Alfredo Gutiérrez, un rebelde con causa

A la víspera de sus 80 años, que celebrará en abril, el legendario músico será objeto de un homenaje este domingo 29 de enero en el Festival Centro, en Bogotá, con un concierto gratuito. Perfil de una figura imprescindible en nuestros sonidos.

Jaime Andrés Monsalve B. * Especial para El Espectador
29 de enero de 2023 - 02:00 a. m.
Alfredo Gutiérrez, "El rebelde del acordeón", tres veces Rey vallenato. / Ilustración: Viviana Velásquez
Alfredo Gutiérrez, "El rebelde del acordeón", tres veces Rey vallenato. / Ilustración: Viviana Velásquez
Foto: Ilustración: Viviana Velásquez

En marzo de 2017, dos meses antes de que la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata decidiera que la entrega del galardón al rey de reyes se otorgaría cada cinco años y no cada diez, como ocurría desde 1987, los ojos y oídos de los aficionados estaban puestos en la figura de Alfredo Gutiérrez. A menos de un mes de cumplir sus 74 años, todos estaban convencidos de que se trataba de la última oportunidad para que el tres veces rey vallenato y el dos veces ganador del Campeonato Mundial del Acordeón en Colonia (Alemania), se llevara el último y más preciado palmarés del género. Si no era esta vez, tal vez ya no sería nunca.

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Incluso Rodolfo Molina, presidente de la Fundación, le había enviado una carta instándolo participar en la contienda. Este servidor se contaba entre los expectantes fanáticos. “Voy a estar presente en Valledupar durante el Festival, pero mi participación en un evento privado se cruza con las fechas del concurso”, me dijo, sin una expresión particular, con la seguridad de quien lo ha vivido todo; convenciéndome además de algo que apenas sospechaba: que Alfredo de Jesús Gutiérrez Vital no fue rey de reyes vallenato porque no le vino en gana.

Tenía toda la razón el locutor barranquillero Pedro Juan Meléndez cuando, en 1969, habiéndose retirado en plena tarima del Segundo Festival Vallenato, dejando al público enfebrecido, decidió manifestar al aire: “Señoras y señores, ha nacido un rebelde del acordeón”. Sería el mote que lo ha acompañado por el resto de su vida, con el cual se ha sentido plenamente identificado.

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“Es que yo me he preocupado de decir cosas en el acordeón cuando nadie más se atrevía”, me dijo también en aquella entrevista previa a la edición 50 del Festival. Una vida entera dedicada a extraer del instrumento sus posibilidades más pirotécnicas y comunicativas (“tremendista”, al decir de su colega Lisandro Meza), sumado ello a su carisma de showman en escena, dueño de una hiperactividad rayana en lo epiléptico y una voz que se mantiene tan limpia como en su debut discográfico con Los Corraleros de Majagual, en 1962, le ha valido con creces el remoquete.

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Alfredo Gutiérrez es una referencia en la ejecución del acordeón, tanto en sus cuatro aires vallenatos tradicionales como en las manifestaciones de la cumbia y las sonoridades sabaneras, incluso a pesar de él mismo. Mirado de soslayo por la ortodoxia, se sabe respetuoso de la música, aunque se halle en las antípodas de la tradición.

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En 1986, el músico grabó una dedicatoria a cierto compositor en quien se veía reflejado: “Amadeus, Amadeus Mozart, / genio y loco profesor, / yo también en Valledupar / soy un loco innovador”. La letra había sido sobrepuesta a una simpática versión en acordeón, con efectos de sintetizador, del allegro de la Sinfonía N.° 40 del austríaco. Quedaba reflejada ahí su percepción acerca de sí mismo, nada lejana de la realidad.

Corazón de acero de Alfredo Gutiérrez

El joven acordeonero que se plantaba con ímpetu frente a los micrófonos de los estudios de Discos Fuentes desde principios de la década del 60 distaba mares del Alfredo de 12 años, el pequeño asustadizo que había tenido que dejar su natal Paloquemao, corregimiento de Corozal, Sucre, para acompañar a su padre a tratarse un cáncer en Bogotá y le tocó paliar la afectada economía familiar cantando y tocando en buses un par de meses, padeciendo incluso el robo de su instrumento.

Una escala en Bucaramanga previa al regreso a casa cambió su destino y ayudó a endurecerle el cuero. Un profesor de música logró convencer a don Alfredo Enrique, el padre, de enrolarlo en un naciente proyecto llamado Los Pequeños Vallenatos. En la guitarra y voz se encontraba un mozalbete nortesantandereano llamado Arnulfo Briceño, dueño de una muy propia y particular historia en la música de nuestro país; al igual que Víctor Gutiérrez, el pequeño acordeonero y futuro compositor de renombre que terminó reemplazando a Alfredo cuando los quebrantos de salud del progenitor lo obligaron a volver al pueblo.

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La muerte del padre lo sumió en una suerte de catatonia de la que solo se recuperaría cuando un par de amigos, los hermanos Barbosa, en Corozal, lo sorprendieron con un desvencijado acordeón para pedirle que les enseñara a tocar. Imposibilitado a negarse, sugirió acudir al más prestigioso de los restauradores de instrumentos conocidos en la región: Calixto Ochoa. Allá llegaron, hasta su taller en el barrio sincelejano de Majagual, donde empezó su indisoluble amistad. “Calixto fumaba, y yo, que lo admiraba tanto, me compraba un paquete de cigarrillos nada más para que él me lo viera en el bolsillo y caerle en gracia”, me contó.

Ochoa ya llevaba algún trecho como cantante, compositor y ejecutante del acordeón. Él empezó a darle oportunidades en sus conciertos a un muy joven Alfredo, que demostraba de qué material estaba hecho desde que sus dedos se posaban en las botoneras. Con su anuencia llegó hasta Discos Fuentes, primero como apoyo instrumental de otros artistas, luego como figura esencial de Los Corraleros de Majagual, la más importante all-stars nacida en este suelo, nuestra Sonora Matancera criolla.

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Se dice que Los Corraleros nacieron para tratar de desbancar al muy popular guarachero Aníbal Velásquez. La verdad del asunto fue que Antonio Fuentes simplemente quería unir en su sello en una sola producción discográfica a Gutiérrez con Calixto y César Castro, singular y única trinidad acordeonera. Quedaban para la posteridad, como prueba de lo que vendría, La paloma guarumera, Festival en Guararé, Amor viejo, El burro muerto y muchas más, allende el canto, como ejecutante del acordeón.

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Pero a Aníbal Velásquez, siempre imponente como sus 1,80 de estatura y su fisionomía caballar, no le molestaba regar el cuento de esa rivalidad. Una singular piqueria vallenata llevada al disco en la década del 70 parecía dar por cierta la animadversión. Aníbal lo llamó “Carechoque”, y Alfredo ripostó revelando que a su colega “le falta un dedo”. “Ahí siempre metieron mano los empresarios, que son avispados, y se inventaron una pelea para hacer conciertos en formato de mano a mano”, me confesaba Gutiérrez. “Como éramos los atrevidos, él era el Mago del Acordeón y yo era el Niño Prodigio y luego el Rebelde, y cada uno tenía sus seguidores, se inventaron la pelea. Eso siempre ha funcionado: en Cartagena anuncian que en la noche habrá mano a mano con Aníbal, y desde las tres de la tarde la gente ya está cogiendo cola”.

A los dos colegas los enfrentaba un hecho más: la paternidad del género pasebol, mezcla de paseo y bolero. Me lo explicó en aquel entonces así: “El nombre es de Aníbal Velásquez, aunque yo digo que lo que él hizo no era un pasebol sino una guaracha lenta. Yo fui quien le metí el bolero. Podría decirse que el ritmo es mío, pero el nombre es de él”.

El dios coronado

Mientras tanto, Gutiérrez seguía afianzando la fama que lo precedía. Su salida intempestiva de Discos Fuentes para consolidar su carrera como solista en Sonolux, bajo el rótulo de Alfredo Gutiérrez y sus Estrellas, y luego en Zeida-Codiscos, casa disquera en la que más tiempo supo ser fiel, coincidía con lanzamientos multiventas como su serie Romance vallenato, pionera del estilo romántico que se tomaría el género años después. Con el sello discográfico de la familia Díez, Gutiérrez grabó la primera versión del clásico Matilde Lina, de Leandro Díaz, exploró la música del Carnaval de Barranquilla y la salsa, fundó su recordada agrupación Los Caporales del Magdalena y se dio a estrenar Los novios, Tiempos de cometa, La verdad y otros grandes éxitos de un malogrado compositor patillalero llamado Freddy Molina.

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Lo que en el disco resultaba proverbial, en escena era simplemente tan inaudito como tocar acordeón con los pies, por cierto, otra de sus destrezas. Su salida airosa como rey del Festival Vallenato en 1974, 1978 y 1986 confirmaba su imbatible habilidad. A la vez, su militancia en busca de un jurado popular en la única confrontación por el Rey de Reyes en el que participó, en 1987, terminó por marginarlo para siempre del evento, enemistado con la Cacica Araújo Noguera, protagonista de una permanente tensión en el seno de la Fundación.

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Si bien toda posibilidad de verlo sobre el escenario del Parque de la Leyenda Vallenata en competencia resulta ya una quimera, un anhelo que nos confesaba en 2017 sí parece seguir mordiéndole el costado: “Lo único que espero es que un día me hagan mi propio homenaje. Sería lo más hermoso que me pueda pasar, porque el Festival es del pueblo, y la voz del pueblo es la voz de Dios”.

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Alfredo de Jesús Gutiérrez Vital se hizo a un nombre con un repertorio ya tatuado en la piel del colombiano. Anhelos, Ojos indios, Ojos verdes, Cabellos cortos, Cabellos largos, La carta n.° 3, Dos mujeres, La muerte de Abel Antonio, La negra, Corazón de acero y Elena todavía nos conmueven y nos hacen sonreír y bailar como la primera vez que las escuchamos. En México sigue siendo el rey gracias a composiciones algo más machaconas y cercanas al gusto de ese país, como El solitario, El diario de un crudo y Pídeme la luna.

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Como toda vida, la suya ha transitado por alegrías, sinsabores y dolores físicos, como el de los planazos en las nalgas propinados por agentes de la DISIP venezolana por cantar con el acordeón el himno de ese país, en Maracaibo, en 1981. De aquel episodio quedaron el recuerdo, un veto artístico entre los dos países, muchas fotos del amoratado trasero del impúdico músico y una simpática canción: Las tapas moradas.

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Hoy, depositario de cuanto homenaje se le pueda hacer a alguien en vida, el Rebelde lo sigue siendo más que antes. Sus últimas apariciones en medios lo han visto, aguerrido, exigiéndoles a quienes no han querido reconocerle sus derechos de autor. Camino de sus 80 años, la destreza en sus dedos se mantiene, mas no su atlética disposición escénica de antaño. La posibilidad de verlo en vivo y de manera gratuita en el Festival Centro de Bogotá es un regalo imposible de evadir, por más que en labios del maestro la palabra “retiro” no se asome ni en guasa.

* Jefe musical de la Radio Nacional de Colombia.

Por Jaime Andrés Monsalve B. * Especial para El Espectador

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