello que podrías aprender y que, además, mejoraría enormemente tu vida. Y en esta categoría de cosas está, entre las mejores, la disciplina.
Recuerdo un caso muy especial con un cliente, hará un par de años a lo sumo. Se parecía a mí cuando yo era más joven. Tenía veinticuatro años y era un indisciplinado de manual. Comenzó las sesiones conmigo porque su padre se las pagó y le dio un ultimátum: «Si no te arregla Joan Gallardo, te saco de casa, me tienes hasta los co…». No era mal chaval, pero sí un desastre. Todo lo hacía mal. Llegó diez minutos tarde a nuestra primera sesión y apenas tardó unos minutos en decir: «Perdona, es que soy así». No me enfadé porque era como ver al Joan del pasado pero en directo, más bien me hizo mucha gracia. En un momento de nuestra primera sesión le pregunté a qué hora se iba a dormir y, para sorpresa de nadie, me dijo que no lo sabía, que algunos días a las dos de la madrugada, otros a las tres, algunos días «más temprano, a eso de la una», etcétera. Le pregunté a qué hora se levantaba por la mañana y me dio dos respuestas: «Cuando termino el sueño, a eso de las once o las doce, o cuando mi padre se cabrea y viene él en persona a despertarme». También le pregunté si eso le hacía sentirse bien consigo mismo. Me contestó que no, pero que qué se le iba a hacer, él era así. Entonces le propuse que se fuera a la cama, sin televisor ni teléfono móvil, a las doce de la noche y que se levantara, sí o sí, a las ocho para salir a buscar trabajo. A él le pareció que casi le estaba pidiendo un riñón, y medio pulmón, pero al final accedió cuando le recordé que debía escoger entre hacerme caso a mí o consentir que su padre lo echara de casa.
—¿Y si no encuentro trabajo? —me dijo.
—No depende completamente de ti que te den trabajo, pero sí depende de ti irte a dormir y despertarte a una hora más adecuada. Estoy siendo bastante benevolente, las doce de la noche es muy tarde y las ocho de la mañana no es demasiado pronto, así que no te quejes. O quéjate, pero haz lo debido. Al levantarte, te duchas, te peinas, te vistes bien y te vas a dejar currículums por la ciudad. Si haces eso, yo estaré satisfecho aunque no consigas trabajo, y daré la cara por ti ante tu padre si hace falta. Al menos, de momento.
Para qué engañarnos, le costó mucho. El primer día lo llamé por teléfono a las ocho y cuarto, y seguía durmiendo. Otro día le envié un mensaje a la misma hora y me dijo que estaba en la calle, buscando trabajo. No me lo creí, de modo que le hice una videollamada, sin obtener respuesta. Llamé a su madre, le pedí que fuese a su habitación y me dijera si estaba aún en la cama. Y sí, allí estaba. Tremendo. Pero, poco a poco, fue mejorando su actitud y comenzó a seguir mis consejos. Sus padres no podían creérselo. El joven no encontraba trabajo, pero lo intentaba todos los días. El padre, al comprobar aquella nueva disciplina en su hijo, decidió apostar por él y le pidió a un conocido que le diese una oportunidad ofreciéndole un trabajo. Este le dijo que lo tendría a prueba un mes y que, si no le convencía, no le daría el puesto. Hoy, el chico sigue en ese trabajo, y ya es encargado.
No eres culpable de no tener aquello que no puedes aprender, pero sí de no tener aquello que podrías aprender. Ese joven aún es cliente mío y de vez en cuando recordamos aquellos primeros días. En sus propias palabras: «Todo empezó ahí, con esa primera pizca de disciplina que me obligaste a asumir, todo lo demás, todo lo conseguido, llegó desde ese punto. Al principio te odiaba, Joan. Pero cuando comencé a sentirme mejor conmigo mismo y vi que podía llegar a ser una persona disciplinada entendí el porqué de todo aquello».
Quizá no hayas nacido con el don de la disciplina pero seguro que no has nacido privado de la posibilidad de llegar a aprender tal virtud.
Te lo digo alto y claro: si yo pude, tú también puedes.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Joan Gallardo (Manacor, Mallorca, 1984) es escritor, mentor y padre de dos hijos. Lleva muchos años reflexionando, leyendo y estudiando sobre la vida, la felicidad, la fortaleza, el miedo y la paz interior. A través de su blog, de sus redes sociales, del pódcast Diario de Joan Gallardo y de sus inspiradoras conferencias, Joan comparte su conocimiento y su fiolosofía de vida con un único objetivo: ayudar a las personas a vivir mejor y a ser más felices. “Nunca renuncies a ser feliz” fue su primer libro. www.joangallardo.es Instagram: @joangallardo.es YouTube: @joangallardo