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El primer capítulo de “Algún tiempo atrás”, la vida de Gustavo Cerati

Este es “Sweet sahumerio” el primer capítulo de “Algún tiempo atrás, la vida de Gustavo Cerati” (Penguin Random House), libro escrito por el periodista argentino Sergio Marchi.

Sergio Marchi
14 de agosto de 2023 - 06:08 p. m.
El primer capítulo de “Algún tiempo atrás”, la vida de Gustavo Cerati

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Sweet sahumerio

Una vuelta más. Entera. En el fragor de los bises, Gustavo Cerati captó la sonrisa y el movimiento ascendente de la cabeza de Carlos Santana que lo invitaba a hacer una vuelta más de solo en la monu- mental zapada que se había montado en El Campín de Bogotá, Colombia.

“Esa noche, Gustavo la rompió”, asegura Adrián Taverna, sonidista de toda la carrera de Gustavo y uno de sus más grandes amigos. Santana es generoso de por sí pero no es un hombre que sea demagógico: si pedía otra vuelta, era porque en realidad la quería. Él disfrutaba más que el propio Gustavo, serio, concentrado y empleándose a fondo. No podía fallar: no quería fallar. Y no lo hizo. ¿Lo disfrutó? Hmmm, es difícil ponerle resultado a esa experiencia, pero cuando todo terminó se sintió muy feliz. ¡Había tocado con Santana, el primer músico que fue a ver a un show! Tenía 14 años y una ansiedad de locos. Pero puso en pausa esa experiencia dentro de su cabeza, porque temía que la emoción le arruinara el solo. Después de todo, era una jam en torno a “Exodus”, un tema de Bob Marley, al que alguno de los cantantes de Santana le insertaba unos versos de “Get Up, Stand Up” para que la gente cantara. Pero esa noche, el público estaba más enganchado con los solos de Santana y Gustavo juntos. Los colombianos no hicieron distingos entre ambos: adoraban a los dos sin remilgos y quedaron fascinados por la unión de dos guitarristas universales. Sandro Pujía, 5 iluminador de Soda Stereo y buena parte de la carrera solista de Cerati, coincidió con Adrián: “Lo que tocó esa noche Gustavo, fue algo increíble”.

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El 15 de marzo de 1996 llovía con furia sobre Bogotá y las fuerzas naturales parecían concentrarse aún más sobre El Campín y las 35 mil personas que resistían el temporal. Santana había llegado temprano para la prueba de sonido y decidió quedarse en el estadio porque aquel día el tránsito era atroz: sería fatigoso ir y volver del hotel. Taverna también fue de los primeros en hacerse presente; se quedó esperando el arribo de Soda Stereo para la prueba de sonido y recibió las bendiciones que Carlos Santana acostumbra a impartir. “El tipo nos saludó a todos —cuenta Adrián—, y atrás venía el mánager prendiendo racimos de incienso que largaban un olor tan fuerte que al aire libre era insoportable; vos ibas al camarín de Santana y te encontrabas con un altar: su Dios en aquella época era Haile Selassie. Él andaba por ahí con su gorrito hindú y a todos saludaba”. —Que Dios te dé sus bendiciones, hermano —le sonreía a todo aquel que cruzase su mirada enyoguizada.

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Alguien avisó que habían llegado los Soda Stereo y Santana dijo al aire, sabiendo que alguien lo iba a escuchar: “Quiero invitar a Gustavo a tocar”. No dijo Soda Stereo, dijo Gustavo, como si lo conociera del barrio. “Parece que venía con data”, reflexiona Taverna, que tomó la antorcha caliente y respondió en su nombre: “¡Uy, sí, le va a encantar! Gustavo te admira desde chico”, y apuró los pasos para ir a contarle.

—Gus, Santana quiere que esta noche subas a tocar con él. Ahora te va a venir a ver.

—¡No te lo puedo creer! —se iluminó la cara de Cerati. Aunque hiciera mucho que no escuchara su música, para Gustavo era una invitación celestial: el primer recital de su vida fue el que brindó Santana en el “Gasómetro”, el histórico y desaparecido estadio del club de fútbol San Lorenzo, en el barrio de Boedo. Fue el 16 de octubre de 1973; algunos amigos mayores, que salvo uno no pertenecían al círculo del colegio San Roque, peregrinó brotado de ilusión al concierto. En aquel tiempo, los músicos de rock internacional no llegaban a la Argentina.

El arribo de Santana encendió el entusiasmo de los melómanos y se realizaron cuatro funciones, una enormidad para la época: las dos primeras, con entradas carísimas, en el cine/teatro Metro; la tercera, un poco más económica, en el Luna Park al día siguiente, y la última en la cancha de San Lorenzo a precios populares, que era lo máximo a lo que podía estirarse el bolsillo de Gustavo y sus amigos. Disfrutó enormemente toda aquella experiencia de ir a un primer show de rock y salió como excitado del estadio, en llamas por la música ardorosa de Santana, con las hormonas hirviéndole. Y ahora, veintitrés años más tarde, era el mismo Santana el que quería tocar con él. Para Cerati fue un subidón, porque la gira de Soda Stereo era todo un éxito, y de hecho venían de grabar un disco mentirosamente unplugged (acústico) para MTV, pero el grupo estaba en acelerado proceso de desintegración y la mala vibra era tan palpable como una muralla. Se hablaban lo indispensable y mayormente a través de intermediarios.

“Gustavo se puso loco con la invitación —asegura Taverna—; nosotros escuchábamos muchísimo a Santana en los primeros tiempos. Estaba en un estado entre contento y asustado, y se preguntaba qué tema podría tocar con él”. “Yo creo que Santana invitó a tocar a Gustavo a instancias del promotor del show”, sugiere el empresario colombiano Julio Correal, amigo de Cerati.

Pero la cosa parecía venir de mucho más atrás. Aparentemente en 1989, Carlos Santana recibió un CD de Soda Stereo de las manos del argentino Rudy Pensa, cuya tienda de instrumentos en la calle 48 de la ciudad de Nueva York se ha constituido en una suerte de Meca para músicos de todas las latitudes. Y además, Santana fue uno de los primeros en recibir los auspicios (e instrumentos) de las guitarras PRS (Paul Reed Smith). Fue el mismísimo Pensa quien le vendió una a Cerati.

—Gustavo, hay una guitarra que está buenísima: la usan Mark Knopfler de Dire Straits y Santana. —Gustavo abrió bien grandes sus ojos celestes y atinó a preguntar.

—Pero ¿qué tiene la guitarra, Rudy? —Un sonido impresionante. 7

La probó, comprobó que era verdad y se la llevó. Esa guitarra se transformaría en uno de sus instrumentos de cabecera y Gustavo la empuñaría esa noche histórica en El Campín. Nunca se llegó a saber si Carlos Santana, que también tocó con una PRS, escuchó alguna vez el ejemplar de Doble Vida de Soda Stereo que Pensa le obsequió, pero el nombre de Gustavo Cerati lo tenía bien presente la noche en que lo invitó a su escenario en Bogotá. Y sabía más cosas. “No sé quién le contó a Santana que los pibes estaban mal —revela Tweety González, tecladista de Soda Stereo aquel día—, pero se apareció por el camarín y dijo: ‘Hermanos, yo sé que ustedes tienen problemas pero es muy importante que estén unidos porque la música latinoamericana los necesita. Quiero invitar a todos a tocar conmigo dos temas en los bises’. Finalmente, solo subimos Gustavo y yo: nunca vi una nube de faso tan grande en mi vida”. El olor de la marihuana competía con el de los sahumerios que el mánager de Santana seguía encendiendo.

“Santana lo trató muy generosamente a Gustavo —completa Taverna—, y se quedó mirando el show de Soda Stereo a un costado del escenario. Se quedó asombrado de cómo saltaba y enloquecía la gente”. Cuando llegó el momento de la invitación, Sandro Pujía se acercó al escenario para no perderse el momento de gloria de Cerati, y pudo observar todo de cerca y un poco más.

—Bueno, voy a invitar a un amigo. Ustedes ya lo conocen, es un grande de la música. Con ustedes: ¡Gustavo Cerati! Apenas comienza la canción, el stage-manager de Santana corre hacia el costado del escenario y empieza a buscar a más argentinos.

—¡Métanse todos a tocar porque a Carlos le encanta! Y ahí es donde Tweety González se anima, le ponen un shaker en la mano, y se ubica pacíficamente al lado del tecladista de la banda. —¡Y tú también! —le grita el stage-manager a Sandro Pujía. —¡Pero no soy músico! —aclara el iluminador. —¡No importa! —dijo el hombre y le dio dos huevitos a Sandro que se vio arrastrado por la marea y terminó en el escenario junto a los demás.

El Campín se vino abajo cuando Gustavo entró al escenario. El show de Santana terminó muy arriba y dejó a la muchedumbre empapada con la sensación de que había valido la pena aguantar aquel chubasco infernal. Las luces se encendieron mientras los sahumerios seguían brillando sobre el escenario. Gustavo fue invitado al camarín de Santana para conversar con Carlos, al que le agradeció la invitación y le contó que al primer concierto que había ido fue el suyo en Buenos Aires. Carlos le dijo que le encantaba como tocaba y Gustavo se fue con una felicidad como si lo hubiera bendecido un Papa.

“Mereces lo que sueñas” es una de las tantas frases que Gustavo Cerati escribió en sus canciones que se han convertido en un mantra para sus seguidores. Haber compartido escenario y palabras con Carlos Santana puede verse como un sueño desde afuera, pero es difícil saber si alguna vez Gustavo lo tuvo. En todo caso, es algo muy bueno que le sucedió y que aprovechó debidamente; un enorme gusto, más que un anhelo incubado por años, tal vez porque era imposible siquiera imaginarlo. Pero hubo otro sueño más posible, también realizado y explicitado: “Si hay un sueño cumplido, es este”, le dijo Gustavo a Luis Alberto Spinetta frente a casi 40 mil devotos tras haber tocado con él en el estadio argentino de Vélez Sarsfield en Buenos Aires, el 4 de diciembre de 2009. Hicieron “Té para tres” y “Bajan”, que Cerati ya había grabado en Amor Amarillo, su primer disco solista. “Él es el verdadero maestro”, le confirmó a Nicolás “Parker” Pucci, que trabajó en Unísono, su estudio de grabación. “Él es el Uno”, subrayó la frase. El cariño y la admiración que Gustavo le tenía a Luis Alberto, que por otro lado era recíproco, se puede ver en el saltito que da cuando va a su encuentro para abrazarlo después de haber compartido ese momento, uno de los mejores del inolvidable concierto Spinetta y Las Bandas Eternas, donde por única vez Luis aceptó reunir a sus grupos históricos: Almendra, Pescado Rabioso, Invisible y algunos miembros de Jade. Fue de tal emotividad el acon- 9 tecimiento que lejos de refugiarse en los camarines, Gustavo, Ricardo Mollo, Charly García, Fito Páez y otros miembros de la realeza del rock argentino, se quedaron a un costado del escenario escuchando las canciones que les templaron su vivir.

Pero para merecer lo que se sueña hace falta algo más que suerte o talento: hay que trabajar para merecer los sueños y que algún día tengan la chance de hacerse realidad. Y Gustavo le puso una gigantesca cantidad de trabajo a su soñar. En eso hay un consenso absoluto en todos los que lo conocieron. Si bien él se consideraba un vago, nunca lo fue, es un tema de nomenclatura: lo que Cerati hacía con la música, él no lo consideraba trabajo. Trabajo era cargar los equipos, hacer que todo funcione sobre el escenario, viajar, pasar horas y horas en un aeropuerto, hablar con los periodistas, someterse a la quietud del maquillaje, leer contratos, discutirlos, verificar que todos estén cumpliendo sus funciones, tomar decisiones. O escribir letras: eso le daba un verdadero trabajo y se lo tomaba con una responsabilidad absoluta. Ahora, todo lo que estuviera relacionado con tocar instrumentos, quedarse horas mejorando o deformando un loop, un sample, una armonía;subirse al escenario con la guitarra en la mano, cantar sus temas, hacer brotar una canción sólida de una idea tenue, de un sonido encontrado o de dos acordes conectados que se llevan bien, eso no representaba trabajo para él.

Gustavo vivía por y para la música y lo hacía con una intensidad incomparable y una maestría que alcanzó poniendo un empeño superlativo. “Gustavo no era el león alado en el que se convirtió, y yo tampoco”, dijo Zeta Bosio con Charly Alberti a su lado, al ser entrevistados por Bebe Sanzo para la FM 100 de Buenos Aires en 2021, cuando la gira homenaje Gracias Totales Soda Stereo ya tenía presto el cordón que bajaría el telón a una historia que convirtió a los tres en personajes legendarios más allá de sus sueños. Pero fue el arrollador crecimiento de Gustavo Cerati como músico, cantante y compositor lo que arrastró a todos, rock argentino y latinoamericano incluidos, a un viaje que transformaría el curso de las cosas. Gustavo fue un motor imparable, incansable y que nunca se quedó sin combustible. 10 No siempre tuvo esa potencia y capacidad de tracción: ese motor fue alcanzando su puesta a punto con el correr de los años y la acumulación de experiencias. Pero también con el constante afán de mejorar. A lo que ya era excelente, Gustavo le exigía un poco más y ponía de sí lo necesario para lograrlo.

Como todo hombre, Gustavo Cerati fue producto de una época y una familia. La Argentina que lo vio nacer y desarrollarse durante su adolescencia, ya no existe más. Ese lugar que prometía espléndidos frutos para todos aquellos que pusieran manos a la obra, el país de la movilidad ascendente y el desarrollo, la zona de promesas del extremo austral de este planeta, nunca vio el aviso de curva o pretendió desconocerlo cuando se lo encontró. En cambio, la familia que fundaron Juan José Cerati y Lillian Elsa Clarke cuando firmaron el acta que los unió en matrimonio, continúa cohesionada y adelante pese a todo lo que significó el accidente cerebro-vascular (ACV) que padeció Gustavo y los cuatro años de coma en los que permaneció hasta el 4 de septiembre de 2014. Intentan seguir juntándose los fines de semana como típica familia argentina, preferentemente al aire libre si el tiempo lo permite. Lillian se ha convertido en bisabuela de Carmelo, hijo de Valentina que a su vez es hija de Estela Andrea Cerati, hermana de Gus- tavo y de María Laura, que es mamá de Guadalupe. A ellos suelen sumarse Benito y Lisa Cerati. El elenco es variado y la reunión dominical intermitente, pero se los ve juntos. Más allá del cariño y los lazos familiares hay algo que a casi to- dos atraviesa, que tiene que ver con el juego y con lo actoral. De hecho, Julián Cerati, el otro hijo de Estela, licenciada en Ciencias de la Educación como su madre Lillian, es un exitoso actor en Colombia, y Valentina es periodista y también actriz. Guadalupe Mujica Cerati, la hija de Laura, es artista plástica y diseñadora de indumentaria y su mamá es psicóloga, actriz y administradora de la editora musical JJC Ediciones. Desde hace mucho tiempo, Benito Cerati Amenábar se dedica a la música, mientras que su hermana Lisa estudia diseño publicitario y cada tanto incursiona como DJ. Los frutos no caen muy lejos del árbol.

En Gustavo no hay que buscar demasiado para encontrar, en la amplitud de su vocación artística, la veta actoral: en la gira de Fuerza Natural salía vestido de negro portando un antifaz; Oscar Wilde decía que si le dan una máscara a un hombre, éste contará la verdad. El show comenzaba con Gustavo a oscuras, con el uniforme negro y el antifaz colocado, que ligeramente recuerda en su perfil al “Fantasma en el Paraíso” que encarnó el cantante Paul Williams para la película de Brian De Palma (1974). Pero si la película mostraba a un personaje monstruoso, en el show de Gustavo el antifaz era un modo de sostener un breve misterio y un concepto. Gustavo, inmóvil y con el mentón ligeramente erguido, enfrentaba a la multitud en silencio durante dos minutos cronometrados, segmento que concluía cuando tocaba las notas de la coda de “Fuerza natural”. Mientras tanto una pista de sonido envolvente creaba una atmósfera. El público sacaba fotos, aullaba y gritaba ante su sola presencia y toda esa agitación se veía reflejada en su antifaz.

“Ese dron de sonido lo hizo Gustavo, y era el hilo conductor del show —explica Adrián Taverna—; esa intro está compuesta por todos los temas de Fuerza Natural mezclados. Era como un anticipo de lo que iban a escuchar. Todo tenía un sentido, a él le gustaba lo del antifaz y no hay que olvidarse que en Siempre es hoy tenía un tema llamado ‘Camuflaje’. Por primera vez en toda su carrera había un uniforme que era todo negro y en la segunda mitad era blanco. Gustavo jugaba con todas esas cosas: música, letra, actitud, vestimenta. Era un nene, pero con criterio y sentido. Buscaba provocar algo”. Y siempre lo conseguía.

“Nunca me gustó que alguien me diga mucho de qué está hablando una canción —dijo Gustavo—, más allá que me pueda interesar leerlo en una nota. Porque me puede llegar a complicar la vida: me está quitando la magia. Algunas de mis letras son muy claras, otras no tanto. Si vos le preguntaras a Spinetta como es que llegó a eso, uno imagina que siempre se encuentra en un estado de lucidez total, y eso no es real: a veces esas cosas son musicales. Hay palabras que te dicen cosas o te las sugieren: temas como ‘Vivo’ o ‘Signos’, que tenían esa palabra de movida. La música me da siempre la idea de la letra y por eso lo que 12 quiere decir una letra no siempre es algo concreto. Cuando al- gunos periodistas o críticos hacen referencia a mi vida personal directa, y filosofan sobre si determinada canción se la escribí a mi mujer actual, a mi exmujer o a Ricky Maravilla2 , se están equivocando porque están subestimando al oyente. A mí no me importa por qué John Lennon escribió ‘Jealous Guy’; yo sé que tiene que ver con Yoko Ono y todo eso, pero cuando escucho la canción, ella es lo suficientemente importante para que no me interese otra cosa. Me pega porque mi emoción simpatiza con esa canción. Es natural que uno quisiera que no se dijera tanto sobre el artista; se pierde un poco la magia de las cosas. Pero cuando están sonando las canciones, la gente las interpreta como quiere. La canción es un manejo de emoción: es algo que puede salvarte el estado de ánimo. Primero, yo parto de la músi- ca, y a lo mejor, en esa música, existe algún tipo de palabra…”3 . La rima: esa hechicera promiscua que duerme en todas las palabras; que las va uniendo a conciencia o en consonancia y revelando algún sentido real que solo se completa en la mente de quien puede escucharla o interpretarla. Como en los sueños, que a veces se componen de restos diurnos, viejos recuerdos o diablos escondidos. Es hora de desordenar muchos átomos para hacer que las cenizas de esta historia vuelvan al papel.

Por Sergio Marchi

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