Alberto Pacheco Balmaceda: el hombre del acordeón 'terciao'

El músico barranquillero corría sin que nadie lo detuviera detrás de saber más sobre ese instrumento que le había cambiado la vida. En 1971 se consagró para el vallenato y fue pieza clave en la creación del Cesar como departamento.

Félix Carrillo Hinojosa*
21 de enero de 2018 - 07:06 p. m.
Alberto Pacheco Balmaceda triunfó en el Festival de la Leyenda Vallenata en 1971.  / Cortesía
Alberto Pacheco Balmaceda triunfó en el Festival de la Leyenda Vallenata en 1971. / Cortesía

Alberto Pacheco Balmaceda fue un hombre que lo tuvo todo, pero siempre lo cubrió la mala fortuna de estar en el lugar equivocado y enfrentado al contrincante que no debía. Fue formado para triunfar, pero ese hecho iba en contravía de lo que lograba. En Barranquilla, su tierra natal, le permitió estar desde niño con los sonidos musicales, que emitía un viejo piano que era recorrido por las manos envejecidas de su abuela. Ese fue su primer llamado en la música. Luego, es el maestro Pedro Biava quien lo metió por el camino de la formación académica del solfeo, la escritura musical y la guitarra, al tiempo que en el Colegio Biffy, su afición por la pintura le daba ciertas ventajas sobre sus compañeros. A los diez años ya tenía decidido el rumbo de su vida: era la música y nada más que ella, la dueña de lo que sería en un futuro de todo lo que supiera a él.

En plena adolescencia, hubo un hecho que le marcó para siempre y que le hizo cambiar su pasión instrumental. Desde ese instante quedaron atrás la guitarra y el piano, al aparecer el acordeón como una bendición pensó él, pero que con el tiempo no fue más que un sino maldito el haberse enamorado de ese instrumento.

Él pasó por la 72 con 46, donde estaba ubicado el estadero Mediterráneo, sitio de diversión, en donde actuaban músicos reconocidos. Se asomó atraído por el sonido que emitía un acordeón de tres hileras. Preguntó quiénes eran esos músicos. Uno a uno fue detallado. En el acordeón, el maestro José María Peñaranda, nada menos que el creador de obras, que tenían un furor en todo el País y fuera de nuestro territorio: “Me voy pa’ La Habana”, “Se va el caimán” y “La cosecha de mujeres”; cerca a él, los no menos famosos Antonio María Peñaloza, el musicalizador de la obra “Te olvidé”; y Rafael Mejía el connotado autor de temas como “Martha la reina” y “Paisaje”.

Ese trío lo atrajo, pero más lo que salía de ese acordeón. Pensó para sus adentros: “que piano ni que guitarra, lo mío es ese instrumento”. Desde ese momento su amor se volcó al acordeón. Donde estuviera ese instrumento, ahí se quedaba horas interminables viendo cómo recorrían los dedos de los acordeoneros y le sacaban música. Se hizo intérprete del acordeón solo. Nadie le tomó la mano y le hizo recorrer esas hileras de botones.

Con tan solo 17 años y con un entusiasmo por el acordeón, que siempre fue desbordado, conoce en las calles de “Las vacas” a Esteban Montaño Polo, un hombre metido hasta los tuétanos en la música. Era tiempo de carnaval. Se acercó a él y le dijo: “yo toco acordeón”. “Y, ¿qué más?”, le dijo el creador de “Por ella” y coautor de “La Cumbia Cienaguera”. “Quiero aprender más del acordeón y estar con gente como usted. Sé que usted es amigo de Guillermo Buitrago”. “Ve, pelao, déjate de estarme con eso de usted. Vamos al grano. Si quieres ser acordeonero, tienes que meterte al fango de la música, tienes que perder la virginidad musical. Sufrir, llorar, reír y a veces, hacerte el pendejo con tantas vainas que pasan en esta vida con el nombre de la música”. Pacheco lo escuchó en silencio. Solo atinó a decir: “Sí”.

Alberto Pacheco Balmaceda corría sin que nadie lo detuviera detrás de saber más de ese instrumento que le había cambiado la vida. Donde estaba Luis Enrique Martínez, Abel Antonio Villa, Alejandro y Nafer Durán o “Pacho” Rada, él estaba ahí tras los secretos del acordeón. Se volvió un peregrino buscador de todo lo que tuviera que ver con ese instrumento que votaba bocanadas musicales con solo abrir y cerrar, al tiempo de posar sus dedos en los botones.

Las emisoras en Barranquilla, los radioaficionados, los radioteatros, los fotógrafos y la bohemia que construía la música se dieron cuenta de que esa música recién llegada del campo tenía algo diferente. Esos acordeones y sus ejecutantes se unían en un rictus comprensible que a todos les llamaba la atención. Se volvió una moda de presentar grupos con esa música en todos los sitios que tuviera que ver con la música. Él soñaba con ser el próximo invitado y poder mostrar todo lo que había avanzado en las clases que él mismo dirigía.

Su primer tropezón lo tuvo muy joven. Nada menos que con el más aventajado de todos, quien ese día no llegó al compromiso que tenía en el Planetario. Ante la ausencia del músico Luis Enrique Martínez, le tocó suplirlo para su malestar eterno. Allí junto a los músicos de éste hizo su primera presentación en público, lo que le sirvió para hacerlo posteriormente en discos Eva de Barranquilla con su agrupación Los Campesinos del Magdalena.

Desde ese momento entró en el grupo de los oponentes de Martínez, un hombre de carácter fuerte y quien poco perdonaba. Esto dio inicio a un eterno duelo personal y musical permanente.

Muchas grabaciones realizó debido a que empezó a ganar su espacio como un estudioso del acordeón. Al conformar el grupo Los Cumbancheros de Pacheco con el fin de emular al músico Martínez Argote, quien puso a todos a pensar con el éxito “La cumbia cienaguera”. Él no se quedó atrás y poco tiempo después publicó su obra “Cumbia de Santo domingo”, que tuvo una importante aceptación.

Con 24 años fue invitado al Concurso Nacional de la Belleza en Cartagena, en donde alterna con la agrupación musical de Bovea y sus Vallenatos. Posteriormente grabó los doce cantos del maestro Leandro Díaz por sugerencia del cantor de Atanquez, Fernández Mindiola, proyecto musical que catapultó la presencia del músico barranquillero en el mundo vallenato, del que se desprendió la obra “A mi no me consuela nadie”. Este hecho marcó a Pacheco Balmaceda, quien decide ir a la fuente de los cantos vallenatos. Se marchó a Valledupar en busca de mayor conocimiento de la música y del aprendizaje de su amado instrumento.

En ese periplo se da la mano con reconocidos valores del vallenato como “Colacho” Mendoza en el acordeón, Cirino Castilla en la caja, Adán Montero en la gucharaca; el coloso de la autoría Rafael Escalona y los hermanos Pavajeau Molina. El escenario no podía ser el más propicio, para demostrar lo que sabía sobre su acordeón: Café la bolsa, Bar Germania y Rey de los Bares, puntos de encuentro donde la parranda vallenata lograba su mayor éxtasis. Los retos no se hicieron esperar.

Mientras él llegaba a un terreno extraño con la única compañía de su acordeón, en esos sitios lo esperaba un contingente de acordeoneros que no tenían otro propósito que ganárselo para demostrar que en asuntos del toque vallenato, nadie lo hacía mejor que ellos. En ese afán del colectivo en contra de Pacheco, le tocó al barranquillero batirse a pura nota limpia, sin ninguna ayuda con los que estaban ahí: Víctor Camarillo, “Chema” Martínez, Luis Castilla, Víctor Silva, Aniceto Molina, Ovidio Granados, Carmencito Mendoza y Julio Vil, sin dejar por fuera al portento Nicolás Elías, la carta de mayor uso por parte de los vallenatos, que como especie de gallo en cuerda estaba siempre listo para la pelea musical.

En la década del 60 fue protagonista de grandes encuentros musicales, cuyos escenarios fueron el teatro Caribe y el estadero La Giralda, donde le tocó batirse con su acordeón a los propios de esa ciudad y a los que llegaban atraídos por la bulla musical que producía el acordeón. Su reconocimiento crecía y es por eso que el cantautor Pedro García, pionero del canto raizal vallenato lo invita a hacer unas grabaciones en discos Bambuco, al lado de Esteban Salas, Pablo López y Ricardo Cárdenas, de las que se destacan “Canto al Tolima” y “La Muerte del Comisario”.

Valledupar lo llamaba como cuando una cometa pide hilo. A esta ciudad se vincula y decide buscar un barrio musical y no podía ser otro que el Cañaguate, donde se afinca con su compañera sentimental y sus dos hijos. Ya no era un desconocido. Todos sin excepción le tenían respeto. Su amistad crecía con el mundo vallenato, al punto que sirvió de importante enlace en la construcción de un sueño independentista: el departamento del Cesar. Su acordeón, que ya no era barranquillero, permitió musicalizar esa gesta. Su obra “Departamento del Cesar”; y “Añoranzas del Cesar” de Santander Durán Escalona, son las primeras piedras musicalizadas que dan origen a la creación de un departamento.

Después de su labor a favor de la creación del Departamento del Cesar, comienza la organización del festival vallenato en busca de atraer la atención sobre las festividades religiosas de la Virgen del Rosario, con entusiasmo se había preparado, pero no pudo participar debido a unos compromisos en Maracaibo, Venezuela, que lo contrató para unos eventos culturales. Para el segundo festival decidió no presentarse, debido a la gran amistad que lo unía a “Colacho” Mendoza, quien previamente había anunciado su participación.

Como un buen batallador de las lides vallenatas, 1971 fue el año de su consagración musical. Todos los críticos daban por descontado que Pacheco le ganaría en el Festival de la Leyenda Vallenata al superar archifavorito de este evento, Luis Enrique Martínez. Pacheco Balmaceda pensó que el músico guajiro ya había olvidado el incidente en Barranquilla. Pero no fue así, el aguijón que le hablaba al oído al músico Martínez Argote, no dejaba de machacarle: “hay que derrotarlo, hay que derrotarlo”.

Toda esa noche, en el Festival, fue música. El respaldo que tuvo Alberto Pacheco Balmaceda fue único. Rodolfo Castilla en la caja y Adán Montero en la guacharaca, fueron el detonante para que ese triunfo tuviera el rotulo de su nombre. Sin embargo, la decisión fue cuestionada por un sector del público.

Durante su año de reinado se dio a la tarea de promocionar la música vallenata en cuanto evento era invitado. Ese triunfo para Pacheco Balmaceda fue una marca peor que la puesta a los esclavos traídos al nuevo mundo. Nunca pudo superar el señalamiento por todos de un hecho en el que él no tenía culpa de nada. Solo hizo lo que su alma le dictaminó: tocar acordeón, que a la postre se volvió lacerante cual conjuro.

Él empezó a vivir los cambios que estaba gestando la música vallenata. Con el olfato de músico veterano decidió sin fortuna darle paso a la total separación del canto con el ejecutante del acordeón. Para ello hizo varios intentos con los cantantes Jorge Quiroz, “Beto” Martínez y José Álvarez, quienes no dieron los frutos esperados. Totalmente abandonado, Pacheco regresa en 1983 a Valledupar en busca de sus amigos y a tratar de rearmar su conjunto, a montar un taller como técnico de acordeones, que le diera las herramientas para finalizar un método de su invención para el aprendizaje del acordeón y la guitarra. Nada de eso tuvo eco en esa tierra. Todos fueron sordos e ingratos en esos momentos difíciles. Ese tratamiento aceleró su muerte, que lo sorprendió en una modesta habitación de un hotel, el 25 de septiembre de ese mismo año.

Contados amigos y los directivos del Festival de la Leyenda Vallenata le acompañaron en ese final triste para un hombre que le apostó todo a lo que le sacaba a su acordeón, pero hasta el instrumento también lo abandonó y eso que un día le cantó: “mi acordeón es una fuente de música inagotable”.

*Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.

Por Félix Carrillo Hinojosa*

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